Juana Inés y yo nos acostumbramos a hablar en castellano solo entre nosotros, lo que era una locura, pues en Alemania hay suficientes hispanohablantes hasta para organizar tertulias literarias. Por las mañanas debatíamos una y otra vez las razones por las que nuestra madre había migrado a Friburgo. A las siete de la mañana empezaba mi querella para honrar el acento mexicano:
–Neta, güey, mi jefecita se peló de Guadalajara porque unos chilangos jijos de su rechingada querían darle chicharrón.
Y Juana Inés me replicaba imitando el tono argentino de nuestro padre, al que apenas conocimos:
–Che, ¿vos no te cansás nunca de decir pavadas? ¿Viste que hasta Vargas Shosa shamó a nuestra vieja pidiéndole ashuda para redactar el discurso para el premiecisho ese escandinavo? Grabátelo, pibe, era una eminencia de las beshas letras. Si de algo hushó fue de la ignorancia.
Y así nos pasábamos hasta el mediodía, reproduciendo todas las variantes del español que dominábamos. Nos resultaba grato jugar con nuestra lengua materna, profunda y fértil, y creer que para mantenerla viva bastábamos nosotros solos. A veces pensábamos que era ella la que nos impidió casarnos. Juana Inés rechazó dos pretendientes bávaros que por más que intentaron aprender castellano, nunca entendieron la diferencia entre los verbos ser y estar; yo abandoné a una berlinesa porque no soportaba que en lugar de Jorge me llamara Jogje. Al entrar a los cuarenta años, la que empezó como una idea quijotesca se transformó en kafkiana: el refugio de dos solitarios hispanohablantes, antaño fraternal y vociferante, culminaría con la extinción de la historia cincelada en el idioma por nuestros bisabuelos. Un día íbamos a despertar deslenguados o, peor aún, convertidos en germanoparlantes. Esos bárbaros latinizantes, que se empeñaban en robarnos la gramática, eran capaces de echar abajo sus propias normas morfológicas para enriquecerse con nuestro léxico; teníamos que impedir ese saqueo.
Juana Inés era una profesora de español dispuesta a no enseñar a nadie. Aparte de sus cursos sabatinos donde reprobaba a todos los alumnos, se pasaba el resto de la semana en su dormitorio preparando clases que nunca impartía. Teóricamente, Juana Inés era capaz de enseñar cuestiones fundamentales del castellano, el uso del subjuntivo o la pronunciación correcta de las fricativas, por ejemplo. Pero prefería guardarse esas explicaciones para ella misma, antes de ceder las llaves del idioma a sus potenciales victimarios. A veces diseñaba ejercicios con trabalenguas, mediante los cuales hasta un hablante no nativo aprendería a pronunciar la erre española con rigor fonético, pero luego los rompía para que nadie nos plagiara ese sonido; era gracioso ver en el cesto las erres de tantos cigarros y barriles, y de las rápidas ruedas con que corren los ferrocarriles.
Los viernes yo iba al centro a comprarle material antididáctico. Juana Inés confiaba en mi malicia, se alegraba con las cartulinas negras que le surtía donde ella hacía trazos ilegibles con tintas oscuras. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar si había novedades de literatura hispanoamericana. Desde el 2010 a Alemania no llegaba nada valioso, el único peligro consistía en las reediciones de García Márquez. Para evitar que alguien lo leyera y se robara sus giros idiomáticos, compraba todos los ejemplares y los guardaba debajo de mi cama. Por las noches el personaje de Fermina Daza se elevaba para encender entre mis sábanas el boom latinoamericano.
Pero es del castellano que me interesa hablar. Y de mi hermana Juana Inés. Porque mis sueños mágicos tienen poco de realismo. Un día encontré el cajón del escritorio de mi hermana lleno de manuscritos que yo desconocía: unos sonetos dedicados al diccionario de María Moliner, algunas coplas satíricas sobre la Real Academia Española e incluso una oda erótica al pretérito pluscuamperfecto de indicativo, nunca me había sentido tan estimulado. No tuve valor para preguntarle a Juana Inés lo que pensaba hacer con su obra. No necesitaba publicarlos, todos los meses recibíamos el dinero del alquiler de las casas que mamá había comprado en Latinoamérica con su salario de catedrática alemana. Juana Inés hacía rimas sin ánimo de lucro, con el único fin de mantener la lengua al rojo vivo. Era digna del nombre con que mi madre la había lisonjeado en honor de la décima musa novohispana: Sor Juana Inés de la Cruz. Igual que su tocaya, mi hermana tenía una paleta portentosa de adjetivos y yo, mientras ella iba a dar clases oscurantistas, iluminaba mis sábados recitando a escondidas sus versos. Con miedo a que alguien también la plagiara a ella como yo lo hago con Julio Cortázar.
