Su desolación y desconcierto era tal que ni el alivio de unas lágrimas le permitía. Aquella mañana triste de un país triste, que acababa de salir de una guerra fratricida, la pareja de la Guardia Civil lo esperaba en la calle, frente a la puerta de su casa. Le dijeron que los acompañara y, escoltado por un guardia a cada lado, se fue por la calle en dirección a la plaza. No les preguntó el motivo por el que se lo llevaban. Iba con el cigarrillo colgándole del labio, el sombrero gris perfilado por el sudor y la mirada curiosa de sus vecinos.

Sumiso y desconcertado, don Servando se dejó llevar. Antes de llegar a plaza, situada al lado del mercado, sintió que uno de los guardias lo sujetaba por el brazo mientras el otro abría la puerta de la habitación que hacía las veces de cárcel. Así, sin esperarlo, se vio en una estancia pequeña, sin más luz que la de un ventanuco con reja que no alcanzaba para ver la calle y, por todo mobiliario, una silla desvencijada en uno de los rincones.

Sentado, con los codos en las rodillas y las manos sosteniendo su cabeza, la mirada se le perdió en un jergón sucio, que debieron usar para su reposo cuantos allí dieron con sus huesos. Su desconcierto le hizo ir de una pared a otra, con apenas dos pasos para girarse.

Agobiado por la ansiedad, escuchaba entre las voces de la calle algunas conversaciones que se referían a él. Se asustó por los gritos de un chiquillo que, subido en los hombros de otro y asido a los barrotes de la ventana, comenzó a gritarle: ¡rojo, rojo! Cuando alzó la vista para ver quién era, pudo oír que alguien de la calle recriminaba al zagal su conducta y le hacía bajar del ventanuco. Aunque no pudo verlo, la tristeza lo invadió al intuir que se trataba de uno de sus alumnos.

A veces intentaba descifrar las conversaciones que le llegaban de fuera, a veces lejanas, como murmullos. De pronto, una voz se alzó sobre todas gritando: ¡Servando, Servando! Su esposa, embarazada del primer hijo, quería saber cómo estaba. Entre sollozos no dejaba de hacerle preguntas, y él le pedía que se calmara y se cuidase.

La mañana se fue consumiendo y llegó la tarde sin que nadie pasara por allí. La luz de aquella habitación fue cambiando conforme el sol declinaba y predecía la oscuridad. El barullo de la calle fue disminuyendo hasta que, llegada la noche, el silencio fue absoluto. Nadie había ido a verlo, y no había comido nada desde el día anterior.

La noche la pasó sentado a ratos, otros en pie y los más mirando a la ventana, para ver cuando se insinuaba la claridad del alba. Aunque el sueño lo derrotara, tumbarse en aquel jergón era lo último que quería hacer. Así, entre la angustia y un aluvión de conjeturas y preguntas a las que no hallaba respuesta, tuvo cierta esperanza cuando el ventanuco fue filtrando las primeras luces de la aurora. Poco después, un sol tímido y lechoso iluminó la encalada pared frente a la ventana.

Al poco rato, escuchó de nuevo la llamada de su esposa, preguntándole si había pasado bien la noche y si le dieron algo de comida. No acabó la pregunta, cuando un guardia civil apareció con un hatillo, en el que había un jarro de barro con café y un bollo de aceite. Carmela aprovechó para colarse tras el guardia y abrazar a su marido. El guardia les pidió que no lo comprometieran y ambos se despidieron con lágrimas, alargando los brazos hasta el último tacto de sus dedos.

Avanzada la tarde, vio como se abría la puerta y entraba el jefe local del Movimiento acompañado por el médico. Don Servando se abrazó a ambos y les preguntó las causas de su desgracia. Francisco Sánchez, recién llegado de Almería, le dijo que la orden vino directamente del gobernador a la Guardia Civil y por eso no pudieron hacer nada. Había una denuncia contra él, le acusaban de ser uno de los instigadores del saqueo de la Iglesia y la posterior quema de los santos. Además de ser republicano y ateo, cuestiones de las que alardeaba en público. La denuncia partía de un familiar cercano que no quisieron identificar para no darle motivo de más amargura. Francisco le dijo que, tanto él como don Federico, el médico, rebatieron con firmeza los motivos de la denuncia y que se responsabilizaban de su libertad hasta la conclusión del proceso de depuración que tenía incoado.

