“Puede que todos hayamos venido en distintos barcos,
pero ahora estamos en el mismo bote”.
(Martin Luther King)
Se vive en la sensación de estar cruzando sobre un puente suspendido en el vacío de lo desconocido, y sospechamos que está hecho con cuerdas y materiales mucho más precarios de lo que pensábamos. Pero, cuando consigamos cruzarlo, nos encontraremos en un mundo distinto, también diferente al que creíamos ver o intuir –¿fue un espejismo?– tras la caída del muro de Berlín o la demolición de las Torres Gemelas.
Salvando las distancias, es posible que asistamos a un tiempo como el transcurrido entre los estragos de la famosa “peste negra” y la llegada del Renacimiento, que necesitará, al menos, de una profunda operación de bricolaje, acaso como a la que se refería Umberto Eco en relación al Medievo.
Y no se debe olvidar que, como apuntaba el gran historiador holandés Johan Huizinga, el Renacimiento –y con él el hombre moderno– llegó cuando cambió el ‘tono de la vida’ debido a una nueva pleamar que trajo consigo otro ideal de vida y una mayor madurez de los espíritus.
Una vez desentrañado el genoma del COVID-19, los científicos tratan de elaborar una vacuna efectiva en el menor tiempo posible, mientras los filósofos y los sociólogos despojan de cualquier carácter punitivo o significado religioso a la enfermedad, a pesar de las numerosas tentaciones metafóricas.
Se trata nada más –¡y nada menos!– que de un problema médico, que ha devenido en un problema social, que se agigantará en los próximos meses, y que requiere una solución tanto de la ciencia como de la solidaridad y la cooperación internacional.
Pensamiento global
Solo si pensamos en términos globales, en lugar del de los estados nacionales, en una importante inversión económica sostenida para la mejora de las condiciones sanitarias y de desarrollo sostenible y en la ayuda mutua, podremos no solo sobrevivir, sino vivir realmente mejor, no ficticiamente mejor. El ejemplo de la erradicación de la viruela es claro, “cuando se quiere, se puede”.
Y, mientras tanto, ¿cómo sobrellevamos nosotros ese despertar del peregrino andariego que llevábamos dentro y la imposibilidad de darnos a la errancia, al vagamundeo? Tratando de bucear en las rajandijas del olvido, recuerdo al poeta Marcos Ana y me reconforta saber que, tras descerrajar la puerta de la prisión que lo tuvo recluido desde los 18 hasta los 41 años y desde la que había pedido “decidme cómo es un árbol (…), cómo es un beso de mujer”, contaba que al dejar la cárcel se convirtió en un ciudadano de la Vía Láctea y desde entonces no había parado de viajar.
Antes, en su largo confinamiento, había dejado poemas como este que ahora me viene a la memoria: “Mi vida,/ os la puedo contar en dos palabras:/ Un patio./ Y un trocito de cielo/ por donde a veces pasan/ una nube perdida/ y algún pájaro huyendo de sus alas”.
Xavier Maistre
Vuelvo la vista atrás y encuentro ánimo en el hecho de que El Quijote se engendró “donde toda incomodidad tiene su asiento, y donde todo triste ruido hace su habitación”. También reconfortan las páginas que Xavier Maistre escribió a finales del siglo XVIII en Viaje alrededor de mi cuarto: “Me han prohibido recorrer una ciudad, un punto; pero me han dejado todo el universo: la inmensidad y la eternidad están a mis órdenes”.
La obra, una parodia de los libros viáticos y pieza clave en la literatura de viajes fantásticos, fue escrita por el autor francés durante un arresto domiciliario de 42 días –los mismos que los breves capítulos del libro– por participar en un duelo. Se trata de una auténtica odisea mental “desde la última estrella situada más allá de la Vía Láctea, hasta los confines del