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La ruptura de los parques

Debe ser que escribo. Sí, escribo mucho. A veces, incluso, cosas que se parecen a la literatura. Batallo con la hoja en blanco como recomendaba Camilo José Cela —por al menos diez horas seguidas—, con la esperanza de que algo bueno salga. (Es consuelo de ingenuos que algo bueno salga). Lo único que he conseguido, sin embargo, es llenarme la cabeza de sombras, ecos, falsificaciones abyectas. He comprobado que existe gente que no produce una buena oración después de diez ni de veinte ni de cuarenta horas seguidas. Pero ¿qué gano con quejarme? Los escritores, de cualquier manera, son con mucho los tipos menos poéticos del mundo. Mira que pasarse la vida al acecho de una historia interesante, de una secuencia impecable, de una imagen sorprendente, y que después de tanto esfuerzo y desvelo, lo que resulte sea un garabato… Hay consejos geniales que rayan en la estupidez y la tristeza. Ni siquiera por otra Ilíada se justifica tal cantidad de tiempo malgastado.

No, yo lo que escribo son cosas que me mantienen comiendo al menos una vez al día, con suerte dos. Migajas a destajo que se caen de la mesa opípara de mis amigos publicistas: siempre hay un jingle que crear, un guion que corregir, una nota de prensa que agilizar… Minucias que no harán ni artista ni famoso a nadie.

Sin embargo, de un tiempo a la fecha me he dado cuenta de que poseo un poder sobrenatural. Ah, me saliva la boca cuando pienso en él. Me froto las manos; me explota un volcán en el estómago de la emoción. Hoy me atreveré a confesarlo. Un momento… ¿Lo diré así, tan fácil? Lleva meses arrullándome en las noches, nutriéndome con su pezón dulce, matándome el hambre con ensueños, ¿y yo lo expondré en una vitrina como un monstruo de circo? Bueno, bueno, ¿qué importa ya? Igual las personas piensan que los escritores dicen puras mentiras: creerán que esta es una más de ellas. Aquí voy. Que los ángeles caídos me protejan. Mi poder es… (redoble de tambores, marcha triunfal de trompeta, serpentinas)… Mi poder consiste en que puedo escribir la realidad.

¡Sí, la realidad! Así como suena. Escribo, por ejemplo, es una tarde lluviosa y, aunque hayamos estado achicharrándonos por el sol, empieza a caer una garúa persistente que termina en tempestad cerrada. Anoto, la vieja va a pasar por mi lado y dirá buenos días. Y aparece una vieja de la nada y hace lo propio. Garrapateo, a un chico se le cae la paleta, y de repente oigo el llanto de un infante. Me volteo y, en efecto, descubro el helado a los pies de un niño. ¡La realidad! ¡La realidad! Tan inverosímil como se oye. ¡La joya de la corona! ¡El final del arcoíris! El sueño de Galdós, de Flaubert, de Dostoievski, incluso de Zola y Hugo. El espejismo de los historiadores. ¡Ah, si me vieran Heródoto y Spengler! ¡Si pudiese ufanarme ante Hegel y Condorcet!

¿Que cómo me di cuenta de que poseía tal facultad asombrosa? Muy sencillo. Escribiendo.

Tengo la afición de sentarme a escribir en los parques. Todos los días me meto en un pantalón raído de pana, me echo el impermeable encima del saco, me calo el chambergo casi hasta los ojos y me largo a visitar parques públicos. Por increíble que parezca en el calor bochornoso de Miami, juro que eso es lo que hago. Convengamos en que he prometido representar al gremio aciago adondequiera que vaya. Pero lo principal no es la vestimenta, lo principal es tener un ojo entrenado para escoger un lugar a la sombra, con buena entrada de viento y alejado del bullicio. Cuando doy con él, echo mis miserias allí y recuesto mi cabeza en el regazo del ocio, que es el mejor compinche del arte. A decir verdad, a veces me tiro a dormitar en un banco. (Una tarde un gamberro me puyó con un palo a ver si estaba vivo). Otras veces me da por contemplar a los corredores, cómo saltan esas carnes oprimidas al ritmo de zancadas intrascendentes: un verdadero culto a la licra. U observo a los niños comiendo tierra, llorando, peleándose por un juguete, mientras sus madres hablan por teléfono.

