Aunque no estaba orgulloso de su estatura descomunal, Ricardo sabía sacarle provecho. Como profesor de literatura de bachillerato agradecía cualquier medio a su alcance para conseguir la atención de los adolescentes.
Pero no le gustaba provocar risas en el transporte público de Guadalajara y, tan pronto encontró un asiento vacío, se refugió en él. De su maletín sacó un libro negro de pasta rústica y releyó a Dostoievski, su escritor favorito: “Soy un hombre enfermo… Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y no sé con certeza lo que me duele. No me cuido y jamás (…)”. El ruido de unas bocinas interrumpió su lectura. Anunciaban que, debido a las Fiestas de Octubre, el servicio del tren ligero se extendería hasta la medianoche.
Ricardo intentó regresar a la novela, sin éxito. Culpó de su falta de concentración a los altoparlantes. ¿Qué le importaba a él una feria popular? ¿Con qué derecho interrumpían su lectura? Hubiera bastado con informar que se extendería el horario de servicio, añadir lo de las fiestas era burda publicidad. Claro, como el presidente municipal tenía una compañía de juegos mecánicos… ¿Cuánto presupuesto gastaría el Ayuntamiento promocionando la montaña rusa? ¿No podría invertirse en algo mejor? Un hospital. Un parque. ¡Una biblioteca! Seguro redituaba más la taquilla de la Casa de los Espantos que las entradas de una enciclopedia. Ricardo volteó a ver si los demás pasajeros también estaban indignados. Por sus sonrisas parecían preferir un algodón de azúcar sobre una novela. Notó a uno de los pasajeros hablar solo. ¿Charlaba con alguien afuera del vagón? No, el tren recorría un tramo subterráneo y al otro lado de la ventana reinaba la oscuridad. El pasajero no platicaba, leía en voz baja un cartel de las Fiestas de Octubre.
En lugar de hacerle difusión a esa feria deberían publicitar programas de lectura, invertir para que todos pudieran leer sin hacer pucheros. ¿Se le estaba ocurriendo algo? Volteó alrededor y descubrió que el vagón parecía un catálogo de ventas: refrescos, pizzerías, compañías telefónicas. Ya ni siquiera servía apagar la televisión para librarse del bombardeo consumista. No había tregua.
Comparó a los pasajeros con los modelos en los carteles. Vestían igual y usaban los mismos celulares. ¿Y si la realidad era la de los carteles? ¿Y si, para los modelos, los pasajeros eran la publicidad de la vida? Levantó el libro de Dostoievski hasta su barbilla y fingió lamerlo como si se tratara de un helado afrodisiaco; quizá así interesaría a los modelos por la lectura.
Al darse cuenta del sinsentido que acababa de hacer, se llevó la mano a la frente. Efectivamente, se le había formado una protuberancia por el golpe que se dio al subir al vagón. Se espantó al sentir húmedos los dedos.
En medio de una manifestación multitudinaria Ricardo gritaba: Todos somos Borges. Cientos de pancartas exigían mejores bibliotecas, novelas gratis, a Juan Villoro para presidente. El Movimiento por la Lectura Universal empezó exigiendo al Ayuntamiento de Guadalajara que, en vez de promocionar las Fiestas de Octubre, invirtiera en el fomento a la lectura. El mensaje se extendió rápido a todo el país, barricadas hechas con enciclopedias cerraron autopistas, en el Congreso estallaron diccionarios molotov cargados de definiciones impresas en serpentinas de papel. Los legisladores temblaron ante un pueblo hambriento de versos. Se reorganizó el presupuesto. Entró en vigor un impuesto a toda publicidad hostil con la literatura y se subvencionó a las empresas que difundieran las bellas letras. A Ricardo le pareció una decisión muy culta, pero no era fácil dar la vuelta a la página del consumismo. El nuevo comercial de una refresquera mostraba a un supermodelo abriendo un libro a la altura de unos pectorales aceitados, mientras en la banda sonora una voz confirmaba lo evidente: “Juan Rulfo tiene sabor”. La iniciativa privada aprovechó las nuevas leyes. Convirtieron a la literatura en símbolo de estatus. Las revistas del corazón exponían fotos de celebridades entrando a librerías o leyendo semidesnudos (los paparazis documentaron el nudismo bibliotecario). Una telenovela trató las aventuras de un estudiante de Filología cuyo sueño era vivir en una biblioteca. En lugar de sus botines, al final de los partidos los futbolistas lanzaban poemarios a las tribunas. Las redes sociales se llenaron de selfis de gente sacando la lengua mientras equilibraba un libro sobre la cabeza: Hashtag bookface. Y el book-challenge consistía en grabarse una hora leyendo y postearlo en cámara rápida (aunque rara vez alguien daba vuelta a la página). Ricardo notó que lo importante ya no era leer, sino aparentar hacerlo. La mercadotecnia dirigió la mirada de la gente hacia la envoltura, no interesaba lo que hubiese detrás de las portadas.
