Lalo pellizcaba los pedazos esponjosos de una tibia tortilla de patatas que parecía asesinada sobre el plato, babosa, que le dejaba los dedos pegajosos de huevo batido. Pero no le importaba, ya no usaba sus dedos como antes. A juzgar por los tímidos pellizcos y la parsimonia con que masticaba, era imposible explicar aquellos casi 115 kilos de carne reseca y fofa.
Desde hacía años apenas comía de lo que buenamente –no generosamente– le ofrecían los camareros que había conocido en su ya parpadeante carrera como escritor de novelas policíacas. Y, a cambio de una croqueta arenosa o de olivas blandas, Lalo contaba anécdotas de amantes fatales y chismes de la tele y la radio.
Tantas noches escribiendo al final de una barra dejaban un agujero en el estómago que siempre llenaban los restos que quedaban tras el cristal velado de polvo del expositor. Todo lo que le había pasado en la vida le había pasado así: a última hora, despojado, polvoriento. Y alguna que otra vez les daba lástima y los camareros le convidaban a un café. “Enseguida sale tu café, Lalo”. No le importaba, estaba acostumbrado a esperar.
“Margarita no es Margaret” se quejaba, hundido el codo en la almohadilla de la barra, la rubia que parecía disfrazada de femme fatale. Lalo intentaba adecuar el rostro campesino, la pelusilla bajo la nariz al nombre de Margaret. No casaba, pero ni Lalo ni Margaret concebían el crimen y el fatalismo si no sonaba a película norteamericana.
Margaret –que, por supuesto, se llamaba Margarita y era de pueblo, de uno cualquiera– se pasaba las tardes leyendo novelas negras en aquel bar, estudiando el comportamiento y la postura de las víctimas. Deseaba ser asesinada en una pensión, con preferencia por hacerlo desangrada en la bañera una noche de agosto, y que la encontrara un majestuoso policía de mandíbula férrea y mirada turbia y, sobre todo, anhelaba que de sus labios secos y tímidos surgiera un apenado “¡Oh, Margaret!”, que consideraba el mayor epitafio. Algo de poesía había en aquella despedida, especialmente si has nacido rubia y eres de pueblo. Lalo la miraba sin más, por rubia y por solitaria. Es una lástima que Lalo no leyera mentes. “Te he dicho Margaret, tío, ese es mi nombre”, sentenció. “¿Tú, de dónde eres?, ¿eres inglesa?”, pero la rubia salió del bar a fumar.
“¡Hostias, tú! ¡Un muerto…!”. Andreu, el camarero, se santiguó erróneamente e incrustó la cara en el ventanal de la Cabaña. El resto de los parroquianos se asomaron para ver el coche fúnebre detenido en el semáforo. “Otro que se va. ¿No dicen que la vida es como un río? La corriente nos arrastra a todos”. Pretendía seguir pareciendo un escritor. El coche fúnebre en ralentí frente al semáforo en rojo. Ferrer, los camareros, los chinos de la tragaperras, los obreros tomando el carajillo, la señora Calvet y su carrito de lona… todos perseguían con la mirada al coche, disparado en dirección al cementerio. “La muerte detenida durante un semáforo”, Ferrer anotó la frase en los bordes de La Vanguardia y se fue a casa. En la puerta se cruzó con la rubia, que parecía cariacontecida, soñando en qué dirían el día que la encuentren desangrada en la pensión.
“El caso de la rubia del carrer d’en Robador, de Lalo Ferrer, había sido un éxito. En una entrega de premios, al estrechar la mano al jurado, Lalo se convenció de que no moriría nunca. No, al menos, mientras siguiera escribiendo. Pero Lalo Ferrer ya no escribía, quizás porque ya se sentía succionado por las corrientes invisibles. Se sentó en la barra y dejó en el mostrador unas cuantas monedas que apenas si pagaban una mediana. El camarero le puso tortilla abandonada. La rubia también había vuelto.
