El privilegio de seguirlo terminó en Medellín, hasta ahí le alcanzaron sus ahorros. En realidad no eran ahorros, era el saldo de hipotecar el caserón de su finada madre. Cualquier sacrificio era válido en pos de esa crónica. En su mente la tenía casi lista, solo necesitaba un buen remate, algo así como el epílogo de una obra maestra. Por eso, antes de despedirse del ídolo, Quintanilla se animó:
—Zorzal…
—Sí, nene.
—Ya lo molesté con vida y obra, pero me queda algo en el tintero.
Gardel le obsequió media sonrisa, que implicaba un “te voy a responder”, pero también un “apurate”. Parecía cansado. Tantas ciudades y multitudes, histerias femeninas y masculinas, miles de autógrafos. Y para colmo esos vuelos temblequeantes, en aviones con remaches mal sellados.
Quintanilla asumía que él también, en cierta forma, era un predestinado: había nacido para formular esa pregunta. Su mamá, doña Camila, había sido una soprano destacada en el Conservatorio de Bogotá. Y también una médium encubierta. A cargo de un hijo, sin esposo y peleada con su familia, debió optar entre sus dos vocaciones. Decidió lo más sensato: su intimidad con los espíritus era más redituable que la lírica. El pequeño Quintanilla mamó desde la cuna sobre teosofía, auras y transmigración de las almas. “La ciencia del futuro”, decía su madre, y él le creía. Cómo no, si le mostraba fotos de sus colegas neoyorquinos, con ramalazos de energía surgiendo de sus manos. La Biblia lo explicaba confusamente, le decía Espíritu Santo, pero era ectoplasma, una sustancia intermedia entre el espíritu y la vulgar materia.
Por su casa, la que había hipotecado un mes atrás, el pequeño Quintanilla había visto pasar a legiones de deudos: viudas lloronas, huérfanos, amigos leales. Todos pagándole fortunas a su madre por un minuto de su don. Los billetes equivalían a un adiós trunco, o a un perdón imprescindible, o a un póstumo “te quiero”. Casi siempre era parodia, un cóctel de sugestión, más penumbra, más espejos inclinados. Pero algunas veces, muy pocas, el gesto de su mamá era inequívoco: alguien más la habitaba. Su voz dulce, transformada en ronca y ominosa; precisiones que solo el occiso podía conocer; un viento espectral soplando en la sala. Después Quintanilla fue creciendo y el mundo le ganó. Al fin y al cabo, las marquesinas brillaban más lindas que el ectoplasma. Pero el día que escuchó a Gardel por primera vez volvió a ser el chico de antaño.
El Morocho del Abasto se transformó en su obsesión. Estudió tanto sobre el Zorzal que se volvió un experto sobre su vida y su voz. Lo más destacable era su formación vocal de ópera: tenor hasta 1933 y después barítono ligero. También su dicción clara, los adornos precisos y la expresión teatral. Hasta se permitía travestir las “N” finales en “Erres”. Sonoridad, potencia, matices. El tipo era una voz completa.
Algunos críticos iban más allá, afirmaban que su espíritu le ganaba a la garganta: imponía un susurro de intimidad en los fragmentos sentidos, fraseos cancheros en las milongas amenas, tragedia a lo Wagner cuando cuadraba. Nadie, absolutamente nadie, podía reunir a tantas voces en una. Era el juicio de un admirador incondicional, pero también una afirmación con fundamento. La ciencia física no admitía tal variedad de registros en las cuerdas vocales de un mortal. Por eso, durante la extensa travesía que compartió con el ídolo, Quintanilla planeó su última pregunta como un Napoleón su Austerlitz. Debía ser precisa y corta, para no dejarlo escapar. Inquietante, para llamar su atención. Astuta, para obtener solo una respuesta veraz.
Gardel lo estaba palmeando.
—Dale, nene, te dormiste una siestita.
El muchacho reaccionó. Era en ese instante o nunca.
—Maestro, explíqueme su voz. —En su plan seguían dos segundos de silencio, reforzados con una mirada intensa—. O mejor todavía… cuénteme su pacto con el demonio.
El Morocho se echó hacia atrás.
—Pibe, si conociera a ese malandra, los pingos ya me habrían vuelto millonario.
Quintanilla también había preparado un retruque.
—Sabemos que a usted los caballos lo apasionan. Pero puesto a elegir, con un único deseo en el mazo, se la jugó por el canto.
El Zorzal amagó responder y frenó sus labios. Se quedó mirándolo, muy serio. El muchacho apeló a su último recurso, una clave esotérica que le había enseñado su mamá. Estiró la mano para un apretón, con el anular y el mayor recogidos.
—“El tres veces grande” —musitó en tono cómplice.
Gardel relajó su gesto, y armó la mano con idéntica combinación de dedos. Apenas uno o dos segundos, para empatar a Quintanilla. Después le estrechó la diestra como cualquier varón, bien fuerte y sin claves.
—“Hermes Trismegisto” —musitó, guiñándole un ojo—. Vos me contaste que tu vieja era bruja, ¿no? O vidente, o que hablaba con el más allá.
—Algo así.
El Morocho lo midió de arriba abajo, como un catador saboreando un vino especial.
—Entiendo, estoy hablando con un iniciado, no con un gil de cuarta. —Desde el avión ya le hacían señas para que se apurara—. Mirá, nene, digamos que alguien, y no le calcemos el sayo de diablo, me pasó una fija imbatible. Y viste como son las cosas, nadie se resiste a una fija, y menos un burrero como yo. —Lo tomó del brazo, en dirección a la nave—. Hay gente más piola para explicar estos temas, pero dicho en criollo sería así: el tiempo no es una flecha lanzada, es un espiral que se enrolla y desenrolla. Y encima lo hace para un lado o al revés. El día que Dios hizo al tiempo andaba empinado, le salió como una perinola loca. En esa serpentina asomamos la cabeza muchas, muchísimas veces. Y aunque varíe la pinta, siempre somos el mismo. —Sonrió con picardía—. ¡Si vieras el hindú que fui una vez!
Quintanilla intentó imaginarlo con taparrabos y un tercer ojo. Fue imposible, en su cabeza siempre aparecía con galera al bies, bastón y chalina, como un dandy cosmopolita.
—Lo que te voy a contar es muy loco, y olvidate de publicarlo, salvo que te gusten las camisas de fuerza. —Su paso apurado lo arrastraba—. Cantar es mi vida, y cuando estoy en el escenario no canto solo. Les doy permiso a los antiguos y a los futuros, a todos. A veces nos turnamos, y otras hacemos un coro. —Lo espió de reojo—. ¿Entendiste algo?
—Sí, maestro… —murmuró Quintanilla, y se tildó un segundo—. Pero no debe haber conseguido gratis la fija. Digo, debieron exigirle algo a cambio.
La risa del Zorzal sonó como una multitud.
—Mirá que resultaste piola, nene. ¡Sube uno más! —les gritó a los que montaban la escalerilla—. Este pibe viaja con nosotros.
—Pero, Carlos, yo…
—Pero nada. Algún día, en muchos, muchísimos años, planeo escribir mis memorias. Y estaría bueno ir adiestrando a mi biógrafo.
Mientras el trimotor iniciaba su lento carreteo, Gardel le susurró al oído.
—Ojo, no te entusiasmes con las brujerías de tu vieja, son contratos que siempre esconden una trampa. En un rato aterrizamos en Cali y te explico.
Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores [1] y de la marca de comunicación Alabra [2], convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.
El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023
Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO
Fallo: 31 de agosto de 2024
Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024