Durante una semana se dedicó a realizar esta tarea, empleando para ello un pincel de cabeza fina para plasmar adecuadamente todos los detalles. Lo consiguió, pero tras aquello días de trabajo, se dio cuenta de que la obra no estaría terminada si no pintaba un nuevo cuadro en las manos de la nueva princesa. Para esa tarea todavía pudo utilizar alguno de los pinceles normales, si bien tuvo que echar mano de los que habitualmente empleaba para los detalles más precisos, como las pestañas o los bordados de los vestidos. Haciendo acopio de toda su pericia, y empleando un tiento para apoyarse sobre el lienzo, pudo representar a la pareja dentro del cuadro con la princesa sosteniendo un cuadro en el que se veía de nuevo a la pareja.
El caso es que, llegado aquí, se preguntó si sería capaz de ir todavía más allá. A simple vista le resultaba imposible, de modo que habló con el inventor Giuseppe Vitale, que estaba al servicio del rey Gustav, para que le fabricase unas lentes especiales. El italiano tomó unas que empleaba habitualmente para facilitar la lectura y sustituyó los cristales por unos extraordinariamente gruesos y que eran capaces de conseguir un considerable aumento. Pertrechado con aquel artilugio, Albert consiguió dibujar un príncipe y una princesa aún más pequeños y, de nuevo, con un cuadro reposando en las manos de Matilde.
El siguiente paso era evidente.
–Puedo lograrlo –se dijo.
Como no disponía de pinceles más finos, tomó un plumín y dibujó la silueta de los príncipes con ese instrumento. No pudo emplear color, pero lo cierto es que a ese tamaño ya nadie percibía nada y aquello carecía de importancia.
Cualquier otro artista hubiese parado ahí. Sin embargo, Albert Richter no era un artista cualquiera, sino uno verdaderamente comprometido con su oficio, y no podía conformarse con nada que no fuese la perfección. De modo que tomó un carruaje y fue a ver a un famoso científico de la ciudad de Delft, llamado Anton van Leeuwenhoek, que había desarrollado unas máquinas especiales para observar objetos muy pequeños. Anton le mostró a Albert el microscopio que había construido y el pintor se maravilló al ver con todo detalle seres minúsculos que vivían por millones en el agua y también en la sangre. El pintor analizó el aparato y pensó que aquello le podría servir para ver con mayor detalle que con las lentes de Giuseppe. Pero Anton rebajó su entusiasmo:
–Podrás ver más, pero no podrás pintar con más detalle, ya que no hay pincel tan fino ni plumilla tan afilada.
Albert asintió apesadumbrado, pero entonces Van Leeuwenhoek tuvo una intuición.
–Lo que necesitas no es un microscopio, sino justo lo contrario.
–¿Lo contrario?
–Sí, pero ten en cuenta una cosa: el pintor ya no serás tú; será la luz.
Anton se puso en pie y Albert lo siguió. Tomaron un carruaje y se dirigieron a una ciudad cercana donde un amigo de Anton, Jens Vermeulen, tenía un gran telescopio. Anton le explicó el problema que se le planteaba al pintor y Jens enseguida llegó a la misma conclusión que él.
–Si el telescopio es capaz de recibir la luz de objetos grandes y hacer que se vean en una lente pequeña –dijo Jens–, entonces también podría hacer que una imagen grande se grabe en un espacio muy pequeño. Solo necesitamos un material que reaccione a la luz.
Mientras Albert dibujaba a la princesa en un trozo de papel cebolla adaptado al extremo amplio del telescopio, Jens colocó en el otro extremo un trozo de papel impregnado en ácido. Luego dispuso el telescopio mirando hacia el sol y la luz, al atravesarlo y reaccionar con el ácido, dejó la impresión del dibujo sobre el trozo de papel. Era más pequeño que la uña del dedo meñique y, de hecho, para ver el resultado hubieron de utilizar el microscopio de van Leeuwenhoek; pero había funcionado. Ya solo quedaba llevar el trocito de papel y pegarlo adecuadamente en el cuadro. Anton y Jens estaban exultantes y comenzaron a pensar de inmediato en aplicaciones para aquel extraordinario descubrimiento. Albert, por el contrario, se mostraba compungido; tras aquel magnífico logro, no veía la manera de seguir adelante y poder dibujar una nueva pareja dentro de un cuadro.
–¿Hasta dónde pretendes seguir? –le preguntó Anton, al verle tan atribulado.
Albert pareció no comprender.
–¿Cómo que hasta dónde? ¿No lo entiendes? No hay un final, no puede haberlo.
–Pero eso es imposible; ya hemos llegado mucho más allá de lo imaginable.
Albert sacudió la cabeza.
–¡Cómo se nota que eres científico y no artista! Un creador como yo no puede estar satisfecho hasta que su obra ha alcanzado la perfección y ésta no lo logrará hasta que el dibujo se repita hasta el infinito. ¡Si no puedo conseguirlo prefiero que mi cuadro sea pasto de las llamas!
Albert salió dando un portazo del taller de Jens Vermeulen y regresó a su estudio llevando el diminuto papel. Lo pegó en el espacio reservado y, en ese momento, una idea cruzó su mente.
–¡Ya lo tengo! –exclamó con entusiasmo.
Fue a buscar un punzón y realizó un agujero en el lugar que ocupaba el cuadro sostenido por la princesa. Acercó el ojo y miró a través de él.
–Eso es…
Las dos semanas siguientes se dedicó a hacer una copia exacta del primer cuadro y la colocó detrás del original, de tal modo que al acercar el ojo al agujero se veía en su totalidad. Ahora ya solo tenía que repetir el procedimiento original y volver a pintar princesas sosteniendo cuadros que contenían parejas… Pero se dio cuenta de que pronto estaría en el mismo callejón sin salida.
–Tengo que encontrar algo… –se dijo con frustración; y entonces encontró la respuesta–: ¡Un espejo!
Llamó a un maestro cristalero y le encargó un espejo del mismo tamaño del lienzo y lo ajustó a la parte trasera del cuadro original, respetando el agujero para que se pudiera ver a través. Y en el segundo de los cuadros puso también un espejo, pero de menor tamaño, ajustado al contorno del cuadro que sostenía la princesa. Ambos espejos se reflejaban ahora mutuamente y al mirar a través del agujero se veía a la pareja de manera infinita. Albert no daba crédito:
–Lo he logrado…
Apenas le dio tiempo a decir aquello cuando apareció un mensajero trayendo una noticia: la boda de la princesa Matilde se había suspendido. Al parecer, en el último momento la princesa había rechazado a su prometido, el último de una larga lista, y nadie había sido capaz de convencerla. El rey le mandaba al pintor el precio acordado por el encargo y le pedía que en el lienzo que había utilizado pintase cualquier otra cosa, a poder ser alguna escena de guerra, como su reciente victoria frente a los franceses en la batalla de Metz.
Sin perder un instante, Albert desmontó el segundo cuadro y rompió el lienzo en pedazos. Luego retiró el espejo de la parte trasera del primer cuadro y saltó sobre él hasta destrozarlo. Acto seguido tapó con un poco de masilla el agujero del lienzo principal y, tras preparar una buena cantidad de base ocre, cubrió con grandes brochazos el retrato de los príncipes. El mensajero le miraba estupefacto.
–¿Qué haréis ahora?
Albert lo miró fijamente y sonrió.
–Pintaré una escena bélica como nunca se haya visto.
Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.
El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023
Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO
Fallo: 22 de agosto de 2024
Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024