Fabián, acaso consciente de la gran responsabilidad que recaía sobre sus tiernos hombros, pronto se reveló como un bebé despierto y curioso que aprendía con facilidad. A los dos años de edad ya despuntaba en ciertas disciplinas, para regocijo de sus padres. Era capaz de colocar sobre un tablero de ajedrez todas las piezas en orden correcto; manejaba el ratón del ordenador con cierta soltura, dibujando figuras geométricas sencillas en la pantalla; escribía su nombre y las iniciales de sus apellidos con trazos apenas temblorosos; daba patadas a una pelota logrando hacerla pasar por el vano de la puerta siete de cada diez veces, y, lo más llamativo, pese a que no hablaba más allá de una docena de palabras, tarareaba a la perfección cualquier canción que se le repitiera. Por ello pensaron los padres que su futuro estaría en la música, de manera que a no mucho tardar tendrían que comenzar a dilucidar qué instrumento sería el que mejor se adaptase a sus cualidades. Un entendido en música, inteligencias precoces, pagos bajo cuerda y padres predispuestos a escuchar maravillas de sus vástagos, les auguró un futuro más que prometedor si se decantaban por el piano.
En su quinto cumpleaños, coincidiendo con la celebración final del curso escolar, Fabián dio su primer recital. Éxito clamoroso. Para el colegio era un orgullo contar con un alumno que había obtenido las máximas calificaciones en todas las asignaturas del Conservatorio. Brillante, Fabián era muy brillante, pero no un superdotado, argumentaba su profesor de armonía, haciéndose eco del sentir del resto de los docentes, cuando el padre insistía en que lo propusiesen para el programa de excelencia musical internacional.
Su maestría cabía atribuirla a un cuarenta por ciento de genialidad, el resto se debía al esfuerzo continuado. Porque Fabián vivía por y para el piano; es decir, Fabián vivía por y para contentar a sus padres, quienes plagaban todas sus horas de partituras, escalas y repeticiones hasta la obsesión. El niño buscaba y amaba el rostro de satisfacción de sus padres cuando ejecutaba con pericia cualquier pieza; por el contrario, odiaba aquel horizonte cerrado de blanquinegros peldaños con el que no conseguía sino ascender hasta el principio de una opresiva escalera.
Su buena disposición, el ansia de agradar a los suyos y su tesón incombustible obraron que un reputado concertista lo acogiera bajo su patrocinio, facilitándole una serie de clases magistrales que, sin duda -pensaban los padres-, le proporcionarían ese plus que exigían sus mentores para elevarlo a la máxima categoría.
Así habría sido si unos inoportunos mareos no lo hubieran desconcentrado durante días, días que se convirtieron en semanas, y mareos que condujeron a migrañas, vómitos y pérdidas de conocimiento. En menos de un mes se conoció el veredicto, porque lo que aquel especialista casi les leyó más se parecía a una sentencia que a un diagnóstico: leucemia. Cáncer de sangre con pronóstico nada halagüeño. De no encontrar un donante adecuado de médula ósea su esperanza de vida no pasaría de los cuatro años, cinco a lo sumo.
Los padres habrían intercambiado sus vidas por la de Fabián, pero sus organismos no eran compatibles. Hablaron con familiares, amigos, conocidos, y quienes atendieron sus ruegos tampoco resultaron aptos para una donación. La espera podría demorarse minutos, años o concluir sin resultados; las estadísticas, lamentablemente, hablaban de más fracasos que éxitos. Tal contratiempo alteraba sobremanera los planes cuadriculados de la pareja, y les pesaba tanto por el riesgo que sufría la vida de Fabián como por el retraso que supondría en su meteórica carrera hacia la fama.
Por el equipo médico supieron que los únicos donantes compatibles en un altísimo porcentaje eran los hermanos. A desandar el camino. Los padres se sometieron a complicadas e infrecuentes operaciones para revertir el proceso por el que habían convertido sus cuerpos en estériles. Aún convalecientes, tras apremiantes sesiones amatorias, ella quedó encinta. Comenzaba la cuenta atrás: hasta que la criatura no cumpliera, al menos, tres años, no podría plantearse ningún tipo de trasplante.
