Antes que nada, comenzaremos por esclarecer las palabras que construyen el título del artículo. La palabra tertulia es una singularidad de la lengua española que, al parecer, entró en el idioma francés y en la lengua inglesa en el último cuarto del siglo XVIII desde nuestra geografía lingüística. Sin embargo, su origen y etimología son un misterio que sigue sin resolverse, a pesar de los variados intentos que se han realizado desde los tiempos de Antonio de Nebrija.
En la actualidad, el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (DRAE) define tertulia en su primera acepción como “reunión de personas que se juntan habitualmente para conversar sobre algún tema”, si bien da esta otra: “En los antiguos teatros de España, corredor en la parte más alta”. Por otra parte, “tertuliar” aparece con el significado de “conversar, estar de tertulia”, y tertulio, el de “tertuliano, que participa en una tertulia”.
Según recoge Enrique Tierno Galván, a mediados del siglo XIX, cuando las tertulias vivían su momento de mayor auge, El averiguador universal, una publicación que ofrecía resolver cuantas dudas eruditas le plantearan sus lectores, afirmaba tras numerosas averiguaciones que nada concreto se había podido encontrar y remitía a la hipótesis según la cual la voz “tertulia” procedía de Tertuliano, padre de la iglesia del siglo I-II y autor muy citado por los clérigos del Siglo de Oro español, que se reunían a charlar acerca de lo divino y de lo humano, de lo sagrado y de lo profano: “… no se hallará predicador que no le interprete, doctor que no le explique, letrado que no le alegue, siguiendo este estilo mismo los profesores de todas las ciencias y artes, pues a ninguna dejó de saber, de enseñar y de decir Tertuliano» (Joseph Pellicer).
Asimismo, el Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana (1954), de Joan Corominas, asegura que no se sabe el origen, pero considera verosímil la explicación que ofrece el estudioso Adolf Friedrich von Schack en su Historia de la literatura y del arte dramático en España (1846): “El nombre tertulia aparece hacia la mitad del siglo XVII y sale desde entonces frecuentemente en las obras teatrales. Así se llamaban los palcos del piso alto, que antes habían llevado el nombre de desvanes, y en los cuales se sentaba sobre todo el público educado y la gente de Iglesia. Entonces estaba de moda estudiar a Tertuliano, y los sacerdotes en particular tenían la costumbre de adornar sus sermones con citas de sus obras, por lo cual se les dio humorísticamente el nombre de tertuliantes, y a su lugar el de tertulia. De estos palcos, a los cuales ya anteriormente se había dado el nombre honorífico de desvanes eruditos, salían los dictámenes a los que el autor reconocía más fuerza, como procedentes de hombres entendidos”.
El gran filólogo catalán también sugería un juego de palabras que se hacía con el nombre Tertullius, que podía ser leído como ter Tullius (el que vale tres veces más que Tulio, o sea, Cicerón), juego originado en la corrupción de un pasaje de San Agustín en el cual philosophaster Tullios se convirtió, por error o por broma, en philosophus ter Tullius. En nuestros días, el poeta y ensayista mexicano Gabriel Zaid considera que ter, aparte de estar relacionado con Tertuliano y otros nombres derivados que los romanos utilizaban para indicar el orden de nacimiento de sus hijos (Tercio, Tértulo…), puede designar al tercer y último piso de algunos teatros y salas de espectáculos, mientras que su compatriota José de la Colina consideraba a la tertulia como “un espontáneo simposio con más palabras que ideas, más chistes que teorías, más chismes que eruditeces, más ratos de fiesta que de discordia…”.
La documentación más antigua acerca de tertulia que encontró Corominas está en un entremés de Luis Quiñones de Benavente en el que se hace referencia a la misma en el sentido de una parte del teatro. Poco tiempo después, Luis Ulloa Pereira utiliza en plural la palabra tertuliano: “Y entraron los tertulianos/ Rigidísimos jueces,/ Que sedientos de Aganipe / Se enjuagan pero no beben”.
