Urrutia la examina. La observa masticar. Espera que un cruce de miradas los envíe a un tiempo remoto, tiempo en que supo quererla. Espera lo que no sucederá: que Jimena diga algo gracioso, algo distinto. Algo nuevo, por lo menos.
—Apurate, querido. Y poné la mesa, querés.
Urrutia obedece. Y piensa. Despliega el mantel y se resigna a un último y sufrido sorbo de agua fría y empalagosa. Piensa. Mucho. Cómo sacársela de encima sin que Florencia y Leandro lo odien para siempre.
—Gracias —Urrutia le devuelve el mate y se sienta a su lado.
—Sos flojito, eh —Jimena se entretiene con las fotos lustrosas de la Caras.
—Sabés que el mate me da acidez —dice Urrutia, después de un suspiro.
—Nunca conocí un tipo tan blandengue, Urrutia —Jimena corre los dedos gordos de página en página—: dos mates, y te la pasás repitiendo; un poco de picante, y tenemos que correr a la guardia. Y ni hablar de… lo otro. Ahí sí que vas muerto.
Él no encuentra en esas, ni en ninguna de sus palabras, lo que precisa para no tener que hacerlo. Lleva meses dándole nuevas oportunidades, pero Jimena insiste en desaprovecharlas.
—Si apenas empiezo, y vos ya estás roncando. O no te digo siempre que me esperes, y no sos capaz. Me das…
Urrutia cree que esta vez ella no lo va a decir. Se equivoca:
—Asco me das.
Urrutia entiende que hay un solo modo de clausurar el domingo, y posponerlo, a esta altura, ya después de tantos años así —porque llevan años así— le resulta insoportable.
—Y después me preguntás por qué Gerardo viene tan seguido.
Él no responde. Se sumerge en las difíciles líneas del suplemento económico. Ya ha oído lo de Gerardo infinidad de veces. Ya lo ha visto salir por su puerta una decena de veces. Y se ha prometido que un día…
Simula leer, planifica. Urrutia enrolla el diario y se acerca a la ventana: afuera llueve con todo. Y este es el día, porque viene postergándolo por meses, y se juró que lo haría el primer domingo de lluvia. Han pasado varios domingos de sol y otros tantos nublados —dieciséis en total—, y en todos ellos se lamentó por tener que aplazarlo, por lo menos, una semana. En el patio, el pasto sigue largo. La ropa de la soga chorrea por las mangas y por los ruedos. Pronto llegará el reproche, y él deberá salir y recogerla; pero lo tiene sin cuidado, porque es domingo y llueve: en breve se acabará todo.
Jimena lanza un grito apurándolo a un mate más.
—No, gracias —Urrutia sonríe porque entiende que es ineludible. Hizo lo humanamente posible para no llegar a este punto, lo sabe bien. Sonríe, se permite sonreír, porque sabe muy bien que no hay marcha atrás. Ya no hay retorno. Por eso sonríe: porque todo —toda esa rutina que se repite incansablemente desde que despierta— es una señal que viene a confirmar que por algo ella grita, por algo es domingo, por algo llueve.
Como todos los domingos, Florencia y Leandro llegarán con empanadas y helado de limón y, por primera vez, su visita lo tiene inquieto. Se enorgullece de haberlos convertido en personas muy distintas a Jimena, pero está seguro de que no aceptarán su decisión: será lo que será, pero al fin de cuentas ella es su madre. Eso lo tiene a maltraer: finalmente el día llegó, y no encuentra palabras para explicarles que era inevitable. Que hace años viene luchando por no llegar a este punto. Que nada ha cambiado, que no se acostumbra, que todavía le duele. Porque no han dejado de dolerle —en todos estos años— cada una de las punzadas que Jimena escupe desde el mate frío de la mañana, hasta el té de boldo que le hace preparar antes de acostarse.
De repente, como si el trueno que acaba de sonar viniera a aclarar su juicio, a revelarle los pasos a seguir, Urrutia descubre cómo y qué debe hacer. La respuesta le llega entre el relampagueo último y el bramido creciente del trueno. Le llega inequívoca, rotunda. Una respuesta que le evitará las preguntas.
Once y cuarto marca silencioso el canal de noticias. Falta poco.
—¿Querés que te diga una cosa? —murmura Urrutia, y se alisa el pelo. Sabe que es el comienzo.
Jimena agrega una cucharada de azúcar al mate frío y se prepara para contraatacar.
—Hoy es domingo —agrega él, tajante, mientras ordena las páginas de La Nación—. Y después de tantos domingos, por fin llueve —concluye, y la mira apenas—. Por fin llueve.
—Llueve y la ropa sigue en la soga. ¿La pensás dejar ahí? ¿Y qué carajo te vas a poner mañana?
Urrutia sonríe de nuevo, y por primera vez en quince años —tal vez veinte—, se siente joven. Lamenta que nadie comparta su secreto. Que nadie más haya sabido interpretar la luz que trajo el relámpago de hace unos instantes. Que todo vaya a terminar así, sin que él disfrute enumerándole todas y cada una de las razones que lo llevaron a jurarse que cuando fuera domingo y lloviera…
Sale, y pacientemente recoge la ropa mojada. Las gotas lo golpean y él las disfruta. Escurre la ropa antes de entrar, se descalza y sigue directo hasta su pieza. Chorrea lluvia por las orejas y por la nariz, y no le importa. Jimena balbucea algo acerca de la mugre de las baldosas.
Doce menos diez. En un rato sonará el timbre, y Urrutia estará listo.
Se desviste y se sienta desnudo en el borde de la cama. Saca la caja sucia que duerme sobre el ropero y desempolva el .38 que heredó de don Urrutia: el Smith & Wesson carga los seis impacientes cartuchos. Devuelve el revólver a su escondite y elige de entre su pequeño sector del armario un vaquero y un suéter beige que recibiera el último Día del Padre.
Plantado frente al espejo se acomoda los mechones mojados que se le engrudan sobre el cuero cabelludo. Se dispone a esperar la hora. Aquella canturrea un reggaetón obsceno que Urrutia no hace más que asociarlo con el tal Gerardo.
Avanzan los minutos, y él los percibe eternos, interminables. Todavía la oye quejándose por el piso llovido. Aquella voz aguda y exagerada compite con la del reproductor a todo volumen, y Urrutia detesta tanto la una como la otra.
Doce y veinte.
Se sube el cierre del vaquero y se calza el suéter. Desde la cocina le llegan roncas sorbidas de la bombilla que, para esta altura, no sabrá más que a bizcochito regurgitado.
El timbre suena tres veces: es Florencia.
Urrutia se ajusta fuerte los cordones y, por algún motivo que desconoce, esa insignificancia lo hace sentirse más seguro, más firme en su decisión. Oye acercarse por el pasillo, bajo la lluvia, la hermosa voz de Florencia, que apenas entra a la cocina pregunta por su papá. También llegó Leandro: tiene voz de resaca.
A través de las paredes delgadas, Urrutia percibe cada sonido, cada roce: una silla que protesta contra el piso, un paraguas que se cierra, el repique del Magiclick, la pava en la hornalla, el dolor y la liberación de la lluvia, que no desiste. Estira el brazo, vuelve a agarrar la caja y se embute el .38 en la cintura. Pesado y frío. Hermosamente frío.
Vuelve a encontrarse en el espejo. Sonríe, y con la cabeza en alto se dirige a la cocina.
Jimena no alcanza a soltar lo que seguramente sería un reproche: Sergio Urrutia descarga una bala certera. Sólo una le ha hecho falta. Y el tiempo ahora se percibe como sólo se comprende en las instancias definitivas: perezoso, demencial, plácido. Caprichoso.
Florencia tarda en reaccionar; Leandro se queda inmóvil en su silla.
Dos segundos, tal vez cinco… y todo es un desastre.
Florencia sale chillando al patio, y Leandro se arrodilla, tembloroso, sordo. Contempla el cuerpo pesado que se desangra contra el piso.
Jimena se queda estupefacta, sin activar un músculo.
Y Sergio Urrutia ya es feliz. Porque ha podido reconstruir cada travesura de Leandro y cada comunión y los pañales y los actos de fin de año y las sonrisas de Florencia y el lejano agosto en que conoció a Jimena bajo una lluvia furiosa de domingo. Y lo ha hecho durante esos segundos que transcurrieron, pausada y serenamente, desde que apoyó el índice en el gatillo hasta que la bala le atravesó el paladar y la garganta.