Apenas los Reinoso abrieron el taller el retrato de los muertos se convirtió, como era de esperar, en una cuestión de moda y de buen gusto.
Siempre fueron gente habilidosa. Se sabe que cuando el muerto muere, pasa una etapa de cierta tristeza, porque pierde sus cosas, su cuerpo y la gente no lo vuelve a mirar de la misma manera. Generalmente, o al menos siempre ha sido así en mi familia, los fantasmas se toman algunos días para pasear por los lugares que frecuentaron en vida y, como nunca hablan mucho, acuden a despedirse de un reducido número de amigos.
Ese era el momento en que los Reinoso, lectores fieles de la página de esquelas, se aparecían en la casa.
Había que verlos llegar, con una maleta prodigiosa de la que sacaban cámaras, maquillaje, candelabros, utilería y una especie de esqueleto exterior que les servía para sostener el cuerpo sin vida y darle una pose determinada.
Cada vez que retrataban a un muerto, la familia quedaba comprometida con un vínculo fotográfico que duraba, por lo menos, hasta el juicio final. Porque habría que ver, decían ellos, si en el fin de los tiempos no nos llaman también para hacerle fotos a los condenados.
La primera vez que los Reinoso fotografiaron a un cadáver fue en mi casa, a mi tío Gaspar. De manera que entraron explicando su ética mortuoria: Nunca retrataban a nadie con su fantasma presente. Sin embargo, tío Gaspar está registrado en los anales del pueblo como el sujeto más insoportable, meticuloso y detallista que se haya conocido jamás.
Y, por añadidura, como no tenía amigos se la pasaba vigilando su cadáver.
Los Reinoso estaban empezando en el negocio y como no les convenía maltratar a su primer cliente lograron, después de dos horas de argumentos, que el muerto accediera a ser fotografiado. Pero no me voy ni por lo que dijo el cura, advirtió Gaspar.
Los fotógrafos comenzaron su trabajo maquillando el cuerpo: le dejaron los cachetes como dos tomates colorados y le abrieron los ojos. Lo vistieron con un uniforme de policía, que tío Gaspar usó cuando el gobierno de Menocal, y a pesar de los ruegos del fantasma también le tiñeron el bigote.
Mi tío, ingenuo, imaginó que le tomarían una foto sencilla y marcial, cerca de una ventana. Pero como los Reinoso eran jóvenes y experimentales quisieron retratarlo en distintos escenarios. El muerto posó, con la ayuda del mecanismo esquelético, oliendo las flores del jardín, cargando a los niños, alimentando al perro, organizando las tropas locales, bebiendo el té con su esposa e hijos y, por último, entrando al ataúd con las manos alzadas, como quien se despide para ir a un largo viaje.
Mientras, la familia atendía a los visitantes que llegaban a presenciar el espectáculo, sirviendo garrafas de vino, tazas de café y tragos de ron barato.
El fantasma de mi tío Gaspar quiso morirse de nuevo por culpa del disgusto. Pero como no pudo, sencillamente no volvió a dirigirle la palabra a la familia y se marchó a la eternidad, prescindiendo de los papeleos habituales.
Mi familia nunca volvió a llamar a los fotógrafos de muertos. Pero se descubrió, en cambio, una manera eficaz de mandar a los difuntos al otro mundo, sin mayores molestias que una fotografía en blanco y negro, que uno puede mirar si la nostalgia de los vivos por el muerto es demasiado fuerte.
Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
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