I. El DESCUBRIMIENTO DE COCHINITO ABSTEMIO
«Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia».
(Eclesiastés)
La historia es casi tan vieja como la humanidad misma. En el principio, Villorrio Azul era solo un aburrido paraíso. Los seres vivientes se ayudaban entre sí. Las cosas, tanto por dentro como por fuera, tenían una apariencia seráfica y una inmensa aureola rodeaba a todo el sistema solar. Cochinito Abstemio también era feliz.
Todavía los filósofos no habían inventado sus leyes, ni los economistas sus teorías, ni los sociólogos sus tesis. La psicología como ciencia era desconocida. A los seres humanos los unía solamente un instinto de confraternidad. Para qué rayos se necesitaba la Ley de la Causalidad que demostraba que todo efecto tenía su causa, y que esta causa a su vez era efecto de otra causa, con lo que al final resultaba que todos éramos causa y efecto a la vez.
La poesía estaba en la música de los árboles, en la danza del viento, y en el coito no interruptus de una pareja de Ramaphitequs. Cochinito Abstemio no tenía por qué romperse la cabeza descifrando si el orden universal era prefabricado o fundido in situ. Él solo tenía que acostarse debajo de los árboles y los frutos caían espontáneamente en su boca, sin interesarle para nada lo que dijera Newton. Hacía el amor instintivamente, a cualquier hora y en cualquier lugar, mientras veía con asombro cómo el paraíso se iba llenando de Cochinitos Abstemios. ¡Qué importaba si la progresión era geométrica o aritmética!
El año decimonono, los árboles frutales parieron más de lo acostumbrado, y a pesar de los cientos de miles de Cochinitos Abstemios que ya por entonces correteaban por el paraíso, no lograron comerse todas las frutas. Estas quedaron sobre la tierra, y con el pasar de los días y el calor, fermentaron. Una tarde Cochinito Abstemio probó de aquel extraño alimento que le enredaba la lengua, le trastocaba el pensamiento y le hacía perder la vergüenza. Y fue así como Cochinito Abstemio se convirtió en Cochinito Beodo.
II. ESAS DIFERENCAS IRRITANTES
«Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado».
(Mateo 25:29)
Cuando Ígor Páramo llegó a la conclusión de que algunos defectos de la naturaleza humana podían ser enmendados se dijo: ¿Por qué será que hay unos que tienen y otros que no tienen? Sea todo socializado y el hombre será feliz. Llamó a los habitantes de Villorrio Azul y repartió bienes, haciendas, encomiendas y sambenitos a partes iguales.
Fundó múltiples escuelas, pues estaba convencido de que nada mejor que un buen sistema educativo para enseñarlos a multiplicar talentos en beneficio de la humanidad. A trabajar, les dijo. Pasado algún tiempo los visitó y comprobó con cierto malestar que todos no vivían igual. Este había vendido la casa y regresado de nuevo a la cuartería maloliente; Aquel continuaba viviendo modestamente en la casita típica que le habían entregado; El Otro la había permutado fraudulentamente por una lujosa y confortable residencia.
Reprendió a Este por haber dilapidado lo que le fue dado; condecoró a Aquel por haber mantenido el patrimonio entregado y confiscó a El Otro los bienes mal habidos. Y recomenzó de nuevo la construcción del paraíso donde tener asegurado lo mínimo daba la felicidad máxima. Dictó medidas de estricto cumplimiento: Desde los calcetines hasta la tierra del cementerio se darían en usufructo. El único autorizado a comprar y vender sería el guarda sello real. Todo ciudadano estaba en la obligación de denunciar a quienes vivieran por encima del nivel social establecido y otras.
Ígor ya podía dormir tranquilo. Había encontrado el camino correcto… y la bajamar y la pleamar continuaron alternándose cíclicamente. Y todo marchaba a las mil maravillas. Pero sucedió que a la llegada de una primavera, una parte del mundo se vino abajo y muchas cosas cambiaron. Una noche despertaron a Ígor con mucha urgencia. Tres hombres lo esperaban para entrevistarse con él. Este, sumido en la miseria, le pedía una nueva vivienda donde cobijar a su numerosa prole; Aquel le seguía agradeciendo la casita típica asignada; El Otro, con su tarjeta de emigrado, le ofrecía una cadena de hoteles y restaurantes en sociedad para recoger los escasos talentos convertibles que por entonces entraban en el reino.
III. POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS
«La belleza del Cosmos no procede solo de la unidad en la variedad, sino también de la variedad en la unidad».
