Como las cuerdas de atar la memoria todavía no se han aflojado del todo, me permiten recordar aquellos días de la infancia correteando por las calles de un pequeño pueblo mediterráneo que olía a cal y azulete. Cuando entonces, durante el tiempo de la Navidad, en la plaza del mercado se abría un boliche para jugar “a la perra chica” o “chica a la mano”, apostando a los pares o a los nones, y en la iglesia, la escuela y muchas casas se levantaban belenes en los que había un río, aguas de papel de plata, pastores guardando ovejas y Reyes Magos a la puerta de un pesebre con telarañas en los techos y paredes de papel de estraza.
En las mesas había alfajores, alajú, torta de matalahúga, mantecados y roscos de anís; en las manos, platillos y zambombas, panderetas y almireces, y en las gargantas, aguardiente, canciones y villancicos, algunos de ellos con una pizca de picardía como aderezo de la piedad:
“Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad. Saca la bota María que me voy a emborrachar”.
“Los pastores que supieron que el Niño quería fiestas, hubo pastor que rompió tres pares de castañuelas”.
«En el portal de Belén hay un hombre haciendo gachas. Con la cuchara en la mano, va repartiendo a las muchachas».
“En el portal de Belén han entrado los ratones, y al bueno de San José le han roído los calzones”.
“En el portal de Belén está Jesús con María y con José. El carpintero tiene los calzones rotos y el culillo se le ve”.
Había algún villancico que parecía indescifrable, como esta variante de La Marimorena: “En el portal de Belén hay una naranja china, que la pintó San José con su mano peregrina”. Otros, tenían una claridad meridiana y llegaban a los oídos de la chiquillería como un escalofrío que sacudía el cuerpo y el porvenir, un helor más de navaja que de noche invernal: “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más”, que parecía remitir a aquel otro de Lope de Vega: “Las pajas del pesebre,/ niño de Belén,/ hoy son flores y rosas,/ mañana serán hiel”.
En fin, los había que se prestaban a interpretaciones varias: “Para Belén va una burra, rin, rin, (…) cargada de chocolate… María, María, ven acá corriendo que el chocolatillo se lo están comiendo. María, María, ven acá volando que el chocolatillo se lo están …”. Y en estos puntos suspensivos cabía el gerundio de un verbo variable según la edad y la imaginación: mientras que a los más pequeños se nos hacía la boca agua y los ojos chiribitas pensando en una taza de chocolate Quitín Nogueroles, a los mayores y más traviesos se les subía algún que otro humo a la cabeza hasta volcarles los párpados y abrirles la risa.
Entre los villancicos que aún no ha extraviado el olvido también había uno que hacía referencia a los Reyes Magos: ”De Oriente han salido tres Reyes para adorar al Niño. Una estrella les va guiando para seguir el camino”. Y este es el asunto que nos ocupa: ¿fue real el viaje de los Reyes Magos?, ¿vinieron de Oriente?, ¿existió la estrella por la que supuestamente se guiaron hasta llegar a Belén? Hagamos un pequeño repaso de lo que supone el punto final del ciclo navideño.
¿Fue real?
Uno de los pasajes más curiosos de los Evangelios es el que hace referencia al viaje emprendido por unos magos, cuya patria está en Oriente, dejando en la vaguedad el origen de los mismos: “Unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Es que vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo” (Mt 2: 1-2). Aparte de Mateo, ninguno de los otros evangelistas recoge el episodio.
Dado que la palabra griega mάgoi se ha traducido históricamente como “magos”, “sabios”, “brujos” o “personas dotadas de poderes sobrenaturales”, lo más probable es que se tratara de sacerdotes persas o babilonios (aparte de las funciones religiosas, se ocupaban de la astrología y la astronomía y eran considerados como poseedores de una ciencia oculta), sabios con amplios conocimientos de astronomía, o “príncipes” oriundos de Arabia.
Hay poca o ninguna base bíblica o histórica para identificar a estas personas como reyes en el sentido literal del término. En cambio, existen al menos tres razones para identificarlos del modo apuntado, sin que haya que tener en cuenta las connotaciones actuales de la palabra mago: en primer lugar, el relato de Mateo muestra que estaban interesados en las señales del cielo; en segundo lugar, el texto pone de manifiesto de manera explícita que eran de Oriente, dirección en la que se situaba la tierra de los medos, así como Persia, Asiria y Babilonia, en donde era frecuente encontrarse con magos que también practicaban el sacerdocio, y, en tercer lugar, entre los pueblos orientales fueron estos los que tuvieron más contacto con el pueblo judío, incluido el periodo del exilio babilónico (s. VI a. C.), lo que les habría proporcionado a sus sabios muchas oportunidades de conocer los textos bíblicos que contenían promesas sobre la venida del Mesías.
