Tienen algo estos bancos de cilicio de la idea, de sangría de la idea, como si el calabozo se hubiera prolongado hasta esta sala arañándome los muslos con las uñas rugosas del barniz. Pero mi madre no. Mi madre ya está en pie, delante del estrado. Mi madre, hoy, aquí, viene toda tocada por la gracia. Yo la escuché orinar esta mañana, el chorro solemne de la orina en el retrete sucio de la celda, en el acero frío de la celda. Y en ese chorro iba, estoy segura, el légamo de valiums de su cuerpo. Los valiums en medio de la urea. Los valiums al fondo del retrete. Los valiums los ha meado todos en un redoble nuevo de tambores. Los ha meado todos porque ahora lo que mea mi madre son palabras, con una claridad de epifanía. Un chorro luminoso de palabras. Mi madre, apicultora del dolor. Le ha volado el paladar de la colmena y le nacen los enjambres de la boca. Toda una vida apicultora del dolor, perita en cardenales y en pellizcos y en ese aliento agrio que hace presa en el cuello, entre los muslos, en las tetas. Aliento de borracho trasnochado. Y no puedo aplaudirla porque el frío se ha apoderado entero de mi cuerpo, y porque las esposas me toman torvamente estas dos manos de las que le oigo hablar. Porque ella sigue hablando —: Nos perdimos aquella noche, sí. Después de tantas tundas nos perdimos y fuimos a encontrar la dignidad, figúrese. Lo degollamos con nuestras propias manos.