Nadie se movió de su butaca. El pasmo se apoderó de la mayoría. Algunos pocos se descalzaron para sentir el contacto tibio con el agua. El general, en cambio, levantó los pies para que sus zapatos charolados no se arruinaran; había asistido a la gala con el uniforme a pesar de que llevaba dos años retirado. Lo hizo con aplomo para que su figura no se descompusiera. A los cinco minutos tuvo que resignarse porque se le acalambraron las piernas.
Cuando descansó sus pies, el agua ya le llegaba al nacimiento de los tobillos. Lo asaltó el recuerdo de su mujer. A ella le hubiese encantado estar allí. Desde que lo habían jubilado todo era soledad.
El agua creció hasta las pantorrillas. El señor que estaba a su izquierda, Rosales, se arremangó los pantalones y se inclinó para revolver el agua con las manos. El general se giró para observarlo y Rosales le devolvió una sonrisa ilusionada. El general ensanchó las comisuras de los labios en algo que pretendía ser una mueca de reciprocidad. La muchacha sentada a su izquierda, Carolina, comunicaba la misma alegría que Rosales. Y muy probablemente que el resto de la sala. Desde su lugar el general no podía verificarlo, aunque las interjecciones que se escuchaban lo sugerían.
A partir de allí el agua comenzó a subir cada vez más rápido. El ritmo crecía en armonía con la concentración de Fumanchú, que hierático apretaba los párpados y mantenía los brazos suspendidos marcando el pulso de la riada. Su gesto reconcentrado contrastaba visiblemente con el gozo deportivo que había mostrado en el truco anterior. Aquel primer número (la función constaba de dos solamente) en que había pedido al público el reloj más costoso de todos. El general se apresuró a pararse convencido de que su Citizen chapado en oro cotizaba por encima del resto. Era un pueblo chico y las fortunas no abundaban. Sin embargo, no fue el único. Doña Marta, la viuda del joyero, también ofertó el suyo: un Omega cromado y elegante, con diseño clásico de mujer. Fumanchú examinó y sopesó ambos a la vez, como si buscara determinar su peso y su valía. Cuando luego de ese escrutinio teatral se decidió por el suyo, al general se le iluminó el rostro y se reacomodó en su asiento presumido, como si ganar esa subasta hubiese ratificado su natural autoridad.
En un preludio espectacular, Fumanchú exhibió el reloj por toda la sala para que cada uno de los presentes pudiera apreciarlo. Cuando regresó al escenario volvió a enseñar el Citizen alzándolo por encima de su cabeza y trazando un semicírculo con su cuerpo para que se percibiese desde las plateas laterales del teatro. Cuando consideró que la exposición había sido suficiente se agachó ceremonialmente y lo depositó en el suelo. Hincó la mirada en el general y, mientras se acomodaba el moño del frac, aplastó el reloj con un soberbio pisotón. Por si alguien guardaba alguna duda sobre su acto terrorista insistió en prensarlo contra el piso comprimiendo su suela y usándola como eje para hacer pequeños movimientos rotatorios. Mientras lo hacía, dedicó una sonrisa insolente al general.
El público estalló en un uuuh escandalizado. El general reprimió la interjección y, a pesar de que se le revolvieron las tripas, mostró una total desafección. Acicateado por la reacción de los espectadores, Fumanchú volvió a sonreír, sólo que en esta ocasión lo hizo festivamente. En un gesto superfluo para la realidad de las cosas, aunque no para el espectáculo, recogió el reloj y lo expuso para que el público comprobase cómo lo había pulverizado. Sin mediar ninguna maniobra bajó del escenario, se encaminó morosamente hasta la butaca del general y le tendió el reloj con una reverencia. Luego le pidió por favor que lo alzara y se lo enseñara al resto. El Citizen estaba intacto. Asombrado, el público coincidió en un aplauso unánime y eufórico. El general, sin embargo, aplaudió por compromiso, para no develar la humillación que sentía. Por si fuera poco, Rosales le pidió el reloj para ratificar con sus propios ojos que estaba indemne y le preguntó si no se trataba de otro. Cuando el general, serio y apenas moviendo su cabeza, le respondió que efectivamente era su Citizen, Rosales ya se lo había dado a su vecino. El reloj pasó de mano en mano y el general tuvo que soportar que cada uno que lo recibía le dedicase una mirada interrogativa para verificar la autenticidad del mismo. Por suerte, cuando el reloj desembarcó en la otra fila, dejaron de sondearlo; el que lo cedía se encargaba de contarle al otro que era el Citizen que el general había usado toda su vida; aquel que le legó su padre.
Estaba abrochándose el reloj cuando sintió el agua a la altura de los pulmones. Tuvo que inhalar profundamente y acompasar el ritmo de su respiración. A Carolina y a Rosales, que eran más bajos, el agua les cubría el cuello. A diferencia de él, no manifestaron ningún signo de alarma. Al contrario, bajaban y alzaban la cabeza y aleteaban con los brazos como si estuvieran zambulléndose en ese océano ilusorio que proyectaba Fumanchú.
En ese momento, cuando la línea del agua promediaba el rostro de muchos (niños no había), el general vio como una pareja que estaba sentada en la fila de adelante huyó despavorida. Rosales se giró hacia él, cabeceó en dirección a la pareja y se rio con suficiencia. El sonido de pasos atropellados le indicó al general que algunos de las filas de atrás también se daban a la fuga.
Las deserciones no alteraron a Fumanchú, que continuó estacado en el centro del escenario con los párpados y las sienes cada vez más apretados, los brazos extendidos y las palmas vueltas hacia el techo. Moviendo los cuatro dedos delgados hacia arriba y hacia abajo todo el tiempo, seguía haciendo crecer el volumen de agua.
El general rezó para que ese mago endemoniado se detuviera de una vez. Pero el conjuro no dio resultado y tuvo que alzar el mentón para poder poner la boca y la nariz en zona de oxígeno.
Su uniforme empapado se había convertido en un lastre y deseó poder arrancárselo. Por lo pronto se deshizo el nudo de la corbata y se desabrochó el saco y el primer botón de la camisa. La parte del rostro que no había sido conquistada por el agua (de la nariz hasta el cuero cabelludo) estaba tan sudada que era como si el agua ya hubiera llegado a ese punto. Oteó a Rosales y a Carolina que seguían aleteando alegremente y agradeció que no lo estuvieran observando. Odió ese pueblo de mala muerte donde todo el mundo se conocía.
Volvió a sentir el impulso de pararse, pero se contuvo. Había resistido estoico hasta ese momento. El número llevaba cuarenta y cinco minutos desarrollándose. No podía durar mucho más, se consoló.
Cuando el agua tapó su boca empezó a inhalar y a exhalar tan rápido que estuvo a un paso de la hiperventilación. Sintió cómo el agua llenaba sus pulmones de a poco. No resistió más y comenzó a toser para expulsarla.
Desesperado, buscó la Browning. En un mismo acto la desenfundó y la afianzó.
Fumanchú cayó desplomado. Y con él, el embrujo del agua.
Más sobre el II Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
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Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021
Cierre: 7 de julio de 2021
Fallo: 6 de agosto de 2021
Acto de entrega: 21 de agosto de 2021