Ese año, con motivo de la clausura del curso académico y con la disculpa de que el edificio del paraninfo de la Universidad del País Vasco cumplía diez años, se había organizado un evento especial que se desarrollaría precisamente en el edificio diseñado por Álvaro Siza. La rectora quería darle un aire “americano” al acto y el programa del mismo anunciaba que habría discursos y entrega de algunos reconocimientos en el auditorio Koldo Mitxelena; una cena de gala, con no muchos invitados, en la sala Oteiza, y música y copas, con más gente, en la espléndida terraza-voladizo-jardín Menchu Gal.
María, además de catedrática de Literatura Española en la UPV y profesora muy seguida y querida, se había convertido en una gran novelista a nivel nacional. En enero de ese mismo año le habían concedido el premio Nadal por su cuarta novela, Mirando a Noruega, y esa noche sería una de las protagonistas: recibía un muy merecido reconocimiento por parte de la universidad, tanto por su labor académica como por su relevancia en el mundo de las letras.
Yo, catedrático como ella, pero de Historia Medieval, soy, era, su públicamente declarado admirador y su secreto amante platónico. También el primer lector de sus tecladoscritos, una especie de gurú literario particular a quien la actual Premio Nadal hacía caso a pies juntillas a pesar de no ser ningún experto ni sabio en la materia. Mi famosa admirada escritora era de ideas y dedos rápidos e inquietos y ya tenía preparada su siguiente novela. Quince días antes de la fiesta vino a verme con una urgencia un tanto inusitada hasta en ella y me entregó en mano el borrador diciéndome esta única frase: «Es muy autobiográfica y tengo mucha prisa en publicarla».
El día de la fiesta, con la novela leída, estaba ya en el vestíbulo cuando llegaron ellos dos: María y Daniel, su marido. Ella, cincuenta y cinco años recién hechos ese día, había empezado a tener canas dos o tres años antes y decidió teñirse el pelo, pero teñírselo de blanco. Entró como una estrella de cine: su melena blanca, un vestido de tirantes blanco, minimalista, una pashmina también blanca, sandalias y pendientes y collar y brazalete blancos. Al andar, delgada como es, el vestido se le pegaba marcando sus esquinas y aristas haciéndole parecer mucho más estilizada de lo que su altura real dice. Y esos ojos negros, inmensos y rasgados, que no sabes si te miran el alma o son una ventana para que mires la suya, te embrujan a la primera.
A su lado Dani, quince años mayor que ella, catedrático de Derecho ahí enfrente, al otro lado de la ría, en la Universidad de Deusto. Con un cuerpo rotundo, que jugó a rugby, solía decir, a modo de justificación y explicación, más ancho que alto; con los ojos pequeños y siempre vestido con colores antiguos, un clásico. Lo suyo es la palabra y con ella conquistaba y engatusaba sin parar. Todos sabíamos, y también sabíamos que su esposa también sabía, que había tenido mil historias y que era posible y muy probable que, aún hoy en día y a pesar de su edad, siguiera enredando por ahí. Nadie entendía cómo ella lo aguantaba, ni a él ni a esa humillación pública, aunque nunca comprobada.
Nada más verme, María vino hacia mí, con su impaciencia de siempre. Al acercarse, dando los ocho pasos que nos separaban, me causó inevitablemente esa punzada de una décima de segundo en la bragueta que mi cerebro reconoció de manera inmediata y que, también inmediatamente, mandó al cajón de las punzadas olvidadas, donde ya casi no cabían más. Le dije que sí, sin que me llegara a preguntar, que había terminado de leer su última obra ayer mismo.
Nos separamos un poco de la gente y a solas le comenté que la novela estaba muy bien, muy autobiográfica, quizás demasiado, y que eso vende mucho hoy en día, nunca olvidaba ese aspecto en mis recomendaciones. Pero que el final, marchándose la protagonista de casa y dejando a su marido infiel con cara de incrédulo según se describía en el texto, me había parecido un poco flojo. Un final sin fuerza, le dije textualmente y que le diera una vuelta. Frunció el ceño, no le gustó nada mi opinión.
La que se dio la vuelta de golpe fue ella dejándome plantado. Mi adorada María encajaba las críticas con mucha deportividad la mayor parte de las veces, e incluso con agradecimiento; en muy pocas ocasiones era justo lo contrario. Aquella vez tocó ser de las mal encajadas. Menos mal que yo ya sabía que no compartiríamos mesa en la cena, lo que me salvaba de miradas y comentarios matadores por su parte.
La noche transcurría aparentemente perfecta. Los discursos, las placas, las estatuillas, la cena y las copas en la terraza. María había estado especialmente brillante en su breve discurso de agradecimiento y me pareció que fue sin duda la más aplaudida de todos los homenajeados. Cuando estaba empezando a saborear mi segundo gin-tonic, vi en una esquina del jardín a Daniel tonteando con una belleza de unos treinta años. La escena, a mi entender, pensé que era demasiado descarada. Entonces irrumpió ella cruzando el jardín hacia donde su marido daba la nota y no me pareció que fuera vestida de blanco, sino del color de las llamas. Sorpresivamente se llevó a Daniel para dentro con mucha amabilidad, y enseguida bajaron las escaleras hacia la planta baja, muy melosa y haciéndole carantoñas. Supuse, muerto de envidia, lo que pasaría en algún rincón de abajo.
Ella me había hablado de ese ardor, que le entraba de golpe por su marido, muchas veces provocado por unos celos absolutamente instantáneos y muy probablemente justificados, que la disparaban, y de los encuentros furtivos en cualquier rincón cutre en los que terminaban. Quizás esos momentos en los que ardía en cualquier trastero o cuarto de calderas eran el secreto de la continuidad de su matrimonio. Imaginé que esta vez sería en la sala Barandiarán de la planta baja, pequeña y adecuada para ello y para ellos. Otra punzada al cajón.
Al cabo de diez minutos me sonó el móvil. Era María: Baja de inmediato a la sala Barandiarán, le escuché decirme en tono autoritario. Efectivamente, pensé, en la sala Barandiarán.
La puerta estaba abierta y allí me estaba esperando. He decidido cambiar el final de la novela, ahora va a acabar con mucha más fuerza, ya verás, te va a encantar. El lunes te traigo las últimas páginas reescritas.
Llevaba en la mano derecha un cuchillo, seguro que uno de los del solomillo de la cena, el brazo empapado hasta el codo y más de la mitad del maravilloso vestido blanco teñido de sangre. Detrás, en el suelo, Dani ya ni agonizaba.
Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.
Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.
El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022
Cierre: 24 de junio de 2022
Fallo: 10 de octubre de 2022
Acto de entrega: Último trimestre de 2022