No recuerdo cuándo fue la última vez que tuve yo el deseo de ti, de verte así, tú y yo y ya está. Y no será por las horas que hemos pasado los dos en este piso. Cincuenta y tantos años van desde que entramos aquí pensando que esto era el paraíso. Cincuenta y tantos metros que han visto ya de todo, ¿y qué no han visto? ¡Qué engañados nos teníamos! Virgen al matrimonio y deseosa de un nidito de amor llegaba yo. Entonces sí tenía yo ganas de verte así, desnudo. O quizás no, quizás no era deseo sino miedo, que la desnudez de un hombre, antes, guardaba un misterio doloroso. El miedo de después ya fue otra cosa. Quisiera yo saber entonces dónde estaban tu hermano, y don Jesús, y los demás. En la soledad de allí sí que hubieran podido ahorrarme buenos palos, y no en esta.
Te retiro la sábana. Alguien te la ha dejado caer encima. Seguramente habrá sido la doctora, con esa manía que tienen de tapar todo lo impuro, como si la muerte pudiera tramitarse así de fácil, bajándole el telón. Te quito el pijama, que es un pijama viejo, descolorido del uso y la lejía. Lo corto con tijeras de cocina, las mangas, las perneras, para sacarlo sin moverte demasiado. También te quito el pañal y me conmueve esa desnudez inofensiva tuya, que es una desnudez del alma que ya no tapan ni todas las sábanas del mundo.
Te enjabono todo el cuerpo. El agua bien templada, que a ti te gusta así. Con la esponja voy limpiándotelo todo: la espalda, las nalgas, las axilas. ¡Si tú vieras la primera vez que tuve que limpiarte el culo! Más que el asco era la rabia, pero una rabia como toda hecha de pena. Me dijeron que de aquella te morías, y han pasado cinco años. Y yo no sé si he sido más esclava en estos cinco o en los cuarenta que vinieron antes. Que antes aun podía una darse un respiro cuando estabas en el bar o en el trabajo, o donde fuera. Pero después, a ver en qué momento. Y habrá quien piense que un hombre enfermo como tú no da trabajo. No sé yo si hubiera sido mejor que te me murieras entonces y no a plazos.
Te doy crema. Hidratante, de la buena. Mira qué piel. Me lo dice la enfermera, lo bien cuidado que te tengo, ni una llaga. Cada mañana me siento a contemplarte en la butaca. Es siempre una sensación como de paz, después de haberte lavado y perfumado y puesto el desayuno por la sonda y dado todas las pastillas. Y tú mirándome con esa mirada que sé que tú me entiendes y que me lo agradeces, hasta que me perdonas por los días que quiero cerrar la puerta y no volver. Me siento a mirarte y me enciendo un cigarro, uno cada mañana, bien dosificaditos. Y no sé si me saben hasta un poco a venganza, dios mío, con lo poco que te gustaba a ti verme fumar.
Te visto. No te lo creerás cuando te diga que ya tenía el traje preparado. Pero desde hace años, fíjate. Lo tenía bien guardado en el armario. Me cuesta colocártelo, que ya te va viniendo una rigidez como de cera fría, pero te queda bien. Te imaginaba así, elegante. Desde las bodas de plata que yo no te veía en traje, y mira si ha llovido. La de veces que soñaba yo de niña con vestir a mi marido para ir a trabajar, y ya ves tú, a los setenta y para el último viaje. Que nunca es tarde, dicen.
Te peino. Te peino ahora casi con más delicadeza que cuando estabas vivo. Privado como estabas de todo lo demás, la cabeza era tu último rincón de resistencia, el único reducto de tu cuerpo que no pude someter a este amor mío que me he ido cobrando de vieja y a poquitos. Cómo te resistías a que te peinara. Te peino y hasta te pongo laca, no vayan a decir.
Te intento colocar las manos sobre el pecho, las uñas bien cortas y bien limpias. Parece que pesan más que nunca, me cuesta sostenerlas. Y mira que conozco bien su peso, que lo he probado sobre todos los palmos de mi cuerpo. Se aguantan, al final, las dos cruzadas. Te arreglo bien los puños.
Te anudo la corbata. Y quiero hacerte un nudo de los gruesos, que cubra bien esa marca morada de tu cuello. No vayan a pensar, Dios me perdone. No vayan a pensar que he sido yo.