Y regalar un libro es jugársela demasiado, vamos a decirlo con claridad. Porque quien regala un libro regala solo una promesa de disfrute: anda que no hay libros que la incumplen, y te dejan tirado. Es un poco como regalar un billete de lotería. Pero que encima exige, si quieres tener opción de que te toque, varias horas de tu precioso tiempo.
Horas que no son ninguna hipótesis, sino una realidad contante y sonante. Y que podrían invertirse, por ejemplo, en la práctica del golf. O en la tercera temporada de Succession. Si el título del libro que va usted a regalar no promete experiencias más excitantes que el golf, o que Succession, puede que usted aún no lo sepa, pero va derecho al oprobio familiar y social.
Así que afrontemos una realidad insoslayable: si regala usted un libro las posibilidades de que dé en el clavo son mínimas. Pero afrontemos, a la vez, una realidad aún más insoslayable y que quizás sospeche ya: yo me dispongo a recomendarle, en este artículo, una lista de libros para que usted regale a los suyos. ¿Le parece, quizás, incongruente? Puede. Pero hay razones de peso para ello.
Dos razones, fundamentalmente. La primera es que estas listas no se inventaron para ayudar a hacer regalos, sino para ayudar a hacer artículos. Y yo estoy haciendo un artículo ahora mismo. La segunda es nuestra bendita tradición hispana, que separa celebraciones. Primero, el misterio religioso. Y luego, a una higiénica distancia de más de una semana, el consumo desenfrenado. De modo que, aunque haya pasado ya la Navidad e incluso hayamos cambiado de año, tengo margen aún para colar aquí una lista: porque ahora vienen los Reyes Magos. Y Holanda ya se ve.
Aclaradas las cosas, pongámonos a ello. Propongo empezar por un clásico, que es hablar del libro del año que acabamos de cerrar. El libro de 2021 se publicó, en realidad, en octubre de 2020. Pero sus ondas no han dejado de crecer desde entonces, hasta llenar todo el estanque. Me refiero, claro está, a Feria (Círculo de Tiza).
Lo interesante de Feria, más allá de lo literario, es haber funcionado como la aguja del sismógrafo. El gran mérito de Ana Iris Simón ha sido captar la vibración ambiente y registrarla en papel, casi como una médium en pleno arrebato de escritura automática. Feria es, en consecuencia, uno de esos libros que retratan el espíritu de una época. Estaba dudando si poner Zeitgeist aquí, pero al final me ha parecido un poco hortera.
Y, entre lo mejor de Feria, está haber puesto el foco en otros títulos con los que comparte imaginario: la niñez, el pueblo. Es el caso de Panza de burro (Barrett, 2020), mi segunda recomendación. La niñez de la que nos habla su autora, Andrea Abreu, es una niñez tinerfeña. También lo es la lengua que usa para contárnosla de un modo prodigioso, logrando ese difícil milagro literario que es la oralidad. Panza de burro cautiva desde el seven up –el sevená– que nos sale al encuentro en la primera página.
Prosigamos. Quiero, a continuación, hablar de dos libros de relatos. Soy, vaya por delante, un mediocre lector de relatos: un libro que hay que empezar de cero una y otra vez, en plan Sísifo, me supera como concepto. Es, esta flojera mía, bastante incapacitante: cada vez que leo un cuento que me gusta, caigo en lo que me pierdo por no leer más cuentos. Qué le vamos a hacer.
Y, ya que estamos confesando vergüenzas lectoras, diré también que nunca había leído a José Jiménez Lozano. Así que, con El grano de maíz rojo (Anthropos, 1988), he matado dos pájaros de un tiro. Pero lo más importante es que lo leí hace ya un par de meses, y sigo deslumbrado.
El libro recibió en su día el Premio Nacional de la Crítica. Reúne treinta y un relatos que su autor describió como “narraciones civiles cuyos protagonistas viven el Viernes Santo especulativo y existencial”. Esto ni idea de qué quiere decir. Pero sí sé que las historias de El grano de maíz rojo pertenecen a un mundo fascinante y un tanto trágico. Impregnado de una trascendencia misteriosa; repleto de símbolos que señalan más allá de nuestra comprensión.
El segundo título es muy distinto; en cierto sentido opuesto al anterior. Porque explora un asunto radicalmente contemporáneo: la masculinidad puesta en cuestión, y contemplada desde sus ángulos menos convencionales. Hablo de Hombres de verdad (Páginas de espuma, 2020). Es el segundo libro de relatos de Alberto Marcos, que vio la luz en pleno confinamiento y al que la crítica, por fortuna, no dejó pasar desapercibido.
En Hombres de verdad, todo rebosa vida. Y cada cuento atrapa nada más comenzar. Es una obra que reúne dos virtudes que, creo, es raro ver juntas: honestidad y dominio técnico. Honestidad, porque quiere ser fiel a la verdad que expresa, respetar su autenticidad, sin amoldarla a discursos ni a clichés. Y dominio, que el lector atento no puede dejar de notar en la variedad de construcciones y artefactos expresivos. Manejados, eso sí, con tal sentido del equilibrio que la naturalidad queda a salvo. Yo a esto lo llamo buen gusto.
Y si empezábamos esta lista con una obviedad parece justo acabarla señalando un libro que ha pasado con relativa discreción, pero que merece el título de tapado del año. Para mí, es La fuente del encanto (Fundación José Manuel Lara, 2021). Entiéndase lo de tapado en la medida en que puede serlo a estas alturas un libro de Trapiello, un autor en estado de gracia. Y que lleva, como señala Alberto Olmos en El Confidencial, cuatro o cinco años a un nivel excepcional.
La fuente del encanto es una especie de biografía poética que viene impregnada, como suelen estas cosas, de biografía a secas. Y este segundo ingrediente, tratándose de Trapiello, no es el menos interesante. Porque hablamos de un escritor que quizás sea, en estos momentos, el mejor intérprete de la intimidad. Y, cuando nos habla de la suya, lo hace con una finura que siempre logra conmovernos.
Esta última recomendación pertenece, igual Feria y Panza de Burro, al país de la nostalgia. Se ha dicho mucho que estamos en la época de la nostalgia literaria. ¿Lo estamos? Yo qué sé. Se publican al año cien mil libros: fíjese si no habrá libros de sobra para justificar cualquier afirmación que quiera hacerse.
Pero, aunque este buscar el carácter, el sentido de cada época, es un juego con mucho de arbitrario, forma parte también de nuestra esencia como humanos. Echar la vista atrás, intentando hallar coherencia en lo vivido; unir los puntos, igual que los antiguos unían las estrellas. Para inventar constelaciones –o para descubrirlas.
Y pasa igual con los libros, si uno lo piensa. Somos seres narrativos, que construyen con historias su identidad. Sus comunidades. Pero una historia no es cualquier anécdota, sino aquella que se eleva sobre la mera relación de los hechos, y les da un significado. Así, la épica es a la literatura lo que el sentido a nuestra existencia. Lo que nos permite creer en la excepción posible; concebir nuestras vidas como algo más que un argumento deconstruido; que un continuo grisáceo, sordo e irracional.
Y no: leer no va a salvarnos. Ni siquiera es probable que vaya a hacernos mejores. Pero, de cuando en cuando, alguna buena historia nos hace contemplar la existencia con algo de relieve; puede que hasta con cierta, inexplicable esperanza. Lo que, después de todo, quizás no esté tan mal como regalo.