Pero lo primero fue cumplir con la tradición envenenada: “Es una tradición de estos pregones dar un apunte sobre la actividad personal en la rebusca libresca”. Y por no subvertir los usos y costumbres, Félix de Azúa recordó que el primer libro de su vida adquirido en una librería de ocasión fue un diccionario francés-español, de finales del siglo XIX, editado por la casa Garnier de París: “Yo tenía doce años y corría el de 1956. Así que este librito y yo llevamos juntos nada menos que cincuenta y siete años. Hace ya muchísimo tiempo que no lo consulto, pero no he podido desprenderme de él. Algunos libros viejos guardan entre sus páginas una parte insoslayable de nuestra vida. En el caso del diccionario, mi juramento de sangre con la literatura francesa”.
Aquel volumen fundó una “manía galófila” que alimentaría en los viejos comercios, por ejemplo, los de la calle Aribau de Barcelona “en aquellos años sesenta y setenta comprábamos los libros de Camus, de Sartre o de Gide en las librerías de viejo. Y de vez en cuando, confundidos los libreros por nuestro interés, sacaban de los depósitos más recónditos unos ejemplares deslumbrantes que sólo podíamos comprar horrando durante meses, como el disparatado La Rome des Borgia, de Guillaume Apollinaire en la edición de la Bibliothèque des curieux de 1913. Les leo cómo se anuncia la edición actual: ‘Protagonistas de este libro son el papa libertino Alejandro, entregado a los laceres más abyectos en el Vaticano, el asesino y verdugo César Borgia, y la hermosa envenenadora Lucrecia’. Irresistible”.
Depósitos clandestinos
Azúa habló de las sugestiones irresistibles de los libros manoseados por otras manos, también del poder fatal de lo prohibido: “No vaya a creerse que en aquellas librerías sólo se encontraba lo antiguo y lo saldado. También era uno de los depósitos clandestinos donde podían comprarse libros prohibidos. Es casi imposible convencer a los actuales adolescentes de que entonces estaba prohibido leer, por ejemplo, a Albert Camus. Uno de los principales problemas de la política, tanto la de entonces como la actual, es que resulta de todo punto increíble, no por su maldad, su violencia o su talante represivo, sino por su completa estupidez. La estupidez es una de las potencias humanas más difíciles de explicar”.
Félix de Azúa estaba confesando haber sido muy feliz “paseando por diez o doce librerías como quien pasea por los pasillos del zoco de Estambul”, cuando decide que ya ha satisfecho el imperativo nostálgico de la convocatoria: “En este cambio de era siento una extraña sensación, como si hablara de algo que pertenece a la edad media. Y sin embargo, creo yo que es todo lo contrario. El libro de viejo es el libro del futuro”.
Gutenberg, acosado
Parecería una paradoja tal diagnóstico en un momento en que cualquiera puede advertir que el futuro será del libro electrónico: “Me parece –argumentó Félix de Azúa– que no son los lectores quienes piden a gritos leer en esas pantallas, sino los propios editores quienes tienen urgencia por dar ese paso, del mismo modo que son los directores de diarios los que están haciendo crecer de modo exponencial la consulta por Internet gracias a unos periódicos digitales cada vez más completos y mejor hechos. Aunque se quejen, tengo para mí que les fascina el nuevo soporte y les hace sentir más jóvenes y modernos. Ellos dicen que no tienen más remedio que lanzar la edición digital y que cada día ha de ser mejor porque la competencia es muy grande, etcétera. Lo cierto es que les encanta. Son como esos ciclistas que no pueden resistir la tentación de ponerse un nuevo casco en forma de melón rebanado, no porque sea mejor, sino porque es nuevo. Suponiendo que la tendencia crezca (y serán los editores quienes la hagan crecer), en unos cuantos decenios podríamos estar realmente ante la desaparición del libro de papel. El propio Juan Luis Cebrián ha asegurado en público que a los diarios de papel les queda apenas una decena de años de vida. Démosle al libro tres decenas. Cuatro. ¡Qué más da! El horizonte que dibujan los expertos es el mismo: se acabó el soporte papel. Si nos ponemos en el escenario de ciencia ficción (cada vez menos ficticio y más científico) de que desaparezca la impresión sobre papel, entonces no cabe la menor duda de que los libros, tal y como los hemos conocido, leído, amado y almacenado, los libros en papel, sólo se podrán comprar en las librerías de viejo”.
Así fue cómo Félix de Azúa cerró su pregón, burlando con cierta sorna el pronóstico de los cenizos apocalípticos: “Entérense de algo sensacional: estamos asistiendo a una Feria con un futuro glorioso y a un negocio puntero. Aquí no se vende el pasado, aquí se está anunciando un futuro que sólo se puede llamar de una manera: el monopolio del libro de papel”. Y felicitó a los libreros de viejo por “encontrarse en la punta de lanza del comercio actual, con las mayores expectativas de crecimiento económico”.
Las razias en compañía de Ferrer Lerín
[1]Félix de Azúa también evocó en el pregón con el que inauguró la 37ª edición de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión la compañía de Francisco Ferrer Lerín [2] en sus razias por las librerías de lance:
“Durante años mi compañero de librerías fue Paco Ferrer Lerín, uno de los mejores poetas vivos de la actualidad. Era un caso patológico porque Paco no podía leer más que libros de viejo. No tenía ni un solo libro nuevo. Y no era por ahorrar o porque la pobreza le obligara a ello, sino porque sólo le gustaba un tipo de libro que resultaba inútil buscarlo en librerías normales. Tenía verdadera pasión por Guido da Verona, un discípulo de D’Anunzio aún más absurdo que el maestro. Había sido muy publicado en el primer tercio de siglo en España y no era difícil de encontrar en los montones de libros a una peseta. Sólo leía poesía francesa, inglesa o alemana en traducciones argentinas.
Conocía perfectamente el francés y el inglés, pero le emocionaba mucho más la traducción argentina. Entre los clásicos sólo le vi leer las Odas de Ossian, que como todo el mundo sabe, son una falsificación. Ir con Paco de librerías era como ir con André Breton al mercado de las pulgas. Era asistir a un acto creativo. De pronto sacaba de un montón, entusiasmado y sosteniéndolo como un conejo muerto, una “Historia del plátano”. Lo compraba sin regatear”.