Ante la insistencia de sus valedores y de que eran camaradas de probada adhesión al régimen, el gobernador civil accedió a dejarlo en libertad, con la prohibición de salir del pueblo y de impartir clases en la escuela hasta la resolución definitiva de la denuncia.

Don Servando quedó recluido en su casa y no pisaba la calle, salvo para ir a presentarse cada día al cuartel de la Guardia Civil. Lo hacía al atardecer, avergonzado, ajustándose a las esquinas y procurando que no lo vieran, aunque la mayoría de las gentes que se cruzaban con él le manifestaban su aprecio. Otras, por convicción o por temor, preferían ignorarlo.

Mientras tanto, una comisión de padres de sus alumnos y un grupo de personas afines al régimen, pero igualmente convencidas de que se trataba de una acusación injusta, fueron a la ciudad para interceder por él. Sin embargo, la autoridad que instruía el procedimiento no cedía, alegaba que el denunciante amplió la denuncia con más datos, al enterarse de las muchas personas que abogaban por su inocencia, y que el párroco del pueblo guardaba silencio, negándose a alegar en su favor.

Viendo el mal cariz que tomaba el expediente, el alcalde, el jefe local del Movimiento y el médico llamaron al autor de la denuncia al Ayuntamiento. Allí, le hicieron ver lo incómodo que resultaba la situación creada y le rogaron que retirase los cargos o los disminuyera a hechos sin relevancia, a lo que el denunciante se negó indignado, sin entender por qué falangistas y personas adictas al nuevo orden pedían gracia para un rojo y un hereje.

Francisco Sánchez, jefe local del Movimiento, que era bastante apreciado en altas esferas, se levantó decidido a poner coto a las ansias de venganza del denunciante, cuyo origen no era otro que la envidia y un parentesco mal llevado desde sus padres. Le dijo que estaba en su derecho de no retirar la denuncia, pero que, en adelante, tendría que mantenerse muy puro en sus ideas y comportamientos, entre ellos el de la bebida. Si no era así, él mismo se encargaría de que sufriera las mismas consecuencias que su pariente. Además –le recalcó–, revisaría las solicitudes en curso para ocupar los puestos con sueldo que estaban solicitados.

Aquella advertencia no cayó en saco roto; el hambre que campaba por los pueblos no hacía distinciones entre los vencedores y cualquier puesto, por insignificante que fuera el sueldo, paliaba la extrema necesidad y auguraba un mejor futuro.

Francisco Sánchez acudió al Gobierno Civil, donde el gobernador le sugirió que el denunciado escribiera una carta que se haría pública. En ella debía expresar con claridad que adjuraba de su pasado republicano, de su adhesión a la Institución Libre de Enseñanza y que aceptaba los principios del nuevo orden como única verdad necesaria para la patria. Además tendría que quedar claramente reflejado su acatamiento a la doctrina de la Iglesia y a su jerarquía, desdiciéndose de ciertos devaneos religiosos, no acordes con la verdadera fe.

Aquella carta fue la humillación pública de un hombre íntegro para salvar su vida y procurarles otra mejor al hijo que esperaba y a su madre. Fue colocada en el lugar más visible del tablón del Ayuntamiento y entregada al Gobierno Civil.

El expediente fue archivado y don Servando pudo seguir impartiendo docencia en la escuela. Nunca supo, o no quiso saber, qué pariente le profesaba tanto odio y se dedicó a impartir sus clases a varias generaciones del pueblo. Tocado con su sombrero perfilado por el sudor y la gastada chaqueta con brillo en las solapas, asistía a la misa de los domingos en compañía de su esposa.

El tiempo fue cerrando heridas, cierto olvido y el silencio sobre determinadas historias, logrando que la convivencia se normalizara. Cuarenta años después le llegó la jubilación. Nadie recordaba ya que Don Servando estuvo en la cárcel por el odio y las falsas acusaciones que fueron moneda común en tiempos de represión y odio.

Salió del pueblo en silencio, sin despedirse de nadie y nunca más regresó, salvo cuando la vida abandonó su cuerpo y lo trajeron para darle sepultura.

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