Estábamos allí, pero ese lugar no nos pertenecía. Éramos como figuras prestadas en un paisaje irreal. Una luz imprecisa nos envolvía, diluyéndolo todo y mezclando el azul del cielo con el del mar, como en una acuarela emborronada. Apenas tres o cuatro barcas señalaban los límites entre el agua, la bruma y el final de todas las cosas: la Nada. Del otro lado, a poniente, no existía un terreno definido, sino una espesa pincelada de tono verdoso: charcas, arrozales y fango.
La casa se encontraba en el punto más remoto de la isla. Nada más desembarcar, los agentes que nos acompañaban nos trasladaron hasta ese lugar en una furgoneta de color gris. Tras descargar nuestro equipaje, se marcharon sin despedirse. En ese confín del mundo no sería preciso vigilarnos. Estaba lejos de todo: más aislado que el desierto, por el que circulan las caravanas y donde las noticias, los rumores o los augurios pueden ser transmitidos por los lugareños, los nómadas o los visitantes.
Allí no había visitantes. No había viajeros, ni noticias o rumores. Las cuatro familias que habitaban una aldea de pescadores próxima a la casa apenas nos hablaban. Parecían empeñadas, como nosotros, en observar a todas horas aquella línea de bruma violácea y lechosa que definía el comienzo de la Nada. Pero la Nada no acechaba tras el horizonte. La Nada éramos nosotros, a este lado del mar.
Los días se vaciaban como tinajas rotas en aquel extremo del mundo. Amanecía, y las horas jugaban con nosotros a su antojo. No manteníamos ritos con que fijarlas, aunque procurábamos -durante el día- acumular sueño y cansancio. Todos temíamos a la noche: las horas de vigilia, eternas, despiadadas, vacías en aquel lugar del límite.
Resulta inverosímil que una niña de diez años pueda sufrir de insomnio y despreciar los alicientes de una playa por la que tiene libertad de vagar a su antojo. Pero yo no era una niña. Al menos, creía que no lo era; nadie me lo recordaba. Leía, aunque sin entenderlos, los pocos libros que mi padre consiguió -Dios sabe cómo- llevar consigo hasta ese lugar. Y estudiaba las mismas asignaturas que mis compañeras estarían cursando en el colegio de Barcelona, al que nunca regresé. Mamá era mi profesora, y las clases se desarrollaban en la cocina. Ahora pienso que ella eligió ese lugar como aula porque era una de las pocas estancias de la casa orientadas a poniente. Así, ambas evitábamos distraernos observando, a través de la ventana, aquella línea brumosa que nos obsesionaba.
Mi madre era escultora, pero cuando decidió seguir a su marido en el destierro, no quiso trasladar las herramientas, ni los cuadernos y lápices con los que dibujaba sus bocetos. Fue mi padre quien decidió que yo les acompañaría, en lugar de quedarme en casa de los abuelos. No protesté ni una sola vez en todo aquel tiempo, aunque me preguntaba por qué se empeñaron en llevarme, cuando ellos dos se bastaban entre sí.
La certidumbre de que, en el fondo, mis padres no me necesitaban, contribuyó a acrecentar aquella sensación de irrealidad que emanaba de mi persona y se expandía al espacio exterior, donde sólo eran tangibles la línea violácea del horizonte, la superficie lechosa del mar y los arrozales que emergían de poniente.
No tardé en descubrir el tendido de la vía, que fijaba una frontera entre nuestra casa y la orilla de la playa. Caminando por la arena tropecé con un hierro, y caí; pero entonces no me atreví a preguntar quién ni por qué la había construido, ni adónde llevaba. Sin duda, el absurdo recorrido que un tren pudiera realizar sobre aquellas vías no era mayor que nuestro propio absurdo, anclados como estábamos en aquel extraño lugar. Yo misma era una invención, una criatura invisible que deambulaba por la orilla de la Nada.
Mis padres habían dejado de existir como tales. Ya no los reconocía como aquellos atentos progenitores que, desde muy niña, me enseñaron a descubrir el mundo. No espiaba sus conversaciones y gestos, como acostumbraba hacer en nuestra casa. Asentía a sus comentarios sin escucharles, y obedecía a sus indicaciones como una autómata.
Me fui desprendiendo de mis deseos, y dejé de esperar. Ahora sólo existía aquella línea divisoria con la realidad. Y a este lado, nosotros: la casa, la arena, la Nada… Cuando -tiempo después- supe que habíamos permanecido en aquel lugar dos años, lo primero que hice fue palpar mi cuerpo, para advertir cualquier detalle que pudiera dar constancia de ello.
Soñaba de día que todo era un sueño y por las noches lloraba en mi cama, incapaz de dormir, convencida de que no podía eludir aquella suprema ficción en la que había desembocado nuestra realidad. Se nos había borrado de la faz del mundo, y ya no existíamos.
Por ese motivo, me irritaba que mi padre fingiese una normalidad que resultaba dramática, dadas las circunstancias. Él leía y escribía mucho, y cuando conversaba con mi madre citaba a los miembros de nuestra familia y a los amigos comunes como si acabasen de visitarnos. Ella era su cómplice en lo que yo calificaba de farsa. Ahora comprendo que papá luchaba por rescatarnos de la Nada, y trataba de imponer nuestra propia realidad en aquel lugar imaginario al que su destierro nos había conducido. ¡Cuánto debió sufrir, juzgándose culpable de nuestra infelicidad!… Sin embargo, nunca se lamentó en voz alta por el destino al que sus ideas -expresadas con valentía en la cátedra de la Universidad- le habían conducido. Y aquella mañana, cuando la primera peonada de hombres comenzó a desbrozar las matas que habían crecido entre las vías, le oí comentar:
– Ya ves, Isabel, estos pobres viven una condena peor que la nuestra…
Los traían en un camión a primera hora, y los recogían hacia las cinco de la tarde. Uno de los pescadores nos contó que aquel trazado comunicaba una mina de hierro, localizada en una zona de acantilados, con el puerto que daba nombre a la isla. Se había valorado la posibilidad de explotar de nuevo el yacimiento, y muy pronto el mineral volvería a ser transportado en vagones.
Yo no entendía la diferencia entre un ferrocarril minero y un tren de pasajeros. Mi fantasía se desbordó, imaginando una locomotora que tocaba alegremente el silbato mientras arrastraba vagones repletos de gente. Por primera vez, algo prometedor asomaba por el horizonte y me comunicaba con el resto del mundo.
La vía quedó limpia, y aquellos hombres desaparecieron. Sin embargo, pronto supimos -por aquel pescador- que un informe de ingeniería había frenado definitivamente el proyecto. El ferrocarril que yo había llegado a dibujar en un cuaderno era un tren fantasma que ya sólo habitaba en nuestras mentes. Y sin embargo…
Fue una mañana de otoño, gris y brumosa, cuando supe que aquel tren subía del sur y que la vía -contrariamente a lo que yo imaginaba- era un camino hacia el norte. Lo vi emerger, torpe aunque tenaz, entre una nube de polvo y de humo. Lo vi avanzar con voz propia: la que relataba su propio esfuerzo, o su ánimo por llegar a destino, o su empeño por salvar los pequeños obstáculos del terreno. Sólo yo tuve el privilegio de presenciar cómo la Nada estallaba sin levantar chispas, sin esparcir restos. Aquella máquina la devoró al pasar ante mí. Y cuando su férreo esqueleto se superpuso a la línea violácea del horizonte, me sentí flotar en un sueño cargado de presagios.
Me pareció que el tren se detenía ante mí, aunque yo sabía que seguía avanzando. El ruido cesó, y un alarido rotundo y salvaje salió de mi pecho. Corrí hacia la casa. Mis padres, asustados por el grito, se asomaron a la puerta. Les abracé y eché a reír de forma enloquecida, como solía hacer de pequeña cuando quería contarles algo y no encontraba las palabras. Sin embargo, no les expliqué el motivo de mi euforia, y volví a correr hacia las dunas. Debieron de pensar que se trataba de un juego.
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El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocan la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros.
El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el viernes de cada semana, el Comité de Lectura selecciona el relato que, a juicio de sus miembros, sea el mejor entre los enviados hasta esa fecha, publicándose el lunes siguiente en hoyesarte.com. Este es el caso del cuento Ciertos límites.