Su mente se desvía un instante hacia su infancia en Granada, cuando era solo un niño llevando a las espaldas su guitarra, en días de frío y tormenta, o de intenso calor, subiendo con dificultad por las cuestas empinadas hacia la casa cueva que ocupaba la familia allá arriba, en el Sacromonte. Cargaba el instrumento como un tesoro, protegiéndolo de la lluvia y la nieve con lo que tuviera a mano: unos cartones, unos plásticos de burbujas…, con cuidado de no tropezar en las empinadas calles mojadas y aplastarlo si caía sobre él. En verano, lo cobijaba a la sombra de su propio cuerpo menudo.

Observa con orgullo su nombre artístico grabado en la plaquita del zoque. Luis, como su padre: Luis Medrano. Era un apellido corriente que algún agente artístico escondió por los despachos de la discográfica. Le reconforta saber que él está presente, ahí abajo, entre la gente que abarrota el patio de butacas, a doscientos dólares la más barata. Sobre el siseo del público le llegan ecos: «Padre, ¿hay que bajar hasta el barrio del Realejo a tomar las clases? ¡Está muy lejos!». «Yo te acompaño, Luisillo, hijo, yo te acompaño».

Hace unos movimientos rápidos con los dedos índice, corazón y pulgar de la mano derecha; refrena ese impulso que baja por el antebrazo y quiere moverlos sin su permiso; libera la tirantez de los tendones; verifica que están dispuestos para la ejecución. Escucha con atención y se asegura de que se guarda el más absoluto silencio en el auditorio. Definitivamente, echa la cabeza adelante mientras cierra los ojos.

Se ve a sí mismo, un chiquillo gitano asustado entre críos payos miserables. Aterrado. Marcado. Si era por el lugar, el Sacromonte; si era por la piel, el gitano; si era por el habla, el calé; si era por el entrecejo espeso, «El Cejas»; si era por su madre, el hijo de la gran… Siempre un «algo», un mote, un apodo o un insulto. Ninguno de aquellos chicos lo llamaba Luis. Nunca. ¡Cuánto le dolía! Se le abría en el pecho un agujero oscuro y gigantesco, como la boca en una caja de resonancia sin fondo. ¡Si hasta su familia lo llamaba Luisillo…!

Al llegar a la casa cueva, con el frío calándole los huesos, tenía que hacer los deberes del colegio arrimándose a la chimenea, tanto que la ropa humeaba. La cara le ardía, de frente a las llamas y de espaldas a la familia. Así escondía las lágrimas que no le apagaban ni el orgullo ni el odio.

La oposición de su madre a las clases de guitarra retumba todavía en sus oídos: «¡Quillo! Es perder el tiempo», decía enojada. «Las cuerdas valen mil pesetas cuando hay que cambiarlas, y nosotros somos una familia de piconeros que apenas tenemos pa’chá pa´lante. ¿Tú no vas ya a la escuela? Pues, basta con eso».

La muerte repentina de Paquita la Piconera dejó ausencia, dolor y vacío en Luis. Sus dos hermanas aceptaron irse a vivir con la tía Miguelina a aquel pueblecito montañoso del norte de Granada, y no ser tanta carga para la familia. Él aparentaba valor y decisión, pero ocultaba en realidad un inmenso miedo a quedarse sin escuela, sin guitarra, sin futuro, a la condenada vida en unos arrabales gitanos de villorrio, a la venta ambulante… si dejaban Granada. Convenció a su padre para quedarse con él en la ciudad, de que le permitiera ganarse la vida tocando la guitarra ante los turistas en el paseo del Darro, tras las clases. Allí, entre cuerdas y acordes, entre gentes de toda pinta y habla, encontró consuelo, fuerza para enfrentar la soledad y las adversidades; y de paso, más monedas de las que Medrano padre ganaba con el picón y la leña que cada día le encargaban menos en las casas que se iban enganchando a los tendidos eléctricos.