Llega el momento en que me harto de mirar sin hacer nada, entonces saco mi libreta del bolsillo interior del impermeable, la abro en la última página emborronada y, ah… el oasis. Comienzo a declinar una historia. Escribo algo así:

Deambulaba por el centro cuando una mano se posó sobre mi hombro. Volteé como si nada y lo primero que vi me escalofrió de alegría. Apreciada a contraluz, la mujer que me había detenido guardaba una semejanza increíble con Paulina, mi esposa, la cual llevaba años muerta.

Aquí me freno. Por supuesto que no me he trasladado materialmente al centro de la ciudad como reza el párrafo. Eso sería una tontería de la altura de H.G. Wells. No. Yo he permanecido inmóvil en el mismo sitio todo este tiempo. Pero, si me fijo a lo lejos, enseguida alcanzo a divisar que una mujer camina en mi dirección. Me tapo los ojos con las manos; el sol me pega de frente. Y, a través de las rendijas que dejan abiertas los dedos, soy capaz de detallarla. La forma de maquillarse, la silueta del cuerpo, el cabello… Tiene más que un aire a Paulina. La semejanza es patente, escandalosa. ¿Cómo alguien puede parecérsele tanto? Pero no la detengo, no indago. En mi libreta he escrito que Paulina fue mi esposa. Mentira. Una mentira patética. Paulina se fue con otro. (La verdad ridiculiza un poco en este oficio). Por eso y porque siempre he creído que es inútil remover las cenizas pretéritas, dejo que siga de largo.

Lo sé. Escribo tonterías. Un manganzón que se cae del columpio. Un señor respetable que echa un piropo grosero y se avergüenza. Malcriadeces. Nunca me he atrevido a concebir una gran obra. Pararme frente a la Casa Blanca, por ejemplo, y decretar la erradicación del hambre, la paz mundial, la desaparición de los calzoncillos ajustados… Es que, como en todo, hay que medir las consecuencias de lo que uno hace. ¿Qué tal si eso ocasiona la debacle de la casa publicitaria para la que trabajo o que Wall Street se desplome y los precios se disparen? ¿Y entonces qué? Los demagogos de siempre, la revolución, gente peleándose en las calles por bolsas de basura… No, no. El mundo está mejor como va. Detesto la épica.

Solo una vez intenté una empresa atrevida. Tuve un buen pretexto. Había de por medio una mujer hermosa. Empecé a escribir —para conquistarla, claro—, pero me sentí espiado. Más que espiado, criticado, corregido. Se puede hacer mejor —dijo alguien. ¿Mejor que quién? —pensé. Oí murmullos, palabras sueltas. Volteé a todas partes. Detecté a un ser sombrío a tres bancos de distancia. Botas militares, pantalones rotos, suéter de lana… Dios mío, qué personaje fantástico. ¿Por qué empecé a caminar en su dirección? Aún hoy lo desconozco. Él también me observaba, pero sus movimientos eran erráticos. Cruzaba una pierna, la bajaba; tamborileaba con sus dedos en la madera, silbaba. En un pestañeo de mi parte, no aguantó más el nerviosismo y aprovechó para salir corriendo. Una cosa resbaló de su regazo. La prisa le impidió notarlo. La tomé. Era una libreta barata, de esas que se cierran con una banda elástica. La abrí. Caligrafía puntiaguda. Casi todas las páginas estaban tachadas. A lo sumo se salvaba una oración, una frase, incluso una palabra. Tipo exigente o un completo idiota —pensé. También había versos absurdos:

Pinesol, Pinesol, Pinesol,

te deja la casa como un sol, sol, sol.

Unas oraciones que leí a vuelo de pájaro iniciaron el pánico: Mi vida siempre me ha parecido un poco fantástica. Nací y me crie en Camagüey…

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.

El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de La ruptura de los parques, trigésimo tercer cuento seleccionado.

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