“Lalo, me han dicho que tú escribías novelas de misterio, ¿no?”. Ferrer no quiso corregir el género y asintió. Al fin y al cabo, ¿qué obra que valga la pena no tiene algo de misterio? Nuestra cultura se asienta sobre los misterios. Por ejemplo, el nombre del bar: La cabaña de los ángeles. ¿Qué hacían los ángeles, sin sexo, escondidos en una cabaña? Pero era tarde para preguntarse sobre divinidades, ya no había tiempo ni semáforos en rojo. “Yo quiero salir en una novela”, lo dijo como quien quiere interpretar un personaje en una película o en el teatro. “¿Escribirás sobre mí? Van a matarme, me la he estado jugando, va a ser un crimen muy bonito de leer. Hazme ese favor, quiero dejarlo atado. Me queda poco tiempo”. Se pintó los labios y se fue otra vez a fumar. “¿Cuánto me quedará de vida?”, se preguntó Lalo. No pudo calcularlo: ya no recordaba qué edad tenía, aunque sí sabía cuánto tiempo llevaba sin escribir apenas un relato. Y era demasiado. En la librería de la esquina buscó un ejemplar de El farolillo chino y otros relatos, su primer éxito, y desplegó la contraportada: bajo su foto habían impreso su fecha de nacimiento. Con la ayuda de un bloc de notas, un lápiz y un calendario hizo la resta: 67 años. 5 sin escribir.
“Dios no existe”, dijo alguien en el bar, antes de la visita del Papa. “Puede ser que Dios no exista, también puede ser que sí exista”, comentó Lalo, de pasada, mientras hojeaba La Vanguardia. “Sí, claro. Pero si existe Dios, existe el Diablo, ¿no?, y al revés”, continuó el parroquiano. “¿Y qué? El diablo no me da miedo, aunque existiera, Dios no le dejaría participar”. Parecía un argumento irrefutable. El camarero subió el volumen de la televisión, pero Lalo alcanzó a oír la réplica antes de que el hombrecillo entrara en el lavabo de western: “¿Y si sólo existe el Diablo y no existe Dios? Estamos desprotegidos y a su merced. No hay muchas pruebas de que exista Dios. Pero tienes todas las que quieras para saber que el mal existe”.
Lalo tuvo una revelación, podría ser su próxima novela. Volver por todo lo alto, pretender alcanzar la divinidad hablando de su inexistencia. En casa no podía escribir. Demasiados recuerdos, demasiada inspiración. Cada mañana, Lalo amontonaba todo tipo de folios, blocs de notas y papeles (frecuentemente escribía sus mejores ideas en los dorsos de las facturas bancarias) y uno o dos bolígrafos rojos y se bajaba a “la Cabaña” a escribir, sentado en la barra, en el recodo. Tenía un callo en el corazón –en el dedo– de escribir a mano. Nunca usó máquina de escribir. Pero esa mañana tenía los dedos destrozados. Se había quedado dormido viendo la tele con el cigarro entre los dedos y se había quemado parte del índice y del callo.
La rubia volvió a sentarse cerca, para que el aire acondicionado o los estornudos llevaran su perfume hasta Lalo. “¿Te has decidido?” La rubia olía a ceniza y a calle, casi como los boquerones que Andreu, el camarero, le acababa de servir. Lalo pensaba mejor con el estómago lleno, todo lo hacía mejor con el estómago lleno, y absorbió los boquerones. Margaret, la rubia, imploraba en silencio. “Creo que lo haré”, dijo él. “Gracias”, dijo ella. Y nunca más se supo de Margaret, ni de Margarita, ni del policía suspirante y anguloso. Lalo supo que había gozado de un momento de lucidez, como un relámpago intermitente que te ilumina, pero no deja huella ni rastro. Lalo vomitó los boquerones y se fue a casa. Llegó a ese momento, casi pendular, en el que la luna se pierde y el sol todavía no se ha atrevido a entrar. “Ahora gozo de esta clarividencia, pero al despertar seré un idiota más”. Bebió agua.
“¿Y si escribo con la zurda? Ya que voy a hablar del Diablo no está mal”. Lo que estaba claro es que no podía posponer escribir su futura novela. No era tan malo comenzar tu próxima novela con la izquierda, no para Lalo. Arrancó una hoja pautada de su bloc de notas, rasgó con el bolígrafo para hacer varias pruebas. Cuando creyó que lo tenía dominado arrancó otro folio. En el medio, con letra mayúscula y bien clara escribió las viejas tres letras de siempre: FIN.
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El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de El viejo que escribió novelas policíacas, trigésimo primer cuento seleccionado.
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