Hacía ya tres años que su hijo Amador se había casado con Bittori y habían venido a vivir al caserón de Mendilarra en Bera. Tres años en los que apenas se habrían visto de no ser por su visita semestral. Solía aprovechar el viaje para llevarle a su nuera cosas que no podía comprar en el pueblo. Esta vez las sábanas de hilo fino con sus iniciales bordadas iban a reponer el ajuar que habían perdido con el incendio que habían sufrido tan solo dos semanas antes. ¡Maldito incendio! Se lo había quitado todo. Solo les quedaba la casa y ahora Amador se empeñaba en reconstruirla y volver a rehacer su vida en aquel paraje perdido.
–¿Por qué no vuelven a Pamplona? –se preguntaba Petra mientras sujetaba la bolsa para evitar que cayese por la inercia de la curva doscientos veintitrés. No les queda ya nada en esa casa del demonio y además está el tema del bebé. Pero bueno, son jóvenes, pronto tendrán más hijos. Sin embargo, a Bittori la noto cada vez más gris y decaída por teléfono. Tengo que hablar seriamente con mi hijo. ¡Si hubiera podido estar con ellos en el entierro! Pero con la operación de mi muñeca no estaba para hacer este dichoso viaje.
En estos pensamientos estaba cuando vio que entraban en la recta final de su travesía. El ayuntamiento se adivinaba al final de la calle. El conductor avisó de la llegada a destino, recordando a los viajeros que no olvidasen recoger todas sus pertenencias.
Petra cogió la bolsa y dando un suspiro se levantó de su asiento. Avanzó por el pasillo hasta llegar a la puerta de salida y fue bajando las escalerillas del autobús. Tres pasos, dos escalones y sus zapatos negros, planos y desgastados se posaron sobre la calzada.
Llovía pero no hacía frío. Un típico día de otoño en el norte de Navarra. Petra miró hacia lo alto. Todavía le esperaban cinco kilómetros de subida hasta llegar a Mendilarra. Agarró con firmeza la bolsa con su mano derecha y, con caminar cansado, inició el ascenso por el sendero que llevaba al caserío.
Serían ya las seis cuando llegó a la casa. Justo en el lado derecho de la misma había un huerto donde su hijo plantaba algunos vegetales que luego vendía en el mercado del pueblo. Allí, con una rodilla en el suelo y apoyada en la azada, se encontraba Bittori dando la espalda a la recién llegada. Parecía estar escarbando la tierra en busca de algo, concentrada y sin darse cuenta de la presencia de su suegra. Petra la llamó por su nombre, pero ella pareció no oírle. Repitió de nuevo la llamada con un tono algo más alto. Entonces Bittori se quedó inmóvil. Levantó la cabeza despacio y fue girándose a cámara lenta hacia el lugar del que provenía la voz.
Cuando por fin pudo verle la cara, el corazón de Petra dio un vuelco. Parecía haber envejecido veinte años. Tenía los ojos cansados, marcados por unas profundas ojeras y esas quemaduras en el lado derecho del rostro que todavía mostraban su piel en carne viva.
–¡Dios mío, querida! Ha sido todo terrible… –dijo dejando la bolsa en el suelo y acercándose a su nuera. Petra la agarró con fuerza y Bittori, simplemente, se dejó abrazar como un muñeco roto y sin vida.
–Vamos dentro –dijo Petra mientras la sujetaba del brazo. Bittori la siguió en silencio y juntas entraron en la casa.
Subieron las escaleras que llevaban a la cocina. El fuego estaba encendido y una cesta con calabazas reposaba sobre la encimera de la cocina de leña.
–Iba a preparar sopa, siéntese mientras voy cortando las verduras. Seguro que está cansada del viaje–. Esas fueron las primeras palabras que dedicó Bittori a su suegra. Las pronunció sin levantar los ojos del suelo mientras dejaba a Petra, con su bolsa, sentada en la mecedora. Esta se encontraba justo al lado de la hoguera que crepitaba en el lateral de la cocina, junto a la mesa en la que solían comer.
–¿Por dónde anda mi hijo? –preguntó Petra mientras se recostaba en su asiento, depositaba las sábanas en el suelo, a sus pies y se quitaba los zapatos.
–Descansando, luego lo verá –contestó Bittori.