(El nombre de la rosa, Umberto Eco)
Tiempos hubo en que todos los pollos de Villorrio Azul debían tener el mismo peso, la misma talla, el mismo color y hasta la misma cantidad de plumas. Juan Estepa, administrador de la granja avícola, era el encargado de lograrlo, so pena de perder su cargo. Pero por jugarretas de los genes de vez en cuando le salía un pollo “pescuesipelao”, o un pollo criollo, o un “quíquiri”.
Su paciencia estaba a punto de agotarse cuando recibió el chispazo genial. El método era muy sencillo. Ubicaría en diferentes lugares de la granja clínicas genéticas con tecnologías de avanzada, capaces de detectar en su forma embrionaria cualquier pollo atípico que estuviera por nacer y venderlo antes como huevo en los mercados públicos.
De escaparse alguno, lo cual era posible, se le marcaría en la frente con una cruz de ceniza, la que al día siguiente sería invisible para el común de las personas, no así para un aparato que se ubicaría en las agencias empleadoras, el cual alertaría sobre la presencia de algún pollo atípico. Después se les bloquearía el acceso a ciertos lugares y cargos importantes de la granja, aun cuando demostrara estar mejor preparado que los típicos.
Juan Estepa se sentía feliz, pues había logrado su propósito. Cada vez que sometía a votación algunas de sus ideas, todos los pollos típicos de la granja lo apoyaban, lográndose siempre consenso por unanimidad. ¿Hasta cuántas generaciones de pollos sería efectivo este método? Nadie lo sabía a ciencia cierta; aunque Juan Estepa aseguraba que esto sería así Por los siglos de los siglos. En tanto, los pollos atípicos que cada vez eran más musitaban por las calles: ¿¡Así sea!? ¡Qué va!
IV. LAS DOS ORILLAS
«Todo vuelve a su lugar de origen».
(Doña Bárbara, Rómulo Gallegos)
Pedro Ahínco siempre soñó con la otra orilla. La del lado de acá le resultaba muy hostil. Su trabajo como retranquero de un tren de carga y de pasaje en la línea norte le había enseñado muchas cosas. Cuando su tren llegaba el optimismo se hacía presente. Él multiplicaba panes y peces con su voz y la alegría retozaba hasta en los rincones más apartados de la casa. Vivía convencido de que un día no muy lejano todas las barreras que dividían a los hombres caerían para bien de la humanidad.
Muchas veces nos llevó al lado de unas turbulentas aguas, como para que entendiéramos mejor sus ideas, y nos explicaba que si nos lanzábamos y lográbamos conquistar la otra orilla se acabarían para siempre las desigualdades y viviríamos en una prosperidad compartida. Cuando el Gran Remolino hizo su entrada Pedro fue ascendido a conductor y pintó su tren con los colores del arco iris. Lo llenó de gente y se lanzó a la conquista de la otra orilla. Es cierto que nunca la había visto, pues los mal intencionados la habían tapiado con una muralla de sólida neblina. Pero estaba convencido que allá encontraría el paraíso de los desposeídos de siempre.
La travesía comenzó a resultar en extremo peligrosa: tiburones y cocodrilos devoraban a todos los que caían, y no era fácil mantenerse sin naufragar, pues tornados, sismos, tsunamis y huracanes se sucedían ininterrumpidamente. Pese a las dificultades, Ahínco no desmayaba y se le veía día y noche en constante actividad y con un solo objetivo: llegar a la otra orilla…
El viaje se hizo más largo de lo esperado y la ansiada meta no aparecía. Pedro envejeció, pero ni así perdía el ánimo. Cuando la gangrena le comió las piernas cumplía sus funciones en una silla de ruedas; cuando la diabetes le cegó los ojos del cuerpo, echó manos al farol de su espíritu para iluminar la vía. Jamás perdió la fe y cuando otros flaqueaban él oteaba olfativamente el horizonte mientras decía: El olor a tierra mojada de paraíso me dice que estamos cerca.
Un mediodía de intensas explosiones solares, mientras creía contemplar el verde paisaje desde su silla de ruedas, Pedro se quedó dormido para siempre. Un infarto al miocardio lo había traicionado. Uno de sus nietos que pasaba cerca de él afirma que le escuchó decir como en un susurro: Llegaremos, sé que llegaremos.
Los que lograron arribar quedaron estupefactos, pues estaban en el mismo sitio de donde habían salido. Uno de ellos acuñó para la historia una frase que se haría célebre y que recogía el sentimiento de todos: Tanto nadar para morir en la misma orilla.
Sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores [1] y de la marca de comunicación Alabra [2], convoca la cuarta edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 3.000 euros y dos accésits honoríficos.
Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen una única obra.
El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 30 de octubre de 2023
Cierre: 15 de mayo de 2024
Fallo: 22 de agosto de 2024
Ceremonia de entrega: Último trimestre de 2024