Cortázar (1914-1984), argentino espigado nacido en Bruselas, hombre de pausados modales y corazón en llamas, escribió una bomba a la que puso el nombre de un juego de niños: Rayuela. Unas casillas dibujadas en el suelo sobre las que se salta y, entre azar y destreza, el jugador, desde la “tierra” que es el cuadrado del que se parte, intenta llegar a la medialuna final que no es otra cosa que el «cielo».
Del hombre y del artista
Tan simple como complejo. Cortázar lo dijo: «La novela que nos interesa no es la que va colocando los personajes en la situación, sino la que instala la situación en los personajes… Mi libro se puede leer como a uno le dé la gana. Liber Fulguralis, hojas mánticas, y así va. Lo más que hago es sugerir como a mí me gustaría releerlo».
Así lanzó a la cara de los lectores esta reflexión despiadada de los destinos del mundo y sus habitantes. Denunciando la inautenticidad y relatividad de la vida humana, el autor identifica su sentido de la condición del hombre con su sentido de la condición del artista. Un ‘a modo de juego’ literario marcado por su preocupación existencialista, escrita desde y para una sociedad en la que aún sangraban las heridas de las dos guerras mundiales.
Cabe todo
¿Novela o contranovela?. Todo, en Rayuela cabe todo. Humor, ira, sarcasmo, escepticismo, amor, desconfianza, piedad, mentira, muerte, verdad, desamor… un texto que hace cómplice al lector y rechaza el orden cerrado de la novela común.
En los vaivenes de sus personajes se va configurando el tablero y la situación de los protagonistas dentro del juego al que el título de la obra alude.
El libro relata las aventuras y desventuras, los logros y los reveses, de Horacio Oliveira, un inconformista que huye, casi siempre a la desesperada, del orden social establecido. Un personaje que transita París, la ciudad que lo adopta, y Buenos Aires, el lugar del que procede y al que acabará por repatriarse.
Con un punto quijotesco, Oliveira se niega a formar parte del engranaje adocenado en el que la gran maquinaria de lo social sume a la inmensa mayoría de los individuos.
Esa lucha lo convierte en un ser a la intemperie, candoroso y siempre dispuesto a la sorpresa, a la potencial novedad de cada instante en la vida. Eso, obviamente y como queda más que claro, tiene sus muchos pros y sus no pocos contras.
Cambiar la vida
Fernando Alegría, experto en el autor, al comentar la experiencia de su encuentro con Rayuela señala: «Yo me puse a leer y dejé la puerta abierta por si acaso. A las 100 páginas, más o menos, Cortázar me la cerró y no me di cuenta. Supe que estaba preso y no hice nada por escaparme. Dos razones: una la devastadora reflexión sobre por qué nuestro mundo, con la humanidad a bordo, va derecho hacia la nada. Tanto en el plano filosófico, como ético y en el plano más sutil del revolucionario, como Cortázar, que alude al hombre actual con claridad asesina y una erudición terrorista. La otra es razón de humanidad, porque comprendo la afinidad entre Horacio y La Maga, me conmueve su podridísimo romance y se me saltan literalmente las lágrimas ante su dolor de payasos a quienes les pegan, como a César Vallejo, sin haber hecho nada, es decir, nada más que cumplir el viaje al cementerio amándose y destruyéndose. Como debe ser».
Como recuerda otro de los grandes cortazarianos, el poeta y crítico Saúl Yurkievich, cuando Rayuela fue publicada causó el asombro y la admiración que provoca todo lo radicalmente nuevo, «y a la vez se convirtió de inmediato en la novela talismán, novela iniciática, propuesta existencial que aspiraba, potenciando lo humano, a cambiar la vida».
¿Palabras excesivas? Probablemente no, aunque así suenen, pues las andanzas de Horacio Oliveira desde hace cinco décadas se vienen incrustando en la piel de quien las lee y, al hacerlas suyas, no sólo como lector sino también como ser humano, de algún modo le cambian visiones y percepciones y, por ende, la vida.