La cocina había resultado indemne a los daños del incendio. Sólo podía intuirse el desastre por el color negro que tiznaba las paredes y el techo y ese olor a quemado que impregnaba toda la casa.
–¿Cómo fue todo, maitia? ¿Qué pasó?
Bittori inició el relato de lo ocurrido con un tono apagado y sin levantar los ojos de la encimera de la cocina donde, con el cuchillo, iba cortando los trozos de la calabaza de manera rítmica y pausada. El golpear de filo contra el mármol de la cocina acompañaba a sus palabras.
–Esa tarde hacía mucho calor. Serían las cuatro. Acabábamos de comer. Yo me fui a la habitación a echar la siesta. El bebé estaba jugando en su cuna en el granero con Amador mientras él apilaba la leña que nos había llegado esa mañana. Iba a ser el primer invierno del pequeño en la casa y no queríamos que pasase frío. No sé qué le pasó a Amador. Algo le hizo dejar al bebé allá arriba solo. Creo que un vecino le avisó de que había un lobo rondando la casa. Se puso como un loco, cogió la escopeta y se fue al monte. Debió olvidar un cigarro encendido apoyado en el borde de la ventana. El fuego prendió rápidamente. Me sacaron de casa casi asfixiada por el humo. Amador lloraba y repetía que le perdonase una y otra vez. El funeral fue hace una semana. Amador no ha parado de pedirme perdón, pero yo no puedo hacerlo, no puedo olvidar a mi niño, no puedo perdonarle.
Petra la observaba. Ni una sola vez mientras contaba lo ocurrido Bittori se había vuelto a mirarla. Solo veía su espalda y el movimiento de su mano izquierda mientras sujetaba la calabaza y la cortaba con el cuchillo de su mano derecha.
–Tienes que hacerlo, es tu marido –dijo Petra. Dando un suspiro se apoyó en los reposamanos de la mecedora, se levantó con esfuerzo cansado y dando por zanjado el asunto dijo:
–Te he traído unas sábanas para reponer el ajuar como te dije. ¿Dónde quieres que las deje?
–En el baúl de la habitación de invitados donde está Amador –contestó Bittori mientras seguía troceando la calabaza. Pronto cenaremos.
Petra se dirigió hacia la estancia al fondo del pasillo. Abrió la puerta y vio las dos camas, con sus colchas blancas, adosadas a la pared de la ventana y, a sus pies, el viejo baúl de madera que guardaba el ajuar de la pareja.
Se acercó al mismo y se arrodilló para abrir la pesada cubierta de madera en la que estaban grabadas las caras del viejo aitona y la vieja amatxi. Aquel baúl había pertenecido a la familia de Bittori durante varias generaciones.
Petra agarró la tapa con su mano derecha y la levantó. Entonces vio algo que no pudo reconocer entre las viejas toallas amarillentas. Los contornos de un objeto voluminoso y redondeado se adivinaban en el interior. Alargó la mano y tocó aquello que tenía delante. El tacto le devolvió una sensación agradable de textura de pelo humano. ¿Qué era eso? Lo cogió con las manos y se lo acercó mientras se incorporaba. Su corazón dio un vuelco al percatarse de lo que estaba sujetando. Los ojos de Amador la miraban vacíos y con expresión de horror. Entonces fue consciente. Tenía entre sus manos la cabeza de su hijo. Petra palideció y los ojos se le nublaron. Su cuerpo fue desplomándose lentamente, quedando inerte en el suelo de aquella habitación.
Mientras, en la cocina, se oía a Bittori cantando una dulce nana. Allí, sentada en la mecedora, se la podía ver agarrada con fuerza a una manta de bebé y, apretándola contra su pecho, entonando la canción mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás rítmicamente.
La cena estaba servida, el fuego crepitaba en la chimenea y la melodía fue dejando entrar al anochecer en el viejo caserío. En la huerta de la entrada de la casa, la tierra removida recordaba que el perdón es difícil de conseguir para aquellos que ya están muertos. Descansemos y olvidemos, queridos lectores. La noche ya ha llegado y quizá con ella nos llegué ese perdón anhelado.
Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores [1] y de la marca de comunicación Alabra [2], convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.
Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.
El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023
Cierre: 15 de mayo de 2024
Fallo: 22 de agosto de 2024
Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024