La pluma de aquel hombre, del que se cumplen en estos días 200 años de su nacimiento, araña más y nos arrima más suspense, inquietud , sorpresa, penumbra y escalofrío que toda una poderosa industria.
Se llamaba Edgar Allan y al referirse a él su primer editor hablaba de “un tal Poe” sin poder llegar a imaginar que al hacerse eco de aquellos primeros textos estaba introduciendo en la historia de la literatura al padre de la novela policíaca, a uno de los precursores de la ciencia-ficción, al revitalizador esencial del terror como género y del suspense como forma de enfocar la realidad, a quien, en definitiva, diseñó buena parte de las bases del relato moderno y de la poesía actual.
Nadie hoy se atreve a cuestionarlo aunque durante un largo e injusto período su imagen ha deambulado cubierta por el velo de los tópicos para acercarlo al mundo tan misterioso y espectral como muchas de sus extraordinarias historias.
Tenido por maldito entre los malditos, morboso patológico, víctima de una mala y tenaz estrella y consecuente y socialmente condenado porque sí, sobre Edgar Allan Poe se ha levantado toda una misteriosa leyenda envuelta en las más sórdidas anécdotas.
Pero el tiempo con su mano sabia ha ido colocando las cosas en su sitio y hoy sabemos que la inmensa mayoría no son ciertas y que estamos ante uno de los más sublimes escritores del siglo XIX, que tuvo que afrontar una difícil existencia marcada por las pérdidas de las mujeres que amaba, las dificultades económicas, el opio y, de forma muy condicionante debido a sus ataques de delirium tremens, el alcohol.
Ante la desdicha
Nació en Boston el 19 de enero de 1809 como podía haber nacido en cualquiera otra de las ciudades en las que recalaba la compañía de actores de poco relieve de la que su familia formaba parte. Un año más tarde su padre se esfumó, en el literal sentido de la palabra, pues nunca se volvió a saber nada de él. A los pocos meses moriría su madre, con sólo 24 años y tres hijos, y sería acogido por un rico y rígido comerciante con el que se trasladó en primera instancia a Richmond y posteriormente a Inglaterra en donde pasó cinco años. En 1827, tras romper con su padre adoptivo regresó a su ciudad natal en dónde publicó su primer libro Tamerlán y otros poemas.
Ingresó en el ejército de donde fue expulsado por comportamiento antipatriota. Se instaló en Baltimore, lugar en el que se fraguó gran parte de su obra literaria y en dónde adquirió notoriedad como crítico literario. En 1838 ve la luz la Narración de Arthur Gordon Pyn y dos años después su primer volumen de relatos que pone de manifiesto una imaginación no conocida en ningún otro autor e instaura una forma nueva, basada en un método analítico-racionalista que denota no pocos conocimientos matemáticos, para la solución de los argumentos policíacos y de suspense. El asesinato de la calle Morge, La letra robada o El escarabajo de oro son deslumbrantes ejemplos de una literatura cuya genialidad no sería plenamente reconocida hasta que el poeta Charles Baudelaire lo tradujese al francés y lo descubriese para el mundo.
Con sólo 40 años
La tuberculosis le persiguió con perseverancia y estuvo presente con triste fatalidad en las vidas de quienes amó. Acabó primero con su madre natural, después con su madre adoptiva, más tarde con su primer gran amor, la madre de un compañero de estudios de la que se enamoró cuando él tenía 15 años y a quien dedico sus primeros poemas. Pero el proceso tuberculoso más cruel fue la que le arrebató, a los 11 años de matrimonio, a su mujer Virginia que murió en 1847 sumiendo al autor en una melancolía de la que nunca se repuso. El 3 de octubre de 1849 fue hallado inconsciente a la puerta de una taberna en Baltimore y cuatro días más tarde, con sólo 40 años, falleció.
Sin bulos
Por encima de bulos y estereotipos y a pesar de las desdichas comentadas, -“la calamidad viene siempre detrás de mí pero yo intento, a menudo sin éxito, que no me alcance”- era un ser animoso y seductor que gustaba del aire libre y los largos paseos, voz potente, humor rápido y espíritu conversador lo que lleva a concluir que no escribía cómo o lo que era, sino lo que su excepcional creatividad le dictaba.
En cualquier caso, hace ahora dos siglos un tal Poe del que Jorge Luis Borges dejó escrito en unos versos certeros ( Se entregó solitario a su complejo/destino de inventor de pesadillas./ Quizá, del otro lado de la muerte, /siga erigiendo solitario y fuerte/ espléndidas y atroces maravillas) inauguró una suerte de literatura de primer nivel sobre la que planean terrores y desventuras sí, pero belleza, mucha belleza.
Créase o no, hoy, cuando al concluir estas líneas levanté la cabeza, del otro lado del cristal un cuervo me miraba inmóvil con sus ojos sin fondo. Miraba. Me miraba…aleteó después y se difuminó en el plomo frío de esta mañana de Madrid dejándome sumergido en el desasosiego de un tal, e irrepetible, Poe.