En La fascinante historia de las palabras, Ricardo Soca extrae un texto de finales del siglo XVII del padre Diego Calleja: “… los que por alusivo gracejo llamamos tertulios, que sin haber cursado por destino las Facultades, con su mucho ingenio y alguna aplicación suelen hacer, no en vano, muy buen juicio de todo”, mientras que en el prólogo a una de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz encuentra el hispanista francés Marcel Bataillon la palabra tertuliano en el sentido de contertulio, cosa nada extraña si se tiene en cuenta la querencia de la poeta del conocimiento por las tertulias, en las cuales no es difícil imaginar que dejaría patente el propósito señalado por el premio Nobel Octavio Paz: “Una monja díscola que quiere pensar y enseñar a otras mujeres las ciencias terrestres como condición para que puedan acceder a las celestes».
Por tanto, parece claro que el vocablo, que todavía no aparece en el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias (1611), estaba ya difundido poco tiempo después del nacimiento del Barroco para designar a un grupo de opinantes menos encorsetado que el de las llamadas “academias” de su tiempo, aunque su presencia en los textos literarios fuera todavía escasa.
El Diccionario de autoridades de la Real Academia Española (1726-1739) da tres acepciones de la palabra tertulia: 1. “La junta voluntaria o congreso de hombres discretos para discurrir en alguna materia. Algunos dicen tertulea”; 2. “Se llama también la junta de amigos y familiares para conversación, juego y otras diversiones honestas”; 3. “En los corrales de comedias de Madrid, es un corredor en la fachada frontera al teatro superior, y más alto a todos los aposentos”. El erudito Benito Jerónimo Feijóo utiliza el término “tertulio” con un cierto matiz irónico: «miserable de mí por no haber padecido la desgracia de caer en manos de unos tertulios despiadados», participando así de la animadversión popular que a lo largo del siglo XVIII se tuvo hacia las tertulias y los tertuliantes (términos empleados por los ilustrados), que fue creciendo paralelamente al incremento de las mismas.
El poeta José Cadalso dice que se llama tertulia a “cierto número de personas que concurren con frecuencia a una conversación», pero no dejó de satirizar sobre la falsa sabiduría de los pedantes que sin siquiera leer quieren opinar de todo y lo hacen con pretensiones.
Por su parte, el dramaturgo Ramón de la Cruz pone en boca de uno de sus personajes una tibia defensa de la tertulia como diversión casera, aproximándola más a la “academia” que al “salón”. En cualquier caso, a lo largo del siglo XVIII existió la opinión, bastante generalizada, de que estas “academias caseras” eran centros de murmuración y envidias, pero en ellas se podían pasar un rato muy divertido al tiempo que podía uno añadir nuevos conocimientos a su personal fardo de saberes, aunque la finalidad de todas estas reuniones estuviera bastante alejada de encontrar la manera de cómo le damos sentido al mundo, elevado propósito en el que andaban enfrascados el Círculo de Jena y distintos “salones” de intelectuales europeos.
A lo largo de la primera mitad del siglo XIX las tertulias se generalizan y durante la segunda parte del mismo y primeras décadas del siglo XX llegan a su plenitud y dan lugar a una importante literatura acerca del tema, a pesar de que personajes, como el polifacético Francisco de Paula Mellado, las rechazara abiertamente, acusándolas de “reuniones ociosas”.
Aunque las tertulias proliferaron por todas partes, fueron las tertulias de café y casino, así como las de algunas instituciones de amigable refugio, como las del Ateneo madrileño (La Cacharrería), donde se discutía de arte y ciencia, de filosofía y religión, de política y toros, de poesía y teatro, de greguerías y aforismos, de narrativa corta y larga, de guerra y paz …, las que adquirieron mayor fama y se nutrieron de las opiniones de importantes literatos, artistas, intelectuales, políticos y grandes “enviciados de la conversación”. Después de la Guerra Incivil, las tertulias sobrevivieron a duras penas y de un modo más errante, si bien algunas de las pocas tertulias estables, como la del Café Gijón madrileño, adquirieron una gran relevancia y popularidad, llegando incluso a convertirse en trasunto literario.
No obstante, a nivel popular, antes de la llegada de la televisión, las gentes se reunían para contarse cuentos y leyendas, sucedidos e historias particulares, alrededor de una mesa camilla o de un brasero, al “amor de la lumbre”, como sucedía en los famosos filandones, que tan bien han divulgado en nuestros días Luis Mateo Diez, José María Merino y Juan Pedro Aparicio, o al palojeo llevado a cabo al fresco de la luna lunera mediterránea, bastante menos conocido. El desarrollo de los medios audiovisuales y el avance tecnológico han traído consigo otras nuevas formas de tertulia que nada o poco tienen que ver con las de antaño.