La música se convirtió en su refugio y su carrera, una forma de conectar con su madre ausente y de intentar recuperar a sus hermanas, a quienes siempre invitaba a sus recitales y conciertos. Cambió las clases benéficas por el conservatorio, la guitarra de madera corriente por una “José Ramírez” de 1975, de segunda mano, de cedro rojo y ciprés, que sonaba como Dios; abandonó las calles por los escenarios de auditorios y teatros… Pero ellas, invariablemente, ponían excusas. ¿Resentimiento? Quién sabe. El favoritismo del padre hacia Luisillo abrió grietas en la familia; sus progresos y sus viajes debilitaron un nexo tan frágil como una cuerda desgastada por el roce incesante contra el diapasón.

Luis del Realejo retorna al presente: va a iniciar su interpretación. Abre los ojos al silencio reverente del público que lo adora. Recorre con la vista los pentagramas de la partitura, a la inversa, de abajo a arriba. Justo por debajo de la línea oscura que forman sus tupidas cejas lee: «Andrés Segovia, transcripción para guitarra, Leyenda (Preludio), “Asturias”, I. Albéniz». En lo más alto de la hoja, con tinta desgastada, con cuidada caligrafía a plumilla de la época de la posguerra, la palabra que escribió su primer maestro, Jesús Ángel Morán, la última tarde de conservatorio, en aquel bajo de la plaza de los Girones: «Talento».

Ajusta las cuidadas uñas al colar los dedos entre las cuerdas: pulgar derecho en la quinta; índice izquierdo pisando firme en el séptimo traste del diapasón. Un impulso eléctrico errático se desgaja desde el córtex cerebral, cae por la médula espinal y se desvía hombro abajo, a la búsqueda de unos músculos diminutos que no debería activar. El guitarrista es capaz de imponer su voluntad motora todavía. El neurólogo le ha explicado que eso no durará. Pero hasta entonces…

Arranca el trémolo incesante que abre la pieza con índice y corazón turnándose en la caricia sobre la cuerda más aguda. Cada nota, un suspiro; cada acorde, una vida; todas las gentes del Sacromonte y el Albaicín están de espaldas a la Alhambra y de cara a la televisión. Es madrugada en España.

La música fluye con una cadencia mágica. En cada rasgueo, Luis desgrana la libertad y el respeto que anhelaba. Alza la vista porque divisa a su padre en las primeras filas del Madison Square Garden, iluminado por el resplandor de los focos del escenario, puesto en pie, impaciente, sin poder esperar al final. Una sonrisa misteriosa se le dibuja en el rostro al guitarrista, entre perversa y condescendiente; la misma que muestra el padre, cómplice; la que de él ha heredado. El niño del Sacromonte extiende el índice y presiona fuerte el diapasón formando una cejilla. Es el compás veinticinco. Luis lo denomina el compás del destino: cuando, tras el crescendo, la obra cobra fuerza. Sus semblantes se tornan luminosos y les centellean los ojos, como fuego de carbón incandescente.

Siguen otras piezas de música española y de flamenco. Tras el intermedio, se incorpora la Orquesta Filarmónica de Nueva York para interpretar el Concierto de Aranjuez.

Es la cima de su viaje musical y vital, honrando a su madre, a su padre y a sí mismo, enterrando el odio y salvaguardando la rabia. Ha conquistado su derecho a ser Luis. En ese escenario, ante la multitud que lo aclama, es más que un nombre en una plaquita, es un artista que ha fascinado al mundo con el poder de su talento, pero la fe… la fe es herencia de la estirpe de los Medrano, los piconeros. Solo le apena el precio: no habrá jamás un Luis Medrano nieto.

Con el tronco inclinado hacia adelante, en sincera reverencia de agradecimiento, saluda a esas miles de personas que lo honran con su devoción. Al hacerlo por segunda vez, desde ambos lados del escenario, le acercan dos originales ramos de flores de geranios rojos y retama de un amarillo intenso, como los que hacía su madre para las cruces de mayo. Por detrás de las flores, asoman unos ojos que le recuerdan los de la piconera; azabaches, ahora incrustados en las caras morenas, maduras y bellas de sus dos hermanas.

Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz

hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores y de la marca de comunicación Alabra, convocó en octubre de 2023 la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.

El galardón consta de una fase previa y una final. Durante la previa, en la que estamos, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta el 15 de mayo. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.

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Fechas clave

Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023

Cierre: 15 de mayo de 2024. PLAZO CONCLUIDO

Fallo: 31 de agosto de 2024

Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024

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