El penal, sí. Qué puta es la memoria, eh. Qué mina irresistible y peligrosa. Mirá que venir a acordarme del penal en este momento, en estos pasillos que camino hace años y en los cuales ahora voy a encontrar a mi vieja llorando y a mi hermana diciéndole una mentira al oído, un falso consuelo, y a la tía Chola, claro, que ya debe andar por el quinto Padre Nuestro, y hasta los dos o tres amigos de mi papá a los que, apenas recibido, les tomaba la presión sin cobrarles y les regalaba alguna muestra de Lotrial.
Sí, ahora los voy a encontrar a todos, qué duda cabe, deben estar en la puerta de la habitación esperándome, preguntándose por qué todavía no llegué, con miedo a que les confirme lo que ya saben.
Y yo sé que no voy a hacer nada, que voy a llegar y a lo sumo mentiré un hay que esperar, o un es poco lo que se sabe de la Covid, y otra sarta de huevadas de las que siempre echamos mano los médicos cuando ya no hay nada que hacer, cuando no tenés los cojones para soportar que el que hoy se está muriendo rodeado de cables es tu viejo, justo tu viejo, y el asunto te queda grande como tirar el penal del triunfo en el minuto 93.
Minuto 93, dije, y me parece estar viendo la escena. Sí, ya estoy enfilando para la sala de espera, sigo por estos pasillos que hoy más que nunca huelen a ese pesado aire de Espadol y rabia adormecida, pero estoy viendo aquella escena. Sigo y ya podría percibir a lo lejos ese montoncito de familiares murmurantes y llorosos que esperan un parte o un pésame de un guardapolvo blanco como el mío. Pero la puta (la memoria, digo) es verdaderamente puta y sabe su oficio como pocas, y me saca de la mano y me lleva treinta años atrás…
El equipo del colegio había jugado un campeonato de esos que ni te cuento. Yo era un tronco que me la pasé en el banco en los cinco partidos que nos habían llevado a la final, gracias a los goles de Osuna y de Del Mónico, dos petizos gambeteadores y ligeros que los rivales no podían parar ni con un lazo.
Pero la vida no es lógica. Lo digo y me río con amargura. No es lógica, no, me lo repito ahora cuando ya estoy llegando donde están todos; todos, sí, hasta mis primos y la tía Chola, hasta los amigos de mi viejo y mi hermana, hasta mamá que es la primera que me abraza y me pide que entre a la habitación de papá y haga algo. Algo que ni ella sabe si existe…
De lógica y de no lógica estaba hablando y a esta última categoría perteneció aquella final que se endureció inexplicablemente, con un fatal uno a uno, ya llegando a los 44 del segundo tiempo. Ni sé bien por qué, pero creo que ellos se veían con más resto físico y querían ir al alargue, y entonces se pusieron a hacer esos pasecitos estúpidos para que el reloj corriera. Uno de esos pases les salió corto, y uno de los petisos (Osuna, para más datos) los primerió robando en la medialuna, metiéndose en la área grande con la pelota al pie y encarando para el arco. Iba a ser un final a lo Metro Goldwyn Mayer. El arquero iba a salir a achicar, desesperado, y Osuna, impertérrito, lo iba a dejar en el camino con un quiebre de cintura para luego tocar la pelota con desdén, casi con desprecio, y hacerla cruzar la línea de cal como una luna mansa apenas empujada por el capricho del viento. Pero claro, me olvidaba de decir que Hollywood y la realidad son dos minas paquetas que toman el té en La Biela (*) fingiéndose simpatía, pero que cuando menos lo esperás se distancian y se van cada una a escribir la historia que mejor le parece.
Lo cierto es que ni bien Osuna robó esa pelota y pisó el área un defensor se le tiró encima pegándole un planchazo de atrás. El enano, que además de habilidoso era camorrero, ni siquiera reparó en el pitazo del árbitro. Se levantó y lo fue a buscar al fulano y le rompió la nariz de un cabezazo.
