Consultó con su compañera que venía de practicarse un fondo de ojos.

–Esta receta está en blanco, dijo sin considerar su visión afectada por el reciente estudio realizado.

La farmacéutica, reconocida por su habilidad para descifrar las escrituras médicas, se encontró superada por la situación.

–Parece que el doctor Isalberto no estaba en su mejor día. Para colmo se ve que la lapicera que usó agonizaba de tinta…, afirmó.

Teodoro Finkelstein, atento a la situación, ofreció sus servicios. Presumía que en su carácter de coleccionista de estampillas podría magnificar esos vocablos. Teodoro llevaba una lupa colgada al cuello, no por extravagancia, simplemente porque las dimensiones del adminículo no congeniaban con ninguno de sus bolsillos.

La ampliación no logró su objetivo, la farmacéutica seguía sin poder descifrar aquella anotación. No se entiende la letra don Lindor.

–¿Usted fue por alguna dolencia en particular?

–No m’hijita, fue una visita de rutina.

Descendiendo de la balanza (dejando la aguja trabada en el 130), Beba Ordoñez propuso convocar a doña Emerlinda, la pitonisa más reconocida de la región, psíquica por herencia materna.

Todos sabían de las habilidades de Emerlinda, pero también eran conscientes de que su avanzada edad le venía jugando en contra. Sus últimas intervenciones así lo certificaban. La más notoria sucedió en las vísperas del Santo Patrono cuando predijo lluvias torrenciales, la crecida del río Cangrejos y la inundación de toda la zona urbana.

Los lugareños prepararon sus viviendas para la catástrofe. Taparon puertas y ventanas, apiñaron bolsas de arena, acumularon comestibles y llevaron sus automóviles a un pueblo fronterizo. A catorce meses de aquel vaticinio los vecinos aún esperan la lluvia anunciada. Los chacareros, por su parte, sufren la peor sequía de la historia.

No hubo que dar demasiadas explicaciones para descartar la proposición de Beba Ordoñez.

Tal vez esté en otro idioma. Habría que llevar la receta al Instituto Lenguas Vivas, arriesgó Celso Calvente, a la par que probaba frente al espejo los distintos peines expuestos para la venta.

El Padre Jesús, por su parte, sostenía que la dilucidación de las palabras expresadas no era una tarea dificultosa.

–¡Sólo es cuestión de fe!, exclamó el religioso tomando la receta con firmeza y mirándola de arriba abajo. Pero…justo hoy olvidé mis lentes.

–Yo no le puedo prestar los míos porque los termino de romper, acotó la empleada.   

Isidro Iturrieta, sosteniendo un frasco de orina en alto, afirmaba que el doctor Isalberto provenía de una familia árabe, por lo que no sería raro que la receta estuviera escrita de derecha a izquierda.

Un recién llegado parecía anunciar el fin de la intriga.

–¡Doctor Mabuse! ¡Usted es nuestra solución!, gritaron varios.

El doctor tomó la receta de la punta superior izquierda. La analizó con seriedad.

–No puedo interpretar los términos aquí escritos. No soy adivino, sentenció con severidad.

–¿Qué les dije? Hay que consultar a doña Emerlinda, ella sí que es adivina, insistió Beba Ordoñez.

–Ni me la nombre, todavía tengo tapiado el altillo, bramó un damnificado.

–Lo que sí puedo afirmar –continuó el doctor Mabuse– es que estos trazos responden, sin dudas, al doctor Isalberto. Cursamos juntos la facultad. Pero yo jamás logré una caligrafía tan críptica, característica distintiva de los médicos más conspicuos.

El desaliento se apoderó de los presentes. El anciano lucía despistado.

–Mire abuelo, me parece que lo mejor es que regrese a lo del doctor Isalberto para que le aclare la receta.

–El doctor me dijo que se iba de vacaciones, expresó el nonagenario con angustia.

En el medio de opiniones contrastantes pasaba inadvertida la figura de una de las personalidades más notables surgida de aquel pueblo perdido en la llanura pampeana.

–Miren quién está ahí, dijo la farmacéutica.

–Yo veo todo rayado, señaló la empleada con los anteojos astillados.

–¡Ése es Dios!, exclamó la otra empleada, que visualizando un largo túnel luminoso y una figura celestial aguardándola creyó estar asistiendo a su propia muerte.

–Ni Dios ni rayado, es Florentino Carter Howard…, afirmó la farmacéutica con suma admiración.

El afamado arqueólogo, experto en epigrafía, una vez al año regresaba de sus investigaciones internacionales y se instalaba en la vieja casona familiar. Él mismo se había encargado de promover su fama. En cada regreso se mostraba en los lugares más concurridos para difundir los logros de su último viaje. Los domingos asistía a la parroquia por la mañana y a la sinagoga por la tarde. Se paseaba por todos los bares.

Hacía la cola en los bancos dictando cátedra a los jubilados. Compraba en diferentes almacenes para cruzarse con la mayor cantidad de vecinos. Entraba a todos los negocios, sin importar el rubro. Se lo ha visto preguntar sobre las cualidades de un determinado corpiño y aprovechar la ocasión para relatar sus experiencias científicas.

Un caso particular el de Florentino Carter Howard. Un joven sin mayores inquietudes, repetidor consuetudinario de estudios secundarios y amante de la holgazanería. Un día desapareció ante la completa indiferencia del pueblo. Ni la familia se había percatado de la ausencia de Florentino. Empezaron a sospechar algo el día en que la abuela lo llamó catorce veces a tomar la sopa (su comida preferida). Apareció años después esgrimiendo títulos y honores.

Sin duda que los galardones esgrimidos lo convertían en la persona indicada para resolver aquellas anotaciones jeroglíficas.

La mano del científico acercó el monóculo a su ojo derecho. Escudriñó la pieza con delicadeza extrema. El resto de los ojos –presentes en aquella farmacia– seguían con atención el dedo índice de Carter Howard que planeaba sobre la receta del doctor Isalberto.

–Aquí podemos leer con absoluta claridad: Doxilamina succinato / Piridoxina hidrocloruro. 10 miligramos cápsulas duras de liberación modificada. Náuseas, tercera semana de embarazo. Sello y firma del doctor Isalberto, Matrícula nacional número 17.783.

Ante  la develación del científico todos se abalanzaron para felicitar a Lindor.

Voces entrecruzadas mezclaban consejos con buenos augurios.

Recuerde que no debe levantar cosas pesadas del piso…Aproveche a viajar en avión antes de las treinta y dos semanas…Hierro, mucho hierro…Si todo va bien no le afloje al sexo, Lindor, no hay contraindicaciones…Use zapatos sin tacos altos…

¿Qué nombre le va a poner, don Lindor?-

–Si es varoncito debería ponerle Florentino, en homenaje a su eminencia, sugirió una de las empleadas mirando a Carter Howard que se paseaba con el pecho inflado.

–Y si es mujercita: Emerlinda, opinó Beba Ordoñez.

–No me haga acordar, que todavía tengo tapiada la heladera, dijo otro damnificado.

Mientras Florentino Carter Howard se encargaba de detallar su próximo viaje a las islas Svalbard en busca de nuevos sepulcros egipcios, el anciano Lindor se retiró con la medicación estipulada, más un biberón, dos chupetes (uno rosa y otro celeste) y un paquete de pañales, atención de la farmacia del pueblo.

Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

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