El embarazo se desarrolló sin complicaciones y, a su término, una niña, a la que llamaron, como no podía ser de otro modo, Esperanza, revitalizó la angustiosa espera del hermano. Fabián, sin embargo, se agostaba, sin que por ello sus padres le concediesen descanso en sus estudios musicales; y Esperanza, aislada del mundo para que ni una inoportuna gripe hiciese trabajar sus defensas, crecía con todos los cuidados y los mínimos cariños.
Las cuidadoras contratadas por el matrimonio para atender a la niña se sorprendían del trato que aquél dispensaba a Esperanza; no porque no le demostrasen afecto –que tampoco– , sino por el exclusivo interés en sus percentiles, temperatura, tensión arterial… Más que de una relación paterno-filial cabía hablar de un par de entomólogos supervisando a distancia, más con sumo interés, el desarrollo de un insecto de valor incalculable. Esperanza que, antes que por niña, pasaba ante sus ojos por impagable contenedor de células madre.
Y llegó el día, algo forzado, del trasplante de médula ósea. Fabián recuperó la salud y, en poco tiempo, sus dedos volvieron a deslizarse por el teclado con la misma facilidad que las lágrimas por las mejillas de sus padres, asombrados de la pronta recuperación y de la maestría adquirida con el instrumento. El niño se quejaba de que, desde la operación, no soñaba, y de que muchas palabras hermosas se le enquistaban en el cerebro. Rarezas de genio, cuchicheaban sus padres.
Con el paso a la adolescencia estuvo a punto de abandonar la música, pese a que su fama como concertista ya trascendía fronteras. Argumentaba que no podía ir más allá, que jamás alcanzaría el virtuosismo que anhelaban sus padres porque su ciencia y preparación sólo le daban para arrancar sonidos, cuando él aspiraba a poder interpretar aromas, sensaciones, estados del alma… “No hay acordes que expresen a qué huele un domingo por la tarde ni notas que hablen del desgarrón de un amor que va perdiéndose”, decía a los suyos.
Al entrar de lleno en la juventud, su incapacidad para hacerse sentir de manera plena a través de pentagramas se agudizó. Los padres, sin embargo, espantaban con las manos moscas imaginarias conminándolo a olvidarse de tales metafísicas. Esperanza, en cambio, le sonreía con cierta pena y asentía con la cabeza. No se atrevía a expresar de manera más contundente su apoyo por temor a la reacción de los padres. A sus quince años había asumido que nada podría hacer para ganarse su afecto, por lo que se conformaba con las migajas de, al menos, ser tolerada en el hogar, a modo de silente animal de compañía.
Cuando la etapa de operaciones y revisiones había quedado muy atrás, como una desagradable estación de provincias a la que nunca jamás se ha de regresar, Esperanza se sintió morir. Había ocultado a sus padres una serie de malestares para no distraerlos de su adoración por el hermano, y ahora, cuando el margen del disimulo se había agotado, el médico detectó un linfoma con metástasis atroz. ¿Cómo no se habían percatado?, ¿de qué modo habían dado lugar a un avance tan extremo del tumor? De la misma manera que ni barajaron la posibilidad de una donación de médula inversa, de Fabián a la hija: ignorándola. Los cirujanos la aconsejaron, aunque no garantizaban resultado alguno, dada la extensión del mal, no obstante, los padres no consideraron que poner en riesgo a Fabián fuera una opción.
Esperanza murió del mismo modo que había vivido, calladamente.
A los dos días falleció Fabián, quien había conseguido volver a soñar después de tantos años.
Sus padres no consiguieron preservar su memoria como genial pianista. Su nombre cayó en el olvido con rapidez, hasta que alguien leyó los cientos de cuartillas que, a escondidas, escribía entre escala y ensayo, entre ensayo y concierto, y las publicó.
Hoy, lustros después, pocos saben que Fabián Montilla, poeta inmortal, único Premio Nobel de Literatura póstumo, odiaba la música.
Y que, además, tocaba el piano.
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