Ricardo sintió un dolor intenso en el hígado. Fue al hospital y le impusieron un tratamiento horroroso: dejar de leer al menos seis horas seguidas. Hubiera preferido una operación sin anestesia. La doctora le confesó que lo suyo podía tratarse con metformina, pero como el gobierno había gastado tanto promocionando la obra de Carlos Fuentes, no habían podido surtir los medicamentos.
El dolor crecía y Ricardo meditó organizar otra manifestación ante el Congreso, pero tuvo miedo de provocar algo peor: una ola de publicidad médica. Saturarían a las personas con antibióticos. Llevaba dos semanas desesperado, sin impartir sus clases de literatura, cuando llamaron a su puerta. Un joven ofreciéndole servicios funerarios. La oferta estelar era un ataúd de roble tallado con versos de Octavio Paz, minificciones de Monterroso o capítulos de la Ilíada. En módicas mensualidades a diez años. ¿Cómo se supone que voy a pagar estando muerto? “Puede pagar de contado y, por una pequeña cuota, en vez de tierra lo sepultamos bajo sus libros preferidos ¿se anima?”. Ricardo dio un portazo.
Debía ir al trabajo para abrir los ojos de sus alumnos. Al subirse al vagón se cuidó de no golpearse con el cartel del nuevo poemario del gobernador. Le sorprendió ver que todos los pasajeros traían libros. ¿Quizá había sido injusto? ¿Funcionaban las campañas de Letra-Cola? Se dio cuenta que todos llevaban los libros cerrados, mirando las contraportadas, donde ya no había publicidad para el mismo texto, ni siquiera para las otras obras de la editorial. Se veía a los autores comer una hamburguesa, unas galletas o levantar una cerveza dejando ver el logotipo en la etiqueta. Incluso convirtieron la envoltura de los libros en cupones de la suerte: “Envía el código de barras de tres novelas y participa en el sorteo de una biblioteca en la playa”.
Ricardo vio a un pasajero acariciar una portada. ¿Y si les rociaban químicos para crear una adicción? Se estaba volviendo paranoico. Debía dejar de pensar en eso y prepararse para la clase magistral que deseaba impartir hoy. Si quería que sus alumnos fueran más allá de la envoltura, él también lo haría. Se internaría en el verdadero mundo literario, donde la mercadotecnia no reinaba. Del maletín, Ricardo sacó su libro favorito. Antes de abrirlo se acercó el canto y olfateó las páginas amarillentas, el olor del pensamiento eterno. Sabía que no era sano inhalar el polvo de papeles antiguos, pero el mundo ya le parecía demasiado enfermo como para privarse de ese vicio adquirido en su etapa de ladrón de librerías de viejo.
Abrió una página al azar y releyó el renglón que le otorgó el destino: “Soy un hombre enfermo… Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado por no beber Nescafé. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y no sé con certeza lo que me duele. No me cuido y jamás bebo Nescafé (…)”. Momento atroz, Ricardo se deseaba un infarto. ¿Cómo habían logrado infiltrar publicidad en una novela de Dostoievski? Miró el colofón y comprobó: la edición había sido cofinanciada por la Editorial-Nestlé. Una ola de terror revolcó su memoria literaria: El Quijote cambiaba a Rocinante por un Porsche último modelo; Ulises, para evitar a las sirenas, se ponía unos audífonos marca Bose; y el castigo para el crimen de Raskolnikov era una vida entera sin Cajita Feliz. Ricardo no quiso releer más en ese mundo. Y se obligó a despertar de su desmayo.
Se había pasado dos estaciones. Sintió gotear sangre por su frente. Cuando salió del vagón, puso mucho cuidado para no golpearse de nuevo en el cartel de las Fiestas de Octubre. Se alegró porque el Ayuntamiento promocionaba montañas en lugar de novelas rusas. La publicidad funcionó: Ricardo, que había subido al tren como un gigante, descendió convertido en un molino. Sin viento.
Más sobre el II Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la segunda edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, dotado con 4.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluye el 7 de julio de 2021.
Durante la fase previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha. El relato seleccionado se publicará posteriormente en hoyesarte.com. Este procedimiento se repetirá cada semana, durante las 27 semanas (tantas como las letras del abecedario de la lengua española) comprendidas entre el 2 de enero de 2021 y el 7 de julio de 2021. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 2 de enero de 2021
Cierre: 7 de julio de 2021
Fallo: 6 de agosto de 2021
Acto de entrega: 21 de agosto de 2021