Esta vez, el hombre se incomoda un poco más de lo normal, quizás por la presencia del hijo que en ese momento dice:
—Pará mamá, pará un poco— intenta frenar el interrogatorio, la tortura que la mujer despliega con rencor sofisticado, para nada improvisado.
Y la mujer se calla, mastica la bronca. Le sorprende la exigencia del hijo, pero no quiere contradecirlo. Se levanta, entra en la casa, saca la fuente del horno.
Afuera, la noche caliente de diciembre, la mesa bajo el portal, dos vasos con vino tinto, un vaso con vino blanco. Las noches de verano en Herrería Nueva no conocen el silencio, los perros ladran a coro, cantan las ranas, los grillos, los pájaros, los niños que no pueden evitar el juego bajo el cielo estrellado en el calor y la inmensidad del campo próximo.
La mujer vuelve a salir, trae la comida, lista para servir.
—No puede ser que nunca diga nada —vuelve a pinchar, se muestra dispuesta a sostener sus razones con la misma firmeza con la que los intelectuales hablan en la televisión.
—En serio che, pará un poco —pide el hijo, elevando sutilmente la voz.
—Dejá, dejá. Es inútil. Mil veces hablamos de esto, pero no entiende —el hombre habla como si la mujer no estuviera presente, mantiene esa forma, jugando quizás a ignorarla, como siempre. Se mira las manos, se toca los dedos, los enreda como si enredara frases imposibles, invocando al silencio.
—¿Qué es lo que no entiendo? —averigua la mujer.
—Nada —dice el hombre —no entiende nada —mira al hijo y se cierra sobre sí mismo, como un bicho bolita.
El hijo no acepta esa reacción, desde otro lugar, pero con la misma curiosidad que expresa la mujer. Quiere que su padre explique la parte de incomprensión que reclama.
—¿Qué es lo que hay que entender? —pregunta el hijo.
El hombre respira profundamente, entiende que esta vez no es posible evitar el recuerdo, o la fotografía del recuerdo. No sabe cómo comenzar, no sabe qué decir, ¿por dónde tomar el hilo del enredo?
Busca en su cabeza: métodos, formas, posibilidades. Prefiere el relato por comparación, el juego de intentar poner a otro en su lugar, en este caso, en el lugar de su propia madre.
—Imaginate que vos mañana venís acá, solo, con cinco hijos, sin trabajo, viudo, más triste que perro sin dueño. Y yo, o tu madre, te decimos que te mandes a mudar, ¿qué harías? —tira la pelota hacia la zona donde el hijo controla.
—No sé, me desesperaría —desliza el adolescente mutando a adulto.
—Ahí está —interrumpe el hombre —. Nada moralmente correcto se puede hacer con desesperación —se frena en algún nudo del ovillo, después de unos segundos retoma el hilo—Tu abuela no pudo hacer otra cosa —bebe un trago—. No tengo nada que decirle —sentencia y se dispone a comer, quiere esconderse detrás de los gestos de la masticación, huir de lo que acaba de soltar.
El hijo ha quedado absorto, más que absorto, conmovido. La novedad es la ausencia del reproche. Lo limpio, lo bueno, que se le vuelve el corazón de su padre.
—Decile eso. Así —dice la mujer—. Que comprendiste, que perdonás.
—¿Vos crees que la abuela no lo sabe, vieja? —tira el hijo.
—¿Cómo lo va a saber si no se lo dice? —y ahora es ella la que habla como si el hombre no estuviera presente.
—Tu madre siempre quiere hablar, de esto, de aquello, de lo que pasó hace mil años, de lo que pasó ayer. Para mí hay cosas que no se dicen, es así, no todo puede decirse —el hombre le habla al hijo como si de la escucha del joven dependiera la comprensión negada por la mujer durante toda la vida que llevan juntos.
—Vos no podés decirlas —apuñala la mujer, tomando una posición psicoanalítica que nadie le pidió—, hay gente que sí puede. No todas las mujeres en una situación así abandonan a sus hijos. Es algo que te pasó a vos y vos tenés que elaborar.
—Sí, yo. Yo no puedo decir algunas cosas. Y cuál es el problema.
—Ninguno viejo. Y vos mamá cortala, en serio.
La mujer mueve la cabeza accediendo al pedido del hijo y con las manos dice que sí, que se desprende del asunto. Después empieza a recoger la mesa.
El hijo, que se llama Julián y que en ese momento tiene diecinueve años, enciende un cigarrillo. Después de la primera bocanada, suelta:
—Igual la abuela no te abandonó, te dejó con una tía ¿no?
—Sí —dice el hombre y ahora se cierra como una tumba.
Julián no insiste, son muchas las preguntas que tiene, es mucho lo que quiere saber, pero no puede forzar a su padre a practicar la anécdota, en la memoria del hombre hay una herida profunda, clara, como la herida que hacen los colmillos de las hienas, ¿por qué reabrirla? Quiere abrazarlo, abrazarlo fuerte, como si su padre en ese momento fuera ese niño al que la vida le ha puesto encima la fatalidad de la muerte, la pobreza, el abandono. No lo hace, no lo abraza, no puede. Sólo puede mirarlo con admiración, con esa admiración que tienen los hijos cuando descubren que sus padres son capaces de resistir fuertes embestidas del viento, como árboles frondosos y antiguos, sabios.
La mujer vuelve a salir al portal, le pide un cigarrillo al hijo. El hombre se levanta de la mesa, se interna en el baño.
La mujer fuma, en su pensamiento se formulan frases.
—Puede ser que no pueda hablar con tu abuela —dice la mujer—, pero con vos tiene que hablar —propone.
—¿No te das cuenta de que no puede? No quiere hablar.
—Julián, no puede huir siempre. Toda la vida se la pasó huyendo de su familia, del encuentro con su madre…Pero con vos no puede hacer lo mismo, es tu derecho saber, es tu historia también.
—No voy a obligarlo a hablar.
—Igual hoy habló bastante, me sorprendió —dice la mujer, sincera—. Cuando éramos novios hablaba más, desde que vos naciste se cerró como una tapia.
El hijo comprende, sabe que su madre lo está ayudando, sabe que ella sabe todas las preguntas que él tiene, las ganas enormes de saber qué hizo ese niño cuando su padre murió, su madre se fue y los hermanos fueron alojados en casas de diferentes parientes. Se da cuenta que en parte sabe, que ha imaginado mucho y ha terminado por creer sus propias ficciones. La ausencia entonces es la ausencia de la voz del padre contando, no la ausencia de la imagen del padre sucediendo.
—Gracias viejita — dice y le besa la mejilla, después apaga el cigarrillo y se mete en la casa.
La mujer se queda sola, mirando la noche, oyendo el canto de un grillo escondido entre la hierba.
Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.
Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.
El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022
Cierre: 24 de junio de 2022
Fallo: 10 de octubre de 2022
Acto de entrega: Último trimestre de 2022