Para qué decir el resto, para qué describir los empujones, los manotazos de todos contra todos, y el referí con la tarjeta roja en lo alto dictando lo que nadie podía creer: la expulsión de dos de ellos, sí, pero también la expulsión de dos de los nuestros, Osuna y Del Mónico, los tiradores que podían darnos el triunfo con el penal recién cobrado.
¡Entrá a tirarlo, Zuvillaga! Mi vieja me sigue rogando que entre a ver a papá, pero en mis oídos resuena la voz del técnico, esa frase que hace tantos años no entendí o que no quería entender. Sí, quería que un jugador fresco, el único que ni siquiera había pisado el pasto en todo el torneo, tirara el penal del triunfo. Creo que lo miré con sorpresa, o con miedo, o con cualquier cara que dijera no, mejor no, yo quiero irme a mi casa y tomarte una chocolatada y encerrarme en mi cuarto a hojear una revista con minas en tetas…
Lo miré, sí, al igual que ahora miro a mi madre, sin animarme a decirle que hoy no quiero ser médico, que por hoy quisiera ser bombero, o equilibrista, o basurero. Sí, ¿por qué no basurero, e ir por las calles de uniforme, recogiendo bolsas y lanzándolas al camión, feliz, como un Ginóbili de los grillos y la noche?
El técnico pide el cambio y el cuarto árbitro lo avisa con un cartelito. El negro Peralta sale acalambrado hasta las orejas y yo entro a la cancha, como entro ahora en la habitación de papá: con la cabeza gacha y derrotado.
El tiempo reglamentario está cumplido y yo acomodo la pelota en la marca de los 11 metros, de la misma forma que ahora me siento en una silla al lado de la cama de mi viejo sin mirarlo, sin atreverme a verlo inconsciente.
Tomo carrera y cierro los ojos, estoy temblando como temblando estoy en estos momentos, pero en el silencio inamovible del mini estadio, que es tan parecido al incesante silencio de este cuarto, siento la voz de un hombre que grita: “está todo bien, hijo”. Sé que es la voz de él, sé que es capaz de cualquier cosa para que yo me calme. Abriendo apenas los ojos corro e impacto el balón con mi pie derecho. Llevo las manos a la cara. No quiero mirar, sigo temblando, no quiero mirar. Pero el grito de gol me abofetea y observo al arquero caído y a la pelota clavándose en un ángulo, inflando la red que se agiganta como un fantasma vanidoso, robándole espacio al gris rojizo de la tarde, de ese cielo ahora sostenido por decenas de brazos en alto.
La gente grita, se trepa al alambrado, invade la cancha y me lleva en andas. Yo quiero decirles que no, que no fui yo, que no hice nada, que fue él, que no es merito mío, pero a la gente no le importa, la gente no quiere saber, la gente…, la gente…, la gente está ahora en la sala de espera y al igual que hace treinta años no escucha la frase, no, no oye el ‘está todo bien, hijo’ que yo aquí sentado escucho ahora mismo, sí, sin poderlo creer la escucho ahora mismo de la boca de mi padre…, de mi padre que ha abierto los ojos, de mi padre que ha despertado.
Y como aquella vez, como al festejar aquel penal que hoy se arruga grisáceo en el pasado, salgo corriendo y grito y mi familia me abraza. Yo quisiera decirles que no hice nada, que lo hizo él, que fue él, que es capaz de cualquier cosa porque yo me calme. Pero cómo les explico, cómo se lo digo a mamá y a la tía Chola; cómo se los hago entender a mi hermana y a los primos y a los viejos del barrio que ahora me besan, me palmean y me gritan genio, genio, genio; cómo los convenzo de que la memoria es una puta irresistible y peligrosa, dispuesta a recordarme que la vida es ilógica…, sí, que la vida es mágica, caprichosa e ilógica, y que cualquier pata dura que anda por el mundo puede un día ser parte de un milagro, y hacerle, en tiempo de descuento, un inolvidable golazo a la muerte.