Por tanto, no es de extrañar que “sus majestades” se pusieran en marcha en busca de la verdad. El hecho de que se presentaran en Jerusalén responde a la lógica de que, si esperaban encontrarse con “el rey de los judíos”, lo normal era que hubiera nacido en dicha ciudad o en sus proximidades. Por otra parte se sabe por escritos de Flavio Josefo, Tácito y Suetonio que en aquellos tiempos flotaba en el ambiente judío la esperanza de la próxima aparición de un “rey mesiánico”, de un verdadero “salvador del mundo”.
En busca de la verdad
Tras su fallido encuentro con Herodes cuenta Mateo que “después de haber oído al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en el oriente les precedía, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella sintieron grandísimo gozo y, llegando a la casa, vieron al niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron, y, abriendo sus cofres, le ofrecieron como dones oro, incienso y mirra” (Mt 2, 9-11).
La historia de los Reyes Magos, tal y como la conocemos hoy, responde a la lectura de la Iglesia del relato evangélico a la luz del libro de los Salmos: “Los reyes de Tarsis y de las islas le ofrecerán sus dones, y los soberanos de Seba y de Saba le pagarán tributo.// Postráronse ante él todos los reyes, y le servirán todos los pueblos” (Sal 72, 10-11), y del Libro de Isaías: “Las gentes andarán en tu luz, y los reyes a la claridad de tu aurora// Alza en torno tus ojos y mira. Todos se reúnen y vienen a ti, llegan de lejos (…), vienen de Saba, trayendo oro e incienso, pregonando las glorias de Yavé” (Is 60, 1-9). Pero también a los detalles introducidos a lo largo de los siglos por la tradición eclesiástica y al interés por convertir a los Reyes Magos en representantes de los tres continentes conocidos antes del descubrimiento de América y la llegada del Mundo Moderno, en un intento por universalizar el mensaje de Cristo.
La imagen de los Reyes Magos adorando al Niño aparece de forma continuada en la iconografía cristiana desde los primeros tiempos, y es con Tertuliano (s. II-III) cuando los magos adquirieron su estirpe real. Durante una primera etapa su número fue variado, pero Orígenes lo dejó establecido definitivamente en tres, en el primer tercio del siglo III. Más tarde, el Papa León I el Magno en sus Sermones para la Epifanía (s. V) y el Evangelio del Pseudo-Mateo (s. VI) también harían alusión a ello.
El origen de los nombres de cada uno de ellos también resulta desconocido y solo aparecen referencias a los mismos en evangelios apócrifos, como el Evangelio armenio de la infancia (s. IV), que hace alusión a Melchor, rey de los persas, a Gaspar, rey de los indios y a Baltasar, rey de los árabes, tratando de agrupar a las diversas “tierras del oriente”, y a las distintas propuestas de los primeros padres de la Iglesia.
En la cultura popular
Con esos nombres los Reyes Magos también aparecen en los mosaicos bizantinos de la Iglesia de San Apolinar Nuovo, en Rávena (s. VI), y lo hacen vestidos con ropajes similares, pero con diferentes edades. Definitivamente los personajes de los tres reyes Magos se asentaron en la cultura popular tras ser recogidos por sucesivas compilaciones del Liber Pontificalis o Libro de los Papas (s. VI-IX) y por La leyenda dorada, de Santiago de la Vorágine (s. XIII).
Todo ello ha permitido desarrollar a lo largo de la historia toda una simbología en relación a los rasgos físicos, las edades de la vida del hombre (juventud, madurez y vejez) y la correspondencia de los regalos ofrecidos al niño con las características singulares de cada uno de ellos, etc., que puede contemplarse -con las variantes correspondientes, según la interpretación de cada autor- en las numerosas obras que nos han legado artistas de todas las épocas. Los presentes ofrecidos (oro, incienso y mirra) se relacionaron con los tres hijos de Noé: Melchor, símbolo de Europa y de la raza de Jafet; Gaspar, representante de Asia y de los hijos de Sem, los semitas, y Baltasar, símbolo de África y de los descendientes de Cam.
De igual modo, no existe constancia del recorrido realizado por los Reyes Magos, aunque, si se acepta que procedían de diferentes lugares, probablemente se encontraron en algún punto de la antigua Mesopotamia y después cruzarían juntos el desierto de Siria, llegando a Haleb (Alepo) o Tudmor (Palmira), recorriendo luego el trayecto hasta Damasco y viajando hacia el sur, en dirección al Mar de Galilea y el Jordán, hasta cruzar el río a la altura de Jericó, desde donde se dirigirían a Jerusalén. Pero esta es solo una de las múltiples alternativas planteadas. Tampoco hay constancia del medio de transporte utilizado, aunque la tradición ha popularizado al caballo, el dromedario y, sobre todo, el camello como los animales que les habrían facilitado el largo viaje desde el Oriente.
Por su parte, la “estrella de Belén” ha sido objeto de variadas conjeturas desde los primeros tiempos del cristianismo. Entre los evangelios canónicos únicamente es recogida, y de forma sucinta, por el texto de Mateo comentado anteriormente. El apócrifo del Rey Jacobo (s. II) hace una descripción más detallada, asegurando que era tan grande y brillante que dejaba invisible a todas las demás estrellas. Lo más verosímil es que se tratara de un fenómeno visual motivado por un algún acontecimiento astronómico inusual.
Fenómeno milagroso
En el siglo XVII, el astrónomo Johannes Kepler estableció la seductora hipótesis de que el “fenómeno milagroso” podría identificarse con la rara conjunción de la Tierra con los planetas Júpiter y Saturno, mientras el Sol se encontraba pasando por Piscis, hecho que se habría repetido en muy raras ocasiones a lo largo de la historia, una de las cuales, según el sabio holandés, ocurrió en torno al año 7-6 a. C.
Sin embargo, desde el siglo XIX se han venido acrecentando las objeciones a la teoría de Kepler, aunque tampoco se puede afirmar que las alternativas propuestas sean más consistentes. En el último siglo y medio las hipótesis que se han esgrimido para dar explicación a la “estrella de Belén” incluyen, además de otras conjunciones astrales, cometas, supernovas, explosiones de meteoros, “bolas de fuego” o sencillamente la luz desprendida de Venus. Lo más probables es que sencillamente se tratara de un relato teológico, como se ha venido sosteniendo desde los tiempos de Ignacio de Antioquía (s. I) y Juan Crisóstomo (s. IV), padres de la Iglesia.
En definitiva, Mateo bien pudo haberse hecho eco de algún suceso cósmico extraordinario ocurrido realmente o bien dotó al relato de un episodio fantástico para que se cumpliera el oráculo de Balam, “el que oye palabras de Dios y ve visiones del Omnipotente”, en el libro de los Números: “La veo, pero no ahora; la contemplo, mas no de cerca; se alza de Jacob una estrella; surge de Israel un cetro, que aplasta las sienes de Moab, y el cráneo de todos los hijos de Set” (Núm 24, 17), aunque la estrella a la que se refiere el profeta pagano no es un astro, sino el mismo rey que ha de venir. Quizás lo que hizo Mateo para no tener que depender de la memoria fue utilizar una metáfora para que los demás también pudieran vivir lo que para él suponía el acontecimiento más grande hasta ese momento: la llegada al mundo del Mesías. Acaso el evangelista había leído a los griegos y sabía que sin metáforas somos incapaces de vivir.
Poco después del episodio de los Reyes Magos, el evangelio de Mateo también recoge la huida a Egipto y el posterior regreso a Nazaret de la Sagrada Familia (Mt 2, 13-29), acontecimiento que sería ampliado con multitud de anécdotas y hechos milagrosos por los llamados Evangelios apócrifos y la tradición cristiana posterior. De acuerdo con estas fuentes, durante los más de 1.200 kilómetros que duró el trayecto, parece que José caminaba delante tirando de las riendas de una borrica, en la que iba subida María con el niño en brazos.
En su travesía por el Sinaí debieron soportar el calor sofocante del día, las bajas temperaturas de la noche, la falta de agua y de comida y la amenaza de los asaltantes de caminos y de los animales salvajes, así como el miedo a la persecución de Herodes, razón por la que hubieron de sortear las principales rutas que los viajeros de la época solían utilizar entre Palestina y Egipto y aventurarse por caminos desviados.
Orientación eclesial
En la actualidad, exegetas de orientación claramente eclesial, como Rudolf E. Pesch, son contrarios a la historicidad, o por lo menos dejan abierta la cuestión. En cambio, otros, como Klaus Berger y Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), piensan que, mientras no haya prueba en contra, hay que suponer que “los evangelistas no pretenden engañar a sus lectores, sino narrarles los hechos históricos”.
En otro orden de cosas, es obligado señalar que el tema de los Reyes Magos está estrechamente unido al nacimiento de la literatura española. El Auto de los Reyes Magos, también conocido como Adoración de los Reyes Magos, es la obra teatral más antigua de la literatura española, el primer texto dramático en lengua romance. Se trata de una primitiva pieza dramática (s XII), encontrada en un códice de la catedral de Toledo, que tiene como fondo la representación que se hacía en las iglesias durante la popular “Misa del gallo” de Nochebuena. El auto se refiere a los Reyes Magos como “esteleros”, es decir, aficionados al estudio de las estrellas. Uno de los aspectos más comentados del auto es la llamada “duda de los reyes”, un ardid ideado para cerciorarse de la divinidad de Jesús: «Si fuese rey de la Tierra, el oro querrá; si fuere hombre mortal, la mirra tomará; si rey celestial, estos dos dejará y el incienso, que le pertenece, elegirá».
Cuando las representaciones medievales de los misterios o moralidades dieron lugar al género dramático de los llamados “autos sacramentales” (piezas teatrales cortas de carácter religioso y estructura alegórica), la Adoración de los Reyes Magos se convirtió en uno de los más celebrados. El género se popularizó en España durante el Siglo de Oro y adquirió un gran peso en el teatro de Calderón de la Barca, que se refería a él como un “sermón puesto en verso”, como una representación de cuestiones teológicas que “no alcanzan mis razones a explicar ni comprender”, pero que disponen al regocijo. Lope de Vega, otro de los grandes dramaturgos del Siglo de Oro, define a los autos sacramentales como “comedias a honor y gloria del pan” y es autor de villancicos, algunos tan entrañables como este: “Yo vengo de ver, Antón,/ un niño en pobrezas tales,/ que le di para pañales/ las telas del corazón”.
Dickens y Valle Inclán
Por otra parte, los cuentos navideños, surgidos en la primera mitad del siglo XIX como un trasvase de la tradición oral de los villancicos, que se había mostrado ya claramente insuficiente para transmitir toda la información y la fantasía de la Navidad, y del imparable crecimiento de la prensa periódica, cuyos lectores demandaban relatos de temática navideña en el tiempo de su celebración, fueron adquiriendo un notable peso dentro de la narrativa, sobre todo a partir del éxito popular del célebre Cuento de Navidad, de Charles Dickens.
También en la literatura española realista y modernista se desarrolló el subgénero de los cuentos navideños y, entre ellos, no son pocos los que centraban su temática en los Magos de Oriente, como La Adoración de los Reyes (1902), de Ramón María del Valle Inclán, donde el relato se funde con la estampa descriptiva para proporcionar la textura de una “Tabla del siglo XV”, llena de colorido y sensibilidad:
“Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno a las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes. Jinetes en cabellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos. El de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los tres Reyes Magos cabalgaban en fila. Baltasar el Egipcio iba delante y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros…”.
Y más adelante el escritor gallego ofrece esta delicada imagen de los Magos delante del niño:
“Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del Nilo temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle (…). Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones”.
Finalmente, durante más de un siglo las cartas a los Reyes Magos (¿quién no ha escrito una alguna vez?) han sido uno de los sostenes del género epistolar. Incluso en nuestros días, cuando las misivas enviadas por correo postal están siendo devoradas por la inmediatez de los mensajes de correo electrónico y de los realizados a través de las redes sociales, las cartas a los Reyes Magos se mantienen a flote, como el mensaje encerrado en una botella lanzada al mar y que se puede leer sin tener que romper la botella, como una isla de papel sustentada en el aire por su falta de gravedad.
A pesar de todo hay cartas que se depositan en el buzón de un zapato la noche de reyes, como la que León Felipe envió a su pequeño amigo Benito, el ángel del acordeón, invitándole a mirar las estrellas, estaciones a la espera de su último viaje, de nuestro último viaje. Todavía hay cartas, ahora ya sin franqueo, como la arrabalesca Carta a los Reyes Magos, en la que, Fernando, un niño octogenario pedía a sus majestades que le trajeran, entre otras cosas: dos gatos siameses, el de Cheshire y el de Schrödinger, un abanico hecho con pestañas de estrellas de Hollywood para combatir la nostalgia y un grifo de agua caliente en la fuente de la juventud, pero también les reprochaba haberle regalado el don de las lágrimas y la falta de respuesta a alguna misiva.