En cuanto a la palabra rebotica, el DRAE dice: “Habitación que está detrás de la principal de una botica y que le sirve de desahogo”. Por su parte, botica con su significado de “oficina o tienda en que se hacen y venden las medicinas y remedios para la curación” (Diccionario de Autoridades) viene del griego bizantino apotheke: almacén o depósito de mercaderías (el derivado latino apotheca se transformó en castellano en bodega).
Seguramente, la más antigua referencia literaria de botica es la que aparece en la primera versión castellana de los cuentos de Calila y Dimna (s XIII), aunque en esa época el vocablo se refería a una tienda (el texto hace referencia a dos amigos especieros): “Y, luego, cuando fue de día, vinieron él y su compañero, ambos dos, a la botica”. Sebastián de Covarrubias dice que botica es la tienda del boticario, que es el que vende las drogas y medicinas, y se llama así por razón de tenerlas en botes, donde se conservan los ungüentos, los olores, los electuarios y conservas y drogas o especies, que por esto el toscano los llama especiarios (Tesoro de la lengua castellana o española, 1616).
La rebotica era el espacio privado de las farmacias y en él tenían lugar, entre otras cosas, las llamadas tertulias de rebotica, definidas por Raúl Guerra Garrido (El herbario de Gutemberg) como “encuentro social con vocación de ingenio literario y conspiración política” y también como “lugares para la curiosidad, que es el motor de la curiosidad y de la ciencia”, aunque, según cuenta José Luis Urreiztieta en su impagable libro Las tertulias de rebotica en España. Siglos XVIII-XX (1985), también se comentaban los últimos descubrimientos, especialmente los referentes a la medicina o a la química, se fomentaban chácharas políticas y literarias, se debatían los más variados y pintorescos temas y, en ocasiones, se trataba simplemente de pasar el rato jugando al ajedrez o a variadas partidas de cartas, como la brisca, al tute, al tresillo y las siete y media.
En el prólogo a la obra de Urreiztieta, Tierno Galván reflexiona sobre estas singulares reuniones: “Entre el ruido de los morteros y el tintineo de las probetas se hizo parte de la historia de España contemporánea con el carácter casi de secreto o al menos de particularidad no compartida ni difundida a no ser entre unos pocos por lo común notables. Diferéncianse así las reuniones de las reboticas tanto de las tertulias comunes de café, abiertas y públicas, en las que la cohibición predomina sobre el recato, como de las que se forman en los casinos provincianos en los que la murmuración despiadada y la ausencia de preparación intelectual son las notas diferenciadoras”.
Urreiztieta, que tuvo botica y tertulia en Navaluenga (Ávila) y fue el impulsor de la Asociación Española de Farmacéuticos de las Letras y las Artes (AEFLA) hace 50 años, señala la aparición y desarrollo de las tertulias de rebotica en el siglo XVIII, en una época propicia a toda clase de tertulias: salones, cafés, librerías, ateneos, etc., aunque esto no quiere decir que no las hubiese antes, especialmente durante la etapa de la farmacia árabe, como muestra la iconografía de algunas de las obras más representativas que han llegado hasta nosotros. Su período más floreciente se manifestó a lo largo de la segunda parte del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX.
Paradójicamente, la etapa de expansión de las tertulias de rebotica se produjo en el período en el que la antigua botica se fue transformando en la farmacia moderna y la fórmula magistral en producto industrial, a partir de la revolución científica que supuso el aislamiento de los principios activos de las plantas y la síntesis química de otros fármacos. Es la época en la que el boticario de formación gremial se convierte en farmacéutico universitario. No obstante, en todo momento, mantuvieron su nombre inicial de, a pesar de la paulatina desaparición de la propia palabra botica, seguramente porque, como señalaba el poeta Gerardo Diego el prefijo “re”, que tan bien viene para designar la trastienda o rincón de tertulia de botica, le viene muy mal a la farmacia: “no, no se puede decir refarmacia”.
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