-Acaban de llevar el cuerpo de la abuela al tanatorio. Están ya allí tu madre y tu hermano -dudó un momento-, ah, y también ha aparecido por allí tu tío Pepe, el hermano de la abuela.
Juan no veía a su tío Pepe desde que se peleó con la abuela, el tiempo suficiente como para haberlo olvidado completamente. La autovía estaba bloqueada por una multitud de coches que volvían a sus casas tras un largo día de trabajo. Las gotas de la lluvia impactaban contra los cristales. Aunque todo el mundo deseara que la abuela muriese de una vez, parecía que la ciudad entera se había puesto de luto.
En el tanatorio besó a su madre y a su hermano. Se acercó a la vitrina donde yacía el cadáver, grisáceo y consumido. Imaginaba como debía de oler ahí dentro. No entendía esa morbosidad de exhibir los cuerpos de los recién fallecidos.
Al lado suyo, chepado, con las manos en la espalda y mirando extrañamente el cadáver de la abuela, se hallaba su tío Pepe. No había cambiado ni un ápice. La mitad de su cara estaba ocupada por unas gafas de gruesas monturas negras, el pelo blanco y sucio peinado hacia atrás. Bajo una barba mal cuidada se adivinaba una expresión de estar intentado comprender algo. Al ver a Juan, dijo:
-Hombre Juan, cuanto tiempo -le agarró el antebrazo con fuerza y le encañonó con unas fosas nasales peludísimas
-¿Cómo te va? ¿Sigues en Suiza?
Olía a barra de bar y a humedad de fondo de armario. Tras pensar “hay cosas que nunca cambian”, Juan se repuso y dijo:
-Sí, en Ginebra.
Pepe tembló nervioso y expulsó el aire por la nariz a ráfagas. Recordó que su tío siempre se había reído de esa forma -igual que una cafetera con el café a punto- sobre todo mientras escuchaban los partidos en la radio y el Madrid iba perdiendo.
-Me dijeron que te casaste. ¿Cómo se llama? -Pepe esbozó media sonrisa.
Notó un poco más de presión en el antebrazo. Juan vio unas uñas largas y negras intentando clavarse en su piel. Dio dos pequeños pasos hacia atrás. Por alguna razón sintió que su abuela podría estar escuchando la conversación a través de la vitrina.
-Ana. No ha podido venir -dijo intentado dejar un poco de espacio entre él y su tío.
-No me enteré de la boda y no os pude regalar nada -Pepe se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, y mientras sacaba un sobre doblado dijo -es para vosotros.
Su tío intentó meter el sobre en el hueco de su mano. Juan empezó a balbucear disculpas incomprensibles.
-Pepe, de verdad, no hace falta -consiguió decir.
-Sí hombre, acéptalo.
Lo dijo con una voz suave, como intentado domar un animal. Sin embargo, sus gestos eran bruscos, torpes y casi violentos. Juan sintió las uñas clavándose en su piel con fuerza. Forcejeó. Eran las mismas uñas que le habían ganado una y otra vez durante su adolescencia al ajedrez. Temiendo estar haciendo el ridículo, se detuvo. Tomó el sobre y dijo sonriendo:
-Muchas gracias Pepe.
-De nada- y se alejó cabizbajo entre los visitantes que habían empezado a llenar la sala del tanatorio.
Un par de horas más tarde, mientras conducía el coche de vuelta al aeropuerto, el padre de Juan preguntó:
-¿Habéis visto al raro del tío Pepe? Está igual que siempre.
Su madre se revolvió en el asiento del copiloto y contestó:
-Sí, no ha cambiado nada ¿Os habéis dado cuenta de lo mal que olía? Ya cuando vivía en casa de la abuela era un cerdo. Menos mal que le conseguimos echar. Le hacía la vida imposible a la abuela.
Juan palpó el bolsillo de su abrigo, y dijo:
-Me ha dado un sobre con el regalo de la boda.
Su madre, sorprendida, dijo:
-¿Sí? No le dijimos nada, ya sabes cómo es -hubo un momento de silencio- ¿Cuánto te ha dado?
La lluvia continuaba cayendo sobre el asfalto y los cristales del coche. Era una de esas lluvias de diciembre interminables y que, al menos, servían para limpiar el aire cargado de Madrid. En ese momento también pareció que servía para amortiguar una especie de vergüenza. Juan, al cabo de unos segundos dijo:
-No lo sé, no lo he mirado.
La noche se había despejado cuando llegaron al aeropuerto. Juan se despidió de sus padres y de su hermano. Mientras se dirigía a la puerta de embarque sacó el sobre. Esperando ver un billete marrón -o a lo sumo dos, la pensión no le llegaría para mucho más- miró su interior. Perplejo, tomó entre las yemas de sus dedos dos billetes morados, relucientes y completamente nuevos. Los examinó -debía ser la primera vez que sostenía entre sus manos billetes de quinientos- y en el dorso de uno de ellos, a través del mapa de Europa, vio escrito con caligrafía temblorosa: llámame de vez en cuando.
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