Me han traído hasta esta sala en una silla de ruedas. He llegado al hospital por mi pie, bajo la lluvia, pero ellos han querido llevarme en esta silla. Me han preguntado si ya venía duchado y después me han ayudado a desvestirme. Hemos guardado la ropa, poco a poco, en mi pequeña bolsa de deporte, junto a un par de calcetines desgomados, el neceser, las zapatillas de ir por casa. Menuda paradoja, si no hay nada más lejos de tu casa que una sala de espera de hospital. Me han puesto esta bata que no cierra y unos peúcos blancos de papel. He preguntado si tenía que quitarme el calzoncillo y me han dicho que no. Quizá más adelante me lo retirarán sin que yo me dé cuenta. Qué fácil nos aparta de nuestra voluntad estar enfermos. Una joven ha entrado, muy deprisa, a hacerme unas preguntas. De la solapa le cuelga una tarjeta que dice enfermera y unidad de trasplantes. Va marcando cruces en un folio: su edad, su peso, ¿ha desayunado?, ¿fuma?, ¿se ha tomado el Sintrom? Me ha abierto la boca con desgana, igual que se le mira a los caballos, y ha estado revisándome los brazos, buscándome las venas. Me ha sacado siete tubos de analítica y me ha puesto una vía en cada mano. Más tarde me han traído una carpeta llena de documentos y me han hecho firmar ya ni sé cuántos. Y me han dejado aquí, sentado en el borde de la silla. Aún nadie me ha llamado por mi nombre. No sé si tengo nombre. Tengo hambre.
Recuerdo la primera vez que tuve que venir al hospital. Me levanté de noche y salpiqué con un chorro de sangre todo el váter. Después de varios días de pruebas y visitas dieron con el problema: tenía los riñones plagados de anticuerpos, mi cuerpo decidía, en un acto suicida, librar una batalla contra mis propios órganos. Y allí se jodió todo. Aprendí que la sangre pasa por los riñones unas mil quinientas veces cada día. En mi caso eso no era suficiente, así que tuve que empezar a compartirla con un riñón mecánico. El tiempo en la diálisis se aprieta, se concentra, se hace sólido. Parece que puedes verlo circular a través de los catéteres, junto a la sangre espesa, en un bucle infinito: la sangre que sale de tus venas por ese laberinto de tubos transparentes, que se impulsa en ingenios circulares, que se pierde detrás de las pantallas y regresa de nuevo hasta las venas. La vida de prestado, un tiempo raro. Una vida ligada al almanaque, incrustada entre los días de diálisis, al paso lento y torpe de los lunes, los miércoles, los viernes. La vida sincopada, hecha de las esperas de la espera.
He bajado a los perros en un breve descanso de la lluvia esta mañana. He aprovechado y he comprado dos raciones de arroz con alcachofa, con la idea de compartir con ellos. He encendido la estufa de butano y me he servido un plato. Y entonces, el teléfono. Que esperes la llamada no significa que, cuanto te llega, no caigas al vacío. Te sientas a comer y, de repente, ya nada es lo que era. El plato se ha quedado encima de la mesa. Los perros me miraban, callados, como si lo entendieran. Me he marchado sin darles de comer.
Tengo hambre, pero no sé de qué. Es un grito del cuerpo que reclama. Es el vacío arañando la sustancia. En todo lo que toco siento frío: los pies en el suelo plastificado, la piel en el respaldo de la silla. Por detrás de las puertas abatibles me llega la voz del hospital: la cháchara banal en los pasillos, el pitido insensible de las máquinas. Son voces que yo conozco bien, son parte del breviario de la espera.
Se abre la puerta y vienen a por mí. Un celador vestido de pijama me da las buenas tardes y me lleva, empuja mi silla hasta el quirófano, por un largo pasillo iluminado con tubos de neón y con las puertas forradas en acero inoxidable. Apenas me doy cuenta, estoy desnudo. Tumbado en la camilla me iluminan con este foco inmenso, desde arriba. Siento la luz caliente en el abdomen, como una mano abierta en ese punto de donde nace el hambre. Me pregunto qué comerán los perros. La muchacha de antes se me acerca, pero ahora ya no va con su carpeta. En la mano sujeta una jeringa con un líquido blanco. Me dice que procure relajarme. Noto en el brazo el tacto de su guante y voy sintiendo cómo aquello entra en mi cuerpo, poco a poco, una oleada mansa. Me muerde más el hambre, percibo su sabor: un hambre de metal, de sangre indócil, un hambre de vivir, de los demás.
Tengo en las venas el presagio de las vidas que van a traspasarme, con todas sus minúsculas verdades.
Me llega, como el rayo, la sustancia del relato total.
Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convoca la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluye un primer galardón dotado con 3.000 euros y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros. Además se establecen dos accésits honoríficos.
Los trabajos, de tema libre, deben estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podrán concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura que lo deseen, cualquiera que sea su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante podrá presentar al certamen un máximo de dos obras.
El premio constará de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionará uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merezca pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se irán publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final, el jurado elegirá de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles son las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.
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Fechas clave
Apertura de admisión de originales: 10 de enero de 2022
Cierre: 24 de junio de 2022
Fallo: 10 de octubre de 2022
Acto de entrega: Último trimestre de 2022