El jugador sobre el que recaía la asfixiante responsabilidad de marcar para dar la victoria a su selección -y por ende a todo un país que la apoyaba con entusiasmo histérico desde las gradas del estadio, frente a los televisores, junto a los transistores, en las calles de ciudades, pueblos y pedanías a miles de kilómetros, desde las casas y bares atestados, en las zonas habilitadas por los ayuntamientos con pantallas gigantes, en el banquillo de los suplentes a pie de campo o en las residencias geriátricas con los abuelos amarrados al sofá- asintió con un discreto gesto de la cabeza sin pronunciar palabra, ocultando su mirada a la del compañero que terminó de animarle y mostrar su convicción dándole una palmada en el culo. «No llegará a tiempo», se repitió mentalmente. «No llegará a tiempo».
Colocó el balón sobre la marca de cal blanca. Sin demasiada parafernalia supersticiosa, apenas unos leves giros para acomodarlo y que el césped alto no desviase la trayectoria tras el golpeo. No quiso participar de los rituales que el portero interpretaba histriónicamente para tratar de insuflarse confianza y de regalo desconcentrarle a él. Se limitó a compadecerle, a alejarse caminando de espalda a su retaguardia, de cara a la diana, y a esperar que el colegiado autorizase el lanzamiento con su silbato sancionador. «No llegará a tiempo», musitaba una y otra vez.
Recibió entonces la señal que le permitía disparar a once metros de su objetivo, confirmó la posición de este, respiró profundamente y aprovechando la inercia de la corta carrera emprendida chutó con fuerza al centro exacto del marco elevando el cuero lo justo para que se colase por debajo del larguero y se alojase en la red. Gol. Gol. Gol.
El silencio angustiado de los asistentes tornó en estruendo insoportable, en catarsis colectiva, enhorabuenas, besos, saltos, puños cerrados, brazos alzados, brazos tensos, banderas agitadas, bufandas planeando por encima de las cabezas, alegría desbordada, ansiedad fraternalmente compartida, orgullo patrio por doquier, exaltación nacionalista de manual, orgullo, más orgullo, por pertenecer al clan ganador, por la grandeza de unos colores, por la recompensa a su lealtad, al amor por el escudo. ¡Gol! ¡Orgullo! ¡Gol!
«No llegará a tiempo», recapituló el protagonista de la hazaña fingiendo que celebraba el acierto y el inminente triunfo con sus colegas, abrazándose a ellos, conteniendo a duras penas las lágrimas, haciendo de tripas corazón pues el ultimátum de la casa de apuestas clandestina no pasaba por convertir el penalti sino por matar al cancerbero rival estampando la pelota contra su rostro.
‘Mil a uno’ se pagaba esa posibilidad inverosímil en el mercado negro del azar y para asegurarse de que el ejecutor pusiera todo el empeño en ese lucrativo homicidio -además de comprar al árbitro- habían secuestrado a su familia bajo la amenaza de liquidarla si no cumplía con lo acordado. Gol. Y el guardameta seguía vivo. Gol.
-Te dije que raso y ajustado al palo, mendrugo. Te la has jugado.
-Lo siento, capi. Fue un pálpito, tiré a matar.
-Bien hecho.
Más sobre el Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.
El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Como este Mil a uno, septuagésimo tercer cuento seleccionado.
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