Juana Inés luchaba con todo su verbo por proteger al español. Yo intentaba contribuir a la causa. Cuando algún germanohablante se acercaba, yo recurría al voto de silencio. Para evitar cruzármelos, intentaba permanecer en casa. Además, en Friburgo el alemán no es el único peligro. El lema de la región dice que sus habitantes hacen todo perfectamente, menos hablar alemán estándar. Esto alerta no solo sobre lo contagioso del dialecto suabo. En viento trae otros idiomas igual de peligrosos, apenas sopla una ráfaga se escuchan rumores polacos que salen de los restaurantes, y también están las ventiscas turcas que llegan del parque. No se evitan ni tapándose los oídos. El inglés siempre está volando, flota en el aire y, si te descuidas, se deposita en tu idiolecto: eso no está cool. Perdón, mejor lo expreso mediante un cultismo ecuatoriano: no está chévere, o guay, en europeísmo vulgar.
Lo contaré con vergüenza (cedimos demasiado rápido). Juana Inés estaba componiendo en su dormitorio, era invierno y debía prender la calefacción. Fui tiritando por el pasillo hasta llegar a la sala, apenas giraba el cabezal del termostato cuando escuché algo en la cocina. El sonido era creciente y álgido, como el de un riachuelo convirtiéndose en cascada. Entonces me golpeó una ola de villancicos alemanes. Me cubrí los oídos antes de que fuera demasiado tarde. Corrí al dormitorio de Juana Inés, cerré la puerta por dentro y puse la mano en la cerradura para evitar filtraciones. Le reproché a mi hermana:
–Güey, olvidaste cerrar la ventana de la cocina. Está inundada con sus pinches voces.
Dejó caer su libreta, un ademán que me pareció demasiado teatral, y me miró con sus ojos atormentados de poetisa incomprendida:
–Che, ¿saliva germana?
Asentí. Luego atoré mi pañuelo en la cerradura y me aseguré de que las ventanas de la habitación estuvieran cerradas. Debido a la estrechez del caso, Juana Inés se atrevió a declamar frente a mí. Por un tiempo sus versos ofrecieron refugio a nuestra lengua. Pero ni el poema más fogoso pudo detener su muerte.
No sé cuántos días naufragamos. Las embriagadoras estrofas de mi hermana sirvieron de anestesia, no sufrí al ver las cartas deslizarse por debajo de la puerta. Los remitentes alemanes, cuyos nombres antes me daban náuseas, ahora me resultaban horrorosamente familiares. Juana Inés notó la forma en que yo acariciaba esos sobres. Guardó silencio. Resignada, no me atrevo a decir catártica, entreabrió la ventana y vino a mi lado. Nos revolcó un tsunami de vocablos alemanes y una corriente de pronunciaciones suabas. Las declinaciones anegaron nuestras gargantas y los pulmones pronto se nos atiborraron de dativos y genitivos. Mas no seré acusativo: asumo la culpa entera. Yo abrí esa carta y después de leer el verbo anmelden, que significa registrarse, dije a Juana Inés:
-Son del Ayuntamiento. Nos piden anmeldearnos.
Así de rápido envié al verbo registrarse anmeldearse en las profundidades del diccionario de arcaísmos. Solo en ese momento, cuando el parricidio era irremediable, Juana Inés le dio el tiro de gracia a nuestra lengua materna: comenzó a hablar en un alemán perfecto (sospecho que lo había ensayado a escondidas). Me animó a que llorara, a que derramara las letras que aún trajera anudadas en la garganta, porque ya nadie de nuestra ascendencia idiomática nos perdonaría, ninguno de nuestros bisabuelos volvería a tañer con sus melodiosas manos nuestras cuerdas vocales, ahora menos que nunca el manco de Lepanto.
Como empezábamos a disfrutar los murmullos de los vecinos, decidimos salir a la calle sin cubrirnos los oídos. Antes de alejarnos de la casa tuve lástima y cerré bien la puerta de entrada. No fuera que alguien entrara a robar y se le ocurriese la barbaridad de leer los libros ocultos debajo de mi cama. Como ya estábamos contagiados, nos arrancamos el cubrebocas. Con su acento argentino adaptado a la lengua recién tomada, Johanna Agnes acuñó el epitafio del espacioso (por no decir agrandado) castellano. En nuestras tumbas brillará el pastiche de un lema suabo: No podés hacer sha más nada, salvo cashar en alemán.
Nota: El título de este cuento es, según su autor, un pastiche de Casa tomada de Julio Cortázar.
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El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la segunda edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 4.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluye el 7 de julio de 2021.
Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021
Cierre: el plazo concluyó el 7 de julio de 2021
Fallo: 6 de agosto de 2021
Acto de entrega: 21 de agosto de 2021