Cabe preguntarse sobre su poder, en qué medida esos espacios nos reúnen o nos acaban destruyendo, algo que también recalca Broncano en sus obras. Esto se remonta a la resignificación de las estructuras de poder a través de espacios vetados para las clases bajas, los palacios que desataron revoluciones, la falta de baños como signo de pobreza, el acontecer de alcoba que arma y desarma linajes, fractura a los seres humanos, bastardea al sucesor.
Y qué hay de los hogares, físicos y espirituales, que tienen paredes y fecha de construcción, tan valiosos como vulnerables pues pueden desintegrarse con un soplo del viento. El espacio nos recuerda que no podemos permitirnos el lujo de pasar de largo sin saber que se está contando nuestra historia y la de humanidad.
Algunos espacios -como los muros- no nos dejan suceder, nos retienen. Son los muros del mundo, que marcan límites absurdos a la inmensidad de la vida, y crean culturas fronterizas en las que brota la guerra. Aquí también dice Broncano: “Los muros son fracturas de espacio, y no se construyen para no dejar entrar, sino para no dejar salir”. Para añadir: “Siempre que se construyen los muros se habla de la fragilidad de los espacios”.
Pensemos cómo la vida, en esta crisis, nos ha reducido a un espacio, y que ese encuentro nos ha mostrado el mejor o peor aspecto de nuestra naturaleza. En esa amalgama de verde nace la cultura, impregna los lugares, los hace vida, nos mantiene despiertos. Espacio físico, social, mental, la cultura sucede sobre la superficie y evoluciona adquiriendo miles de formas. Un libro, la famosa pantalla, el teatro sin tantas butacas, una pista de baile sin compañeros, el guiño al final de la barra de un bar.
Igual que se nos pide no pasar de largo por nuestra propia existencia, “habitando el espacio”, debe reconfortar sabernos en entornos que crecen con nosotros y construyen nuestra identidad y subjetividad. Una habitación dónde concibió a su primer hijo, la clase dónde aprobé el último examen de mi licenciatura, las puertas del primer trabajo (cómo brillaban y qué miedo daban), el ascensor que te reúne en medio metro cuadrado con quien menos esperas. El sillón de piel, un puro y un periódico, recuerdo de un padre. Y así, si seguimos, nuestra vida se ha conformado a través de relaciones que han explotado en éxtasis en espacios y se han desintegrado también en esos ambientes. Pienso en la fuente, en un despacho, en la cama que le duerme y en una cocina sin horno.
Y cada día se siguen reformulando esos miles de millones de espacios intagibles y físicos por los que se abre hueco la vida, y en los que luchamos para no ser derrotados. Qué mejor concepción del hogar que la que construye uno mismo, en el barrio del que nadie se mueve y al que al fin llegaste para abrir la ventana, sonreír al del balcón de enfrente y desear que las especies de espacios que nos mantienen en pie sean fieles a la narración de nuestra propia historia.