Pusieron los víveres en su lugar, entre la alacena y el refrigerador. Llenaron el recipiente de comida del gato que me ronroneaba sobre las piernas cuando me sentaba a leer. Revisaron que mi ropa no estuviera hecha jirones.
Sentadas a la mesa, compartiendo la taza de café, porque yo sólo tenía una en todo el lugar, el sol pegándoles desde atrás, el pelo lacio y largo sobre las caras llenas de sombras, parecían no estar completas.
Me quedé viendo hacia el mundo enmarcado por la ventana, ya sentada en el marco, contemplando el ir y venir del agua que nunca terminaba de llevarme del todo, pero que tampoco me devolvía. El gato me ronroneó y acaricié su cuello anaranjado. Era el gato más feo del mundo, tuerto, con el pelo hirsuto, pero era mío. Más bien, yo era suya. Así funcionaba mejor.
Esa tarde, mis hermanas hablaban en voz baja y yo supe que estaban tramando otro plan para sacarme a la calle. Lo hacían cada cierto tiempo, coincidiendo con el momento en que mi pelo, suelto y revuelto como el océano, necesitaba que lo cortaran. Alguna vez dejamos que me creciera tanto que se me enredaba entre los pies y no podía bailar. Ahora lo manteníamos de un largo flotante, el suficiente para que se escaparan las cabezas de los rizos salvajes.
Cerré los ojos. El sol se escondía. Era momento de cerrar las cortinas para evitar el reflejo en las ventanas. Mis hermanas me ayudaron con el rito y nos envolvió la oscuridad de los que no se quieren ver. Encendieron la lámpara del comedor, una fogata invertida, pendiente del techo. Nuestra cueva iluminada desde arriba.
Alguna vez tuve una vida. Al menos eso decían ellas, que lo que tenía allá afuera era una vida. Recuerdo las cosas como si le hubieran sucedido a alguien más. Calles, personas, trabajo, el abandono. Todo se me había transformado en piedra. Parecía que mataba todo lo que se me acercaba. O tal vez era yo la que moría.
Llegué a no soportarlo. Salí cada vez menos, vi a menos personas, dejé de bailar para todos. Dijeron que flotaba y así lo sentía al principio. Una sacerdotisa ante un altar hecho de mareas de personas. Pero todo se me había transformado y, en vez de flotar, parecía que me iba a engullir el mar, que me iba a despedazar, que quería todo lo que yo le daba, pero más. Pero para él. Para destrozarlo.
Nadie entendió por qué no volví a salir. Al principio, la fila de aventureros en busca de una respuesta era interminable. Todos se iban fríos y duros. ¿Por qué me molestaban? Yo estaba en un lugar en donde no podía hacerle daño a nadie, ni a mí misma.
A las únicas a quienes dejaba entrar eran mis hermanas, siempre juntas, siempre compartiendo algo, sobre todo su preocupación.
El suspiro escapado me sacó de la posición en la que me había puesto inconscientemente. El cuerpo en actitud de plegaria. Listo para adorar. Ésa ya no era yo. Me despojé del fantasma persistente que afirmaba ser verdadero y me senté con ellas.
Supe que hoy había algo diferente en mí, porque me miraban con otra expresión. Había comenzado a sentir esa última transformación unas semanas atrás. El último recuerdo de mi rostro se estaba desvaneciendo. Tenía mucho tiempo de no verme la cara. Olvidarme era el último paso. Por fin llegar a ser nadie, un monstruo sin identidad, nada.
No sé si mis facciones se movían aún. Hablamos de la música que me llevaban en un disco especial. Las vi entrar con el vinilo como si estuvieran blandiendo un escudo antiguo. Era mi pieza favorita. La última que me hizo sentir entera. ¿Por qué querían que la escuchara? No tenía sentido. Si estaba terminando de borrarme, ¿para qué volverme a armar?
Se aseguraron de que no fuera a tirar la mesa por la ventana, sacaron un círculo de la caja, con cuidado para que no recibiera la luz de forma directa. Cuando lo tuvieron fuera, yo estaba hipnotizada por la línea horizontal en que se convertía el disco con el filo frente a mis ojos, absorta en olvidar lo que esa música evocaba. De pronto, pusieron el círculo de frente a mi cara y no pude escapar.
Era un espejo. Bruñido. Plateado. Un escudo contra el olvido y la locura y una puerta de escape.
Me vi. Salí sonriendo de la estatua del monstruo. El ser dueño de mi cuerpo murió, petrificado en una ola de identidad recuperada.
Las tres bailamos hasta el amanecer para flotar, no para triturarnos.
Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.
El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el Comité de Lectura selecciona los relatos finalistas de entre los recibidos antes del 31 de mayo, que se irán publicando en hoyesarte.com. Este es el caso de Escudo contra el olvido, octogésimo quinto cuento preseleccionado.
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