Un suave viento le despeinó hacia el rostro un manojo de canas que apartó con la mano hacia detrás de la oreja. Sacando fuerzas de su propio agotamiento, como quien saca agua de un pozo profundo, subió despacio aquellos escalones de piedra hasta llegar a la puerta de cuarterón, cuya parte inferior estaba cerrada. Se detuvo un momento y a través de la hoja superior pudo observar desde fuera aquella estancia, descubriendo detalles que tenía tatuados en la memoria. Todo permanecía igual, todo en su sitio, como lo recordaba. El mismo olor, las mismas sensaciones, los mismos reflejos de oro iluminando la penumbra del umbral, donde la tarde deshojaba sus últimos rayos.

Desde el interior, llegaban ahogados los acordes de un tango pausado y melancólico. La misma música, el mismo escenario, los mismos bailarines imaginarios. El eco de unos pasos ralentizados en el suelo de madera reveló su presencia. Un escalofrío atravesó las arrugas y el aliento de este hombre cansado, arrancando de sus labios temblorosos tres únicas y húmedas palabras.

̶   Irene, ¿estás ahí?

̶   Claro… Tenemos un baile pendiente.

II. A media luz

Dibujando imaginarias siluetas en las paredes y el techo, la mujer desmadejaba las horas balanceándose en la mecedora, yendo y viniendo del pasado al presente como las mareas y las estaciones. Pero con el futuro hipotecado por una cicatriz cosida en los alrededores del alma.

A veces, lanzaba una mirada de soslayo hacia la puerta entreabierta, por la que un día salieron sus sueños a pasear y no volvieron. A veces, a la luz intangible de la siesta, adormecía entre algodones una canción antigua, la joya de su colección de vinilos acumulados a lo largo de cuatro décadas de ausencias. Tangos, boleros y milongas recubiertos por una pátina de soledades y silencio.

Un ligero viento entró desde la calle y atravesó la penumbra del umbral, invadiendo la estancia con un olor entrañable a sosiego y ternura, el perfume que suele acompañar la llegada del otoño y los besos rescatados del abandono. La mujer frenó en seco el balanceo para escuchar y oler aquellas sensaciones, que se fundían con la melodía del viejo tocadiscos. Nadie mejor que ella para percibir la esperanza, tras una larga espera en los atardeceres de la vida.

Agudizando sus sentidos, sacando fuerzas del profundo abismo de añoranza que le otorgaba una energía adicional, se puso en pie y avanzó lentamente hacia la entrada, con una escueta frase anclada en la garganta, que no llegó a pronunciar, no tuvo tiempo:

̶  ¿Eres tú, Manuel?

Pero él ya estaba dentro de la casa. Se aproximaba a ella en silencio, con un acuoso brillo en los ojos, con los brazos extendidos para el encuentro. Sus pasos parecían arrastrarse a ritmo de tango. Ella lo vio llegar y las lágrimas también le brotaron hacia dentro, mientras sonreía y movía levemente su cuerpo al compás de aquella vieja canción que el olvido no fue capaz de arrebatarle.

La misma música, el mismo escenario, los mismos bailarines imaginarios. El mismo amor, reclamándole hojas al calendario.