Ella, en cambio, despreocupada, sin trabajo ni horarios, libre para sentarse y escribir toda la noche: un flexo, café negro, el tableteo de las teclas en el ordenador, el humo de los cigarrillos, un vaso a rebosar de colillas chupadas, me ganó. Todo en ella delataba el origen de una buena familia. Como Carlos Canet y su casa de Pintor Rosales, pensé. Canet: la muchacha filipina que nos abría la puerta, los amigos extravagantes, la mesa grande como para una convención internacional, en torno a la que nos habíamos juntado para hacer el trabajo de fin de curso. También él un poco perro verde: gafas de pasta, el abrigo con bolsillos de los que jamás sacaba las manos, unos padres ausentes que le dejaban a su libre albedrío; libre para ir y venir a su antojo.
Ella inventaba historias que tenían algo de verdad y algo de añagaza. No necesitaba un trabajo. Me contó que había tenido que huir de un hotel en La Habana abandonando su equipaje, con solo una mochilita, lo puesto y unos pocos dólares, porque le perseguían. “Me quedé sin mi Samsonite roja”, se dolió. La creí. Sus historias eran desatinadas y misteriosas, como películas de espías o series coreanas. Historias en las que todo era posible: la manera en que las narraba, el ambiente alucinado y peligroso en que trascurría todo. Otra en el metro de Berlín, pegada a las paredes con grafitis de Banksy, calles negras. Y en la rambla de Barcelona. Y las citas con un extraño en el barrio judío de Praga; y el pájaro desplumado que alguien dejó junto a su asiento en el tren de regreso. Eran raras, pero creíbles. La imaginaba capaz de todo. Era osada, huidiza y oscura.
Entonces ella era solo mía.
Luego se lo conté a Mauro. “Una sonrisa como filo de espuela”, le dije. La cara de pómulos lacados, los dientes no muy blancos, iguales a los de esos niños a los que les han recetado demasiados antibióticos. “¿Qué más?”. Pelo oscuro, alta, sin raya en los ojos, con camisetas de algodón blanco y vaqueros gastados, casi sin pechos. Y Mauro se empeñó en conocerla. Y ahí supe que también él se estaba enamorando. No la había visto y ya quería conquistarla, y quitármela.
Volvimos a vernos en el café.
Esta vez venía con prisa. Pedimos café y cruasanes de un solo bocado; el suyo negro, sin azúcar. Hablamos. Tenía escritas dos novelas, me contó. Tuve que disimular un mal gesto. Así que era eso. Su finalidad última no era la amistad sino el puro interés. Le habían hablado de mí, seguro. ¿Quién? Me habría leído en algún artículo. Buscaba un editor que leyera su manuscrito, alguien al que magnetizar, y que la publicara. Pero no me importó. Me importaba ella, sus narraciones magnéticas, la voz hipnótica, su proceder arriesgado. En sus historias cualquier cosa podía suceder, en calles sin nadie, de noche; pero también a pleno sol. En Benidorm, me dijo, un día se había encontrado con su padre sentado en una terraza de la playa, de cara al mar, fumando. Su padre, que ya no vivía.
No sé qué pensaba entonces de mí. Daba pequeños sorbos a su taza, un poco ansiosa, anhelando el tabaco. No dejaba de consultar el móvil.
Intuí que esperaba una llamada. Adiviné que se trataba de alguien que jugaba con ella, que la traía y la llevaba y jugaba con ella. Hubiera apostado a que en su vida también había algún Carlos Canet, y alguna Odilia que molestaba.
Porque al final, Canet nos había echado de su casa. En cuanto terminó el curso y los exámenes, nos echó. Se quedó sólo con los de su cuerda, sus amigos de estatus, la chica filipina, la colección de vinilos de su padre y las buenas notas. Nosotros solo éramos unos pelamimbres con los que se había divertido, cinco o seis tardes. Solo eso. Había conseguido, eso sí, que una noche, después de las risas y unas copas, le ayudáramos a robar un banco de la calle del que se había encaprichado y que quería en su casa. Lo subimos a pulso, por la escalera, siete pisos, entre risas y empujones. Y luego nos echó.
Tras el segundo café el móvil sonó y la cara de ella cambió. Se volvió: ojos inmensos y sonrisa grande. Los dientes ahora más oscuros, como si hubiera chupado algo amargo. Reía bonito. Se sabía especial.
“Vete”, le dije.
No lo pensó. “¿No te importa?”. Nunca llevaba bolso. Cogió la cazadora. También ella estaba atada, pensé. “Yo pago el café”, le dije. Se creía libre, pero estaba atada.
La vi salir y desaparecer como un holograma. Me quedé sola en el café, el calor, las paredes llenas de libros, la fotografía a tamaño real de un Fellini, castigador, que blandía un látigo de domador de fieras humanas; solos el camarero y yo, y el perro sin pedigrí de los dueños con el que me había familiarizado.
De regreso a casa, bajé la cuesta de San Vicente. Me detuve a medio camino y tomé un helado de menta. Me gustaba la menta. Una costumbre de cuando vivía en Arriaza y era estudiante y soñaba también con mi novela, los artículos y reportajes del periódico, las columnas y las galeradas, el olor a tinta en los dedos y la primera edición de la mañana; cuando era sólo una aprendiza y aún trabajaba en el taller y no conocía a Mauro ni habíamos vivido juntos; cuando ni Odilia se había interpuesto entre nosotros; cuando la estúpida historia con Carlos Canet estaba por llegar y no era otro desencanto.
No sé qué creímos la una de la otra, qué esperábamos.
La última vez que la vi estábamos de nuevo en el café, frente a los cines.
Mauro se había unido a nuestro dúo. Ahora éramos tres. Volvía a hacer un calor de infierno, hasta los libros sudaban. El perro merodeó en torno a nosotros, se hizo un ovillo y se acurrucó en el piso donde la brisa de un ventilador le refrescaba el hocico. Mauro se hacía notar, era evidente. Reía, hablaba en un tono más alto. Se pavoneaba entre ambas. Yo apenas un satélite a su lado, a años luz. Y casi sin transición pasó a ser el centro de atención de ella; y él el suyo, como si lo hubieran pactado. Pero la cosa ya no funcionaba. Ella estaba a la defensiva, y Mauro parecía no darse cuenta de nada.
Diré que a él no lo atrapó con las turbias historias con que se canjeó mi admiración. Tal vez consideró que no valía la pena: ni tretas, ni señuelos, ni el relato de cómo una pandilla la acorraló en la subida al Tibidabo, ni la carrera en el Malecón como si la persiguiera el diablo. Sobraba también el miedo a que le hubieran hecho vudú, las dos semanas encerrada en la casa de Madrid, las persianas echadas, los ojos rojos, la piel escamada como de una antigua soriasis; no mencionó la fiebre ni el pavor ni aquella enana furiosa que aparecía en sus sueños. Como dos espadachines en una pista de esgrima, se retaron. Puro teatro. Sus palabras me expulsaban. Lo anoté todo en mi cabeza y me limité a mirarlos. Ya no era objetiva. Los odiaba.
Porque fue él el que rompió nuestro pacto y le contó nuestro secreto. Que Odilia un día se había rallado las venas y había muerto. Y que después de aquello, como si nada hubiera pasado, él y yo retomamos la relación y volvimos a ser amantes.
La perra verde me miró horrorizada. Apartó la cara. Y fue como si de repente un abismo se abriera entre nosotras, como descorrer un velo y rozar el carbunco de una fibra radiante y repulsiva. Hizo un gesto con la mano, y me borró. Miró el móvil. Deseó que ocurriera algo. Suena maldito, debió de pensar. Pero la llamada no llegó. Diez minutos. Y no llegó. Entonces cogió su cazadora, nos dio la espalda y se marchó, dejándonos a solas con nuestra maldad y nuestras cuitas. Yo convencida de que ella terminaría publicando sus novelas; ella, segura de que en las mías acabaría siendo un personaje
Más sobre el III Premio de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz
hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, convocó en enero pasado la tercera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves Maestro Francisco González Ruiz, que incluía un primer galardón dotado con 3.000 euros, que ha recaído en Piedras, y un segundo reconocimiento dotado con 1.000 euros, que premió El malro aquel de Disco Gabana. Además se establecían dos accésits honoríficos, que han reconocido Irse bien y este Perros verdes.
Los trabajos, de tema libre, debían estar escritos en lengua española, ser originales e inéditos, y tener una extensión mínima de 250 palabras y máxima de 1.500 palabras. Podían concurrir todos los autores, profesionales o aficionados a la escritura, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. Cada concursante pudo presentar al certamen un máximo de dos obras.
El premio constó de una fase previa y una final. Durante la previa, cada semana el Comité de Lectura seleccionó uno o más relatos que, a juicio de sus miembros, merecía pasar a la fase final entre todos los enviados hasta esa fecha. Los relatos seleccionados se fueron publicando periódicamente en hoyesarte.com. Durante la fase final se eligió de entre las obras seleccionadas y publicadas en la fase previa cuáles fueron las merecedoras del primer y segundo premio y de los dos accésits.