La avenida consta de dos vías de diferentes sentidos con cuatro carriles cada una, separadas por una rambla parquizada de casi cincuenta metros de ancho. Cuando llega a la mitad del tramo libre de semáforos y a unos cien metros delante suyo, ve que una anciana con bastón que estaba parada al borde de la vereda se lanza a cruzar la calle. Sus movimientos vacilantes y algo torpes transmiten una sensación de extrema fragilidad.
Instintivamente, Ricardo baja la velocidad y mira por el espejo retrovisor para ver si se acerca algún otro vehículo que pudiera estar desprevenido de la presencia de la anciana. Aliviado, no ve a nadie y observa que la avanzada con la próxima ola de tránsito, recién se pone en marcha en el anterior semáforo, unos trescientos metros detrás suyo.
La anciana, con pasos algo erráticos y cortitos, sigue su camino con la vista clavada al frente, como queriendo atraer hacia sí el cordón de la rambla salvadora. Pobrecita —piensa Ricardo—seguro que estuvo un rato largo esperando que no venga nadie para cruzar y justo llego yo para preocuparla.
Cuando por fin termina el cruce y sólo le falta levantar el pie para escalar el último obstáculo antes de ponerse a salvo, la abuela se paraliza por completo, como si hubiese llegado al borde de un profundo desfiladero. Gira la vista y mirando angustiada en dirección al auto de Ricardo, calcula el tiempo que le resta para subir a la rambla. Alertado de sus temores y casi a marcha de paso de hombre, él termina deteniéndose en clara contravención sobre el cordón izquierdo, enciende las balizas, se baja del auto y camina en dirección a la anciana.
Cuando ve las arrugas que le surcan la cara y el cuerpo encorvado y frágil de la abuela se pregunta cómo es que puede ser tan ingrata la vida para algunos ancianos que, casi en la frontera de la incapacidad, quedan librados a su suerte en un mundo que no está preparado para ellos y sus limitaciones. La abuela le agradece la ayuda con unas pocas palabras que expresan toda su gratitud. “Gracias, hijito, gracias”, dice en un susurro mientras le aprieta la mano como si él fuese el último eslabón que la ata a la vida.
Ricardo se impresiona al sentir esa mano fría y consumida, de piel casi transparente, reseca y con tantas venas oscuras. Ella, una vez que alcanza a pararse sobre el cordón, se queda por unos segundos quieta como retomando aire y coraje para seguir el camino. Él le pregunta si se siente bien y si está en condiciones de cruzar la rambla y luego la ancha vía en sentido contrario, hasta alcanzar la otra vereda. Ella dice que sí, que no se preocupe, que como hizo él, alguien de buen corazón la ayudaría. Ricardo duda. Piensa en su hijo que lo espera, en la preocupación de su esposa en el caso que la llamen para decirle que él no había llegado al colegio y, en fin, en la variedad de contratiempos que le acarrearía el atraso. El concierto de bocinas de los autos atascados detrás del suyo, decide por él.
Ricardo llega al colegio con lo justo. Durante el viaje, su hijo le habla de la señorita y de las cosas que le pasaron en el día. Él, como muchas veces, con todos los problemas de trabajo ocupándole la cabeza, le responde apenas con monosílabos. Para peor, su desconcentración se ve amplificada por una voz interior que comienza a inquietarlo. Una voz inquisidora que continúa haciéndose oír mientras se baña y durante la cena. Al fin, cuando su mujer regresa de acostar al niño, siente que no puede dejar de contarle aquel incidente y las sensaciones que le generaron.
-¿Y qué pensas que podrías haber hecho?—responde ella, cuando él termina el relato.
-No sé… pero, al menos, haberla acompañado a llegar hasta la otra vereda.
-Pero… si ya habías hecho lo suficiente, cariño. Además, ya era la hora de salida de Juan.
-¿Lo suficiente para qué, Marta?, ¿para sentirme bien por un rato? Después de todo, ¿qué pasaba si el nene se quedaba esperando unos minutos en la Secretaría?
-¡Ah! ¡Claro, que yo me preocupe no es nada! ¡Por favor, Ricardo, no es para tanto! Después de todo, la señora debe tener hijos o parientes que son los que deberían ocuparse de ella. ¡Tampoco vos podés hacerte cargo de la vida de todos los viejos de la ciudad!
-No se trata de eso, Marta. ¿No entendés? Lo que importa es que en ese momento, ella estaba sola y yo era su único sostén.
-¡Está bien, tenés razón Ricardo! ¡Dejate de joder! ¡Como si ya no tuviéramos bastantes problemas! Si querés castigarte, hacé una cosa, mañana mirá el diario que seguro te vas a enterar que una viejita fue atropellada por un colectivo en el boulevard! ¡Por favor!
-¡No digas eso, Marta!
-¿Y qué querés que te diga, decime, eh? ¡Ah! Hoy llamó tu mamá. Te dejó un beso.
Hace mucho que Ricardo no visita a su mamá. Ella suele llamarlo casi todos los días. Cuando lo encuentra en casa, él le pregunta por su salud y se deshace en excusas: Perdoname mamá, pero ando con un trabajo de locos y no pude hacerme un hueco para pasar. Ella siempre responde con palabras de cariño que apenas dejan entrever un velado reproche: Estoy bien, hijito, bien. No te preocupes. Cuando tengas un ratito, pasá que tengo ganas de verte nomás. Te prometo que mañana paso sin falta, mamá, termina diciéndole para salir de la incomodidad.
En la madrugada se despierta sobresaltado por una dolorosa pesadilla. Los hechos sucedían en una plaza. Una señora, muy mayor, que él veía de espaldas, estaba sentada en un banco meciendo con suavidad un coche de bebé. Aunque Ricardo no podía ver las caras de la anciana ni del bebé, en el sueño, sabía que se trataba de su mamá y de él. A ella se le veían las manos viejas y ajadas que, aferradas al coche, empujaban y retrocedían. De pronto, la mujer, que era su mamá, detuvo el movimiento, se levantó y comenzó a caminar alejándose sin darse vuelta, como si se hubiera olvidado del niño. Él la veía irse, toda encorvada y vieja aunque caminando con paso vivaz. Lo invadió una angustia tan honda que se quedó agitando los bracitos y llorando desconsolado. Pero, a pesar de sus gritos, la señora seguía yéndose por una senda de la plaza que terminaba en una mancha oscura y siniestra. La gente pasaba a su lado sin siquiera mirarla ni advertirle del peligro que se avecinaba. Cuando la vio desaparecer en la negrura de aquella mancha, despierta ahogado y agitando los brazos.
-¿Qué te pasa, querido?
-Nada, nada, tuve una pesadilla, no te preocupes, dormí, ya pasó. Voy a tomar algo y vuelvo.
Son las cinco de la mañana y está desvelado por completo. Se prepara un té y fuma hasta las seis, cuando el repartidor arroja el diario en el porche. Termina de leer y releer las páginas policiales y las necrológicas, quedándose inmóvil con la mirada culposa y perdida. En su mente germina una idea fija: «Mañana sin falta voy a ver a mamá. Si es que puedo».
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El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.
El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso de Mañana, tal vez, quincuagésimo primer cuento seleccionado.
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