No espera nada, la respiración es un movimiento mecánico sin pretensiones, ni destino. El abandono cobra la forma del reposo, una hoja de otoño desprendida de la raíz que imponía una relación con el tiempo. Las alucinaciones, los divagues, los soliloquios, se interrumpen al mediodía, cuando escucha a las guachitas que destrozan su jardín, una de ellas, la Sofía, es su nieta, pero la Pascuala no lo sabe, o no lo recuerda. Ya no quiere ni puede levantarse de la cama para echarlas con baldazos de agua o escobazos, como lo hizo tantas veces. No puede moverse, ni salir a darle de comer al Negro y al Paquito, ni hacer la compra ni preparar el mate, mucho menos puede cuidar el jardín cuando las dos guachitas arrancan las violetas y juegan maquillarse los cachetes.
Hace tiempo cumplen el ritual: mientras la Sofía pinta a la Paola, la Paola pinta a la Sofía, lo hacen lentamente, estirando el momento, haciendo perdurar el hechizo que se impregna en las mejillas, la clorofila que invade la piel. Los pétalos se desintegran, con cada movimiento circular, se desarman, dejando partículas violetas en las mejillas frescas y relucientes de las niñas que simulan prepararse para algún evento de esos a los que asisten los grandes, para beber y fumar y hacerse declaraciones de amor. Se usan de espejo, cada una pinta el rostro de la amiga como si pintara el suyo, superponen los movimientos, las manos se cruzanen el aire y buscan un destino. Quizás a esta altura son parte de lo mismo, están integradas en una misma personalidad, como si hubieran nacido juntas. Cada una confía plenamente en las faenas de la otra y se deja pintar con absoluta entrega y con placer. Nada tiene sentido para ellas, salvo este ritual que engaña al aburrimiento y lo sepulta. Un ritual que cada vez costará más sostener.
Cuando la Pascuala todavía podía moverse hacía más divertido el juego. Cargaba baldes con agua y los echaba encima de las niñas con verdadera furia, con malicia. Los enojos de la mujer le otorgaban al juego ese componente de verdadera travesura, de picardía, de acechanza de lo prohibido. Pero ahora la Pascuala ya no viene, los perros sí, rompen el jardín, ladran o lloran, no se entiende bien. Las guachitas adivinan que algo extraño sucede porque los perros obedecen a la Pascuala con rigor, saben que está prohibido saltar el alambre e ingresar al jardín, pero ahora lanzan gritos indescifrables y muerden la ropa de las guachitas, tironeando los pantalone scortos y las remeras agujeradas, después corren y entran al rancho. Entonces, por primera vez desde que la Pascuala cayó enferma, las guachitas suspenden el juego y siguen a los perros.
La ven, la Pascuala yace como un bebe dormido, ya no respira ni monologa, los piojos hacen un festín sobre su cuerpo. El gesto de la cara parece indicar que ahora sí espera algo, hay expectativa, demanda, súplica. La Paola mira a su amiga con ojos pedigüeños y las dos, en silencio, pero ya no como el ritual de un juego sino como una iniciación en el absurdo, comienzan a sacar los piojos de la cabeza y el torso de la Pascuala, y a matarlos, imitando las faenas de la madre de la Sofía que cada día dedica un largo rato a la tarea de limpiar la cabeza de la Pascuala y procurarle los cuidados mínimos, apenas perceptibles para la mujer yacente.
Uno a uno los piojos son arrancados del cuerpo y asesinados con pies y manos. Cuando la tarea acaba, las guachitas salen al jardín, juntan todas las violetas que existen y entran al rancho otra vez.
Son dos criaturas de apenas un metro. Con las caritas y las patas sucias, con las prendas rasgadas y la piel seca. Una con el pelo dorado, la otra con el pelo negro.
Hacen un pacto con los ojos, todavía tienen la capacidad de usar la mirada para decirse las cosas: “vamos al arroyo” o “trepemos el pino de Juárez” o “subamos al techo”. Esta vez, la invitación, el pacto, no es para jugar, o quizá sí, pero es en todo caso un juego poco inocente, necesario como el pan, como amor y como el aire.
Acomodan el cuerpo diminuto de la Pascuala, lo ponen en posición de féretro, lo amortajan con una sábana; con algunas violetas decoran los bordes de la cama y con las otras pintan sus mejillas blancas. El rostro recobra algo de vida, algún rasgo de juventud dormido que ahora despierta.
Cuando terminan, las guachitas se miran y miran a los dos perros que ya no ladran ni se agitan. Por los ojos de las cuatro criaturas pasa la melancolía como brisa de enero: alivia el ardor, pero no lo quita. Y la Pascuala, por primera vez pintada con las violetas de su jardín, abandona el gesto expectante. En la culminación se yergue la satisfacción primera, quizás la única posible.
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El gran número de autores innovadores y la gran calidad del cuento español en el panorama literario contemporáneo es un fenómeno reconocido tanto por la crítica especializada como por los aficionados a la literatura en general y a la narrativa breve en particular. Con el objetivo de promover y difundir este género, hoyesarte.com, primer diario de arte y cultura en español, y KOS, Comunicación, Ciencia y Sociedad, con la colaboración de Arráez Editores SL, convocaron la primera edición del Premio Internacional de Cuentos Breves ‘Maestro Francisco González Ruiz’, dotado con 3.000 euros y cuyo plazo de presentación de relatos concluyó el pasado 31 de mayo.
El certamen se desarrolla en una fase previa y otra final. Durante la previa, el Comité de Lectura selecciona los relatos finalistas de entre los recibidos antes del 31 de mayo, que se irán publicando en hoyesarte.com. Este es el caso de Violetas, nonagésimo noveno cuento preseleccionado.
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