Los integrantes del tribunal miraban a la acusada. Ante el silencio, uno de ellos garabateó algo en un papel y se lo pasó al colega que tenía la palabra, quien hizo un gesto de aprobación. Carraspeó, se acomodó el nudo de la corbata y estiró el cuello, quizá tensionado por tantas horas de juicio.
—Celia Luisa García —hizo una pausa—, alias “Clelia”: ¿tiene algo para decir? Si tiene algo para decir es su oportunidad. Hágalo ahora.
La mujer se levantó, y un murmullo reprobatorio se expandió por la sala como mancha de aceite. Reproches deshilachados, maldiciones. Ella los ignoró.
—Sí, señor juez —dijo―: deseo decir algo. ―Buscó entonces la mirada del presidente del tribunal, el viejo Ignacio Oyanarte. Lo vio palidecer y revolverse en su sillón.
Claros insultos resonaron en las blancas paredes del recinto. El juez Martorelli pidió orden y amenazó con desalojar la sala si continuaban interrumpiendo el desarrollo del proceso. Los periodistas se acomodaron tras sus cámaras, fogonearon los flashes sobre el rostro de Clelia, que cerró los ojos. Los de más calle no sólo le fotografiaron la cara, sino aquello que ella llevaba en sus manos y que estrechaba contra su pecho.
El libro.
Aquel libro que la había acompañado durante todo el juicio. Cuando los periodistas le preguntaban acerca de “ese cuaderno que nunca deja de llevar encima”, ella respondía que ya sabrían de qué se trataba.
Nadie sospechaba que era su Libro de quejas y sugerencias. Clelia se jactaba de regentear el único tugurio de Buenos Aires que atendía las insatisfacciones de sus clientes: una delicadeza poco común en el rubro. A lo largo de quince años de actividad los habitués fueron escribiendo en sus crapulosas páginas casi sin excepciones.
Los recuerdos la abrumaban: su llegada a Buenos Aires, sus ilusiones, su proyecto de estudiar y de ser alguien importante. Recordó su odisea en búsqueda de trabajo, cuando volvía con los clasificados tachados y las manos vacías.
Se vio de nuevo sentada en un banco mugriento de Plaza Once, contando las últimas monedas con el hambre chiflándole en las tripas y la boca partida de sed y desencanto.
Había sido entonces cuando aquel hombre se sentó a su lado con gesto amigable. Aquel día había comenzado su ruina: la llegada a la “productora” de Luis Montero no había sido ni más ni menos que su debut en aquel tugurio atestado de esclavas iguales a ella. Después, los días de llanto y de oprobio, el prometerse día tras día que juntaría plata y huiría de esa cueva. Sin embargo, con el tiempo se fue acostumbrando, como el enfermo al dolor.
Un asiduo concurrente se enamoró de ella, y años después la rescató. Para entonces, Clelia había aprendido no sólo el oficio, sino también cómo administrarlo. Su generoso amante le abrió un local de iguales características a aquel en donde ella se había partido el lomo, en el barrio de Monserrat. El negocio fue creciendo gracias a sus buenos oficios, y un par de años después inauguró otro en el barrio de San Nicolás, a pasos de Tribunales, en donde había conocido al viejo Oyanarte.
Con la Policía se había llevado bien hasta que el comisario de la 23 se murió de un infarto en medio de una noche de sexo salvaje. Fue entonces que llegó Cataldo, un mojigato con ideas revolucionarias y ganas de cambiar el mundo. El susodicho, hambriento de granjearse una reputación, la persiguió sin tregua: muy pronto, Clelia ya no pudo evadir la acción de la justicia, y terminó con la imputación que la tenía ahora sentada en el banquillo como a cualquier criminal: ejercicio de la prostitución, trata de blancas y corrupción de menores. Una carátula que metía miedo.
—Si se me permite —dijo―, ya que no soy buena para los discursos, lo que tengo para decir lo voy a leer. ―Miró desafiante a los jueces, primero, y luego, dándole la cara al público, se prestó para que volvieran a insultarle. Los flashes la cegaron—: Luego de que yo lea esto dicten su sentencia nomás. Pero sepan que no le he hecho mal a nadie.
Leyó. La tensión en el recinto se podía cortar con una navaja. Algunas personas murmuraban por lo bajo. Uno de los jueces fruncía el entrecejo, pensativo. El otro, escondía la cara entre los papeles y sudaba profusamente.
Dos minutos después, no bien leyó lo que tenía para decir, Clelia cerró el libro y lo apretó contra su pecho.
—Este testimonio —dijo—, para que entiendan, es de uno de mis clientes favoritos. De él prefiero reservarme el nombre. Por ahora. Creo que es bastante claro que la gente que iba a mi casa recibía mimos, respeto y atención: un servicio como cualquier otro. Como se probó, no había menores ni se obligaba a nadie a nada. Todas —dijo mirando a su abogado que le hizo un guiño cómplice— lo hacían por su libre albedrío, creo que se dice así ¿no?
Se anunció un receso antes del veredicto, y el tribunal se retiró a deliberar. Eran sólo dos jueces: la tercera integrante se hallaba en uso de licencia, de manera que el voto de Oyanarte, como presidente, valía doble.
La sala quedó en silencio, los fotógrafos bajaron sus cámaras, algunos espectadores salieron a la vereda a fumar, los camarógrafos revisaban sus equipos y el material recogido. Pronto llegaría la sentencia.
La vi, tiempo después, en Recoleta. Más precisamente, tomando el té de las cinco en la soleada vereda de La Biela. El negocio cercano a Tribunales, según me informó, había cerrado para evitar suspicacias. Sobre la calle Quintana, casi Alvear, en una casa magnífica de estilo francés, Clelia presidía una sociedad anónima que provee de acompañantes terapéuticos a gente millonaria y sola.
Por trascendidos en los pasillos tribunalicios supe que el juez Oyanarte, luego de absolverla de culpa y cargo ―ganándose así el repudio social―, renunció a sus fueros. Circulan versiones bastantes firmes de que, alejado de su profesión y sin que ahora su moral pública le importe a nadie, habría invertido en acciones en el pujante negocio de Clelia. Y a ella se le antojó bautizar a su sociedad anónima con una locución latina que juzgaba muy pertinente.
―¿Y qué nombre le puso, Clelia?
Ella se llevó a la boca un bocado de strudel, bebió de su taza de té, se limpió con una servilleta la crema de los labios. Y dijo:
―“Non bis in idem”, Raquelita. Así se llama. A nadie se lo juzga dos veces por lo mismo.
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El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la segunda edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 4.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluye el 7 de julio de 2021.
Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021
Cierre: 7 de julio de 2021
Fallo: 6 de agosto de 2021
Acto de entrega: 21 de agosto de 2021