Cuando salí del edificio una ráfaga de flashes me envolvió dejándome ciego, impidiendo que viera los cientos de manos que se acercaron para estrechar las mías, obligándome a moverme a tientas a través de un sinfín de voces distintas que me daban la enhorabuena.
Ante aquella muestra de reconocimiento y éxtasis me invadía la incredulidad, no articulaba palabra alguna, solo andaba hacia delante y sin saber cómo, llegué al taxi que me trajo hasta mi casa. En la entrada me esperaba un grupo de amigos, de los cuales solo reconocí a dos o tres. Uno de ellos me pasó el brazo alrededor de los hombros y agarrado a mí me pidió que sonriera un poco, que con esa cara tan seria parecía que acababa de llegar de un funeral y así no podía celebrar mi triunfo. Aquella marabunta de gente me siguió al interior de la vivienda y se adueñó de ella hasta altas horas de la madrugada. Mientras yo los miraba absorto desde el sillón que normalmente uso para leer, ellos descorcharon varias botellas de champán que habían traído y de las cuales no fui capaz de probar más que unas gotas. Una vez que acabaron con ellas se dispusieron a atacar el poco alcohol que poseía en la vitrina y hasta que no quedó nada, no se dignaron dejarme tranquilo. No les importó que les dijera que estaba agotado o que se había apoderado de mí un dolor que martilleaba mi cabeza. Ellos hablaban y hablaban de la maravillosa música que había compuesto, imitaban mi pose sentados frente a mi viejo piano y varias veces me pidieron que les tocara algún fragmento de la gloriosa pieza. Yo me negué reiteradamente, de la forma más educada que me permitieron mis nervios, pues, a pesar de que deseaba fervientemente que se marcharan, no quería ofenderlos. Al fin y al cabo, se sentían contentos por mí, por mi suerte, y sabía que no era correcto tratarlos de forma despectiva.
Cuando el último de ellos cerró la puerta tras de sí, una tenue luz anaranjada empezaba a asomar entre las cortinas del cierre del salón. El haz que proyectaba atravesaba el piano y dejaba entrever las motas de polvo que flotaban a su alrededor. Sobre la madera caoba brillaba la carpeta negra donde había guardado la partitura. Me acerqué a ella para abrirla. Tomé las gruesas hojas y solfeé detenidamente su contenido. El nudo que apretó mi corazón durante el concierto volvió a hacerlo, pero esta vez no intenté controlarlo, dejé que explotara en mi interior y diera lugar a la desesperación, por no decir a la ira. Me volví loco levantando todos los cojines del sofá, abriendo cada puerta, cada cajón, de cada armario, de cada cómoda. Recorrí todas las habitaciones, incluido el cuarto de baño. Al final me tiré al suelo y repté como una alimaña en busca de su presa, desesperado, con los ojos muy abiertos, sin parpadear para no perder ni un segundo el campo de visión.
Cuando ya estaba a punto de levantarme descubrí que algo sobresalía por debajo de la alfombra de la entrada. Al acercarme comprobé que era la esquina de un papel y al tirar de él me encontré con aquello que buscaba. A continuación, lo coloqué en el lugar que le correspondía, entre los otros papeles que conformaban mi obra. Me tumbé en la cama, con el tocho de folios sobre mi abdomen. Entonces pensé en todos los meses que había pasado componiendo aquella música. En todos esos días de sol sentado en la penumbra del cuarto de estar mientras los niños jugaban alegres abajo en las aceras. En las noches cálidas de verano en las que no llegué a admirar la caída de las estrellas fugaces en el cielo, pero en las que tampoco me rendí al sueño. Volví a experimentar el ardor del estómago recriminándome la falta de alimento, porque me encontraba tan absorto en mi tarea que hasta de comer me olvidaba. Recordé todos los tachones que había realizado, las hojas que había rasgado en trizas o arrugado hasta convertirlas en pequeñas bolas irregulares que terminaban en la basura. Porque tenía que componer la pieza perfecta, ese era mi objetivo y hasta que no lo conseguí no paré. Temblé al rememorar el instante en que alcancé mi meta. Lo supe porque al tocar aquellas notas lloré en silencio, desde la primera de ellas hasta la última. Era tal el sentimiento que había puesto en aquella música, tal la dedicación y el esfuerzo que cada fibra de mi cuerpo reaccionaba al oírla. Estaba tan orgulloso, tan feliz con lo que había conseguido, que mi única ilusión consistía en compartir aquello con los demás. Por eso ofrecí el concierto, su razón era dar a conocer mi creación para que todos la disfrutaran, pero no lo conseguí. No como yo quería, pues había sucedido algo que no me dejó interpretar la partitura completa. Al guardarla en la carpeta de camino al teatro, una de las hojas cayó y se metió debajo de aquella alfombra maldita sin que lo notara. No fue hasta que toqué la música cuando me di cuenta. Todavía no me explico cómo me sobrepuse al percance y continué como si nada hubiera sucedido. El público, totalmente entregado, no se percató del salto que dio la melodía. Sin embargo, yo no dejé de escucharlo una y otra vez durante toda la noche. Ese fallo me impidió disfrutar del momento, no podía sentirme orgulloso de aquello que los demás admiraban.
Sonó el teléfono, pero no tenía ganas de cogerlo, así que su tono continuó insistente, como el llanto de un bebé que pide la atención de su madre sin conseguirlo y al final se calla rendido. Una vez que volvió el silencio puse la radio. En las noticias se hablaba de mi interpretación y anunciaron que las entradas para los próximos recitales se habían agotado. Me senté junto al piano y encendí un cigarrillo. Di una calada profunda y observé el humo que salía lento a través de mi boca. Lo había decidido. Ya nadie volvería a escuchar aquella pieza, ni la original que yo tanto amaba, ni la amputada que había conquistado a la audiencia. Acerqué el cigarrillo al libreto y una por una quemé todas las páginas. No quedó nada de ellas, solo un fino polvo que se esparció por las superficies de toda la estancia. Después cogí una maleta, que llené con mi ropa y unos pocos objetos a los que tenía cariño. Dejé la ciudad sin dar explicaciones. Daba igual hacerlo, nadie lo entendería. El único que lo entendía era yo, y para mí eso bastaba.
Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.
Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.
El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022
Cierre: 24 de junio de 2022
Fallo: 10 de octubre de 2022
Acto de entrega: Último trimestre de 2022