Ese aprendizaje, el suyo, lo ha puesto negro sobre blanco Sergio del Molino (Madrid, 1979) en La piel, nueva muestra de su feliz dominio para echarle al ensayo las dosis adecuadas de autobiografía, investigación y crítica cultural. Sus lectores comprobamos, libro a libro, cómo le sigue funcionando la fórmula desde que diera en la diana hace cuatro años con La España vacía [1].
Si vas a contar las miserias que trae consigo una enfermedad y deseas resultar verdadero no te queda otra que dejar de lado cualquier atisbo de pudor. Del Molino hace mucho que superó esa barrera y explora, describe y reflexiona con la libertad de no cargar con ese lastre. La piel es una carta sin censuras a su hijo para que algún día pueda leer cómo la enfermedad convirtió a su padre en un monstruo.
En su caso, en un monstruo que, para camuflarse en el paisaje, se ve obligado a ocultar su condición evitando las playas, las camisetas de manga corta o la luz para retozar en el lecho. Gracias a la madurez que dan los años ya no esconde los estigmas; y gracias a la investigación médica ha logrado la reconquista de su cuerpo y, sin embargo, que nadie busque aquí el tono y los mensajes de una historia de superación ni las maneras de un libro de autoayuda.
De hecho, en su fuero más interno, el autor aún sigue percibiéndose como un leproso con un cencerro atado al cuello. “Creo que siempre lo seré, que jamás perderé del todo el hábito del camuflaje, que siempre miraré las sábanas al levantarme en busca de manchas de sangre, que evitaré vestir camisas blancas y que guardaré una distancia huraña con el resto de la gente para que no descubran, al tocarme, que no soy digno de entrar en Qumrán”, el sitio que impide la entrada a los impuros.
En realidad, Del Molino no es más que uno de los monstruos que habitan en La piel; el menos célebre, sin duda, pero también –que para eso es el autor– el más interesante, humano y divertido del elenco. Alguna vez ha declarado que cuando algo le interesa no para hasta leerlo todo y que la inversión realizada bien merece un retorno… en forma de libro propio. Así que devorado cuanto hay escrito sobre la psoriasis de los demás, entrelazó su propia peripecia como afectado con la de otros monstruos con tantas o más heridas parecidas en la piel. Si bien unos son más recomendables (Vladimir Nabokov, John Updike, Cindy Lauper) que otros (Stalin, Pablo Escobar), Del Molino confiesa haberse identificado con las llagas y dolores de todos ellos, recreando con la imaginación del novelista y la claridad del periodista episodios, momentos, circunstancias concretas ligadas a la patología.
Maestro de la digresión bien traída, siempre procede con la extensión exacta para que el interés nunca decaiga. Dicho lo cual, lo mejor del libro es su hilarante Verano del 42, es decir el modo en que puso fin a lo que él llama Edad Media de la Piel (“los años que transcurren entre el último beso paternal y el primer beso con lengua”) y, sobre todo, el capítulo en el que da testimonio de sus fracasos e ilusiones frente a la enfermedad, y reflexiona sobre la perversa relación entre los sanos y los enfermos, con los primeros animando desde la grada y, en última instancia y sin pretenderlo, responsabilizando a los segundos de no haberse esforzado lo suficiente cuando la enfermedad sale victoriosa. La situación va cambiando pero llevará su tiempo. “Hay un triple salto mortal entre considerar al enfermo un luchador o un ser que sufre”.