Si Wagner levantara la cabeza descubriría –¿espantado? – que su texto antisemita El judaísmo en la música es y será siempre justamente criticado por sus argumentos (“los judíos son un enjambre pululante de gusanos que se instalan en el cuerpo del arte”) y un flanco débil que favorece esa acusación, por otro lado poco o nada demostrada según Ross, de haber sido el hilo musical de los campos de exterminio; por si fuera poco, además tendría noticia de que Adolf Hitler fue un desaforado amante de su obra y un hombre bien recibido por algunos miembros de su familia.
Su estrecho vínculo –de amistad primero, desencuentro después– con Friedrich Nietzsche tampoco contribuyó precisamente a blanquear su peor cara. Se juntaron ahí el hambre y las ganas de comer: “Lo que desagradaba a Wagner de Nietzsche –la ausencia de compasión, la exaltación del poder– y lo que desagradaba a Nietzsche de Wagner –el chovinismo teutónico, el antisemitismo– equivalían a un acercamiento a la mentalidad fascista”, escribe Ross, que ha invertido diez años de su vida en escribir esta investigación tan ambiciosa como accesible del gigante alemán. Gigante en un sentido figurado: medía algo más de metro y medio, lo cual no impide que lo wagneriano sea ya para siempre sinónimo de largo, extenso y grandioso.
Si Wagner levantara la cabeza repasaría con atención y satisfacción que la cantidad y calidad del panel de nombres cimeros de las artes europeas y estadounidenses coetáneos del creador de Parsifal o ya esenciales del siglo XX que le mostraron gratitud expresa, influencia manifiesta o admiración profunda. En las letras, aparte de las universalmente consagradas (Baudelaire, Zola, Mallarmé, Proust, Joyce, Woolf, Mann, Yeats, Eliot, Conrad, Henry James, Willa Cather, Yukio Mishima), también habría que mencionar las de ciencia ficción, fantasía heroica o magia (C.S. Lewis, Tolkien, Philip K. Dick). O la pintura de Cézanne, Fantin-Latour o Kandinsky. O el ballet de Diáguilev y Nijinsky. Un no parar.
Si Wagner levantara la cabeza su rostro expresaría verdadero arrobo al saber que la ciudad alemana de Bayreuth, que acoge el festival donde cada año se representan sus óperas desde 1876, sigue siendo lo suficientemente grande para alojar a muchos visitantes de fuera pero no tan grande como para tener un público propio. Tal y como él quería.
Por muy narcisista que pudiera ser Wagner cabe suponer que si levantara la cabeza le sorprendería la cantidad de ismos, aparte del ya citado nazismo, que han sacado algún provecho de su producción desde que fue a criar malvas: el feminismo, el socialismo, el nacionalismo, el modernismo, el simbolismo, el satanismo (llegaron a aclamarle como un “Lucifer caído”), el dadaísmo, el futurismo… Podríamos seguir.
Si algo define su personalidad, aparte de su talento y su ambición sin límites, es el cúmulo de imágenes contradictorias que es aún capaz de proyectar. Tantas versiones como públicos diversos tuvo. De hecho, ser, tras su muerte, una cosa y la contraria fue más la norma que la excepción. Ross habla así de un ser humano tan opuesto al primero que tenemos en mente: de un Wagner judío y negro, feminista y gay, esotérico y decadente, incluso andrógino, adjetivos a priori poco defendibles si no fuera porque todos, homosexuales, afroamericanos y demás, se las apañaron para encontrar en su obra algo de su agrado, algo que respondía a lo que buscaban o necesitaban.
Si Wagner levantara la cabeza y pudiera disfrutar del milagro del cine como espectáculo total que aglutina todas las artes, seguramente lamentaría no haber venido al mundo un siglo después. Es probable que se consolara apreciando cómo los autores de bandas sonoras se han valido de sus técnicas, entre ellas la del leitmotiv, o cuánto le deben cintas inmortales como Vértigo o Apocalypse Now. La primera con una excelsa partitura de Bernard Hermann inspirada en el Tristán e Isolda wagnerianos. La segunda con su célebre cabalgata de las valquirias sonando atronadora entre helicópteros que bombardean poblados vietnamitas.
Pese a algunos borrones que se ganó a pulso y otros que le afean pero que, seamos justos, estaban y están fuera de su control, podemos afirmar que si Wagner levantara la cabeza y viera, un siglo y medio después de habernos abandonado, que su obra se sigue grabando y representando en casi todo el mundo (en Israel sigue siendo motivo de controversia) y que entre sus biógrafos figura Alex Ross, se podría volver a la tumba dichoso y tranquilo a partes iguales.
Wagnerismo. Arte y política a la sombra de la música
Alex Ross
Traducción: Luis Gago
Editorial Seix Barral
976 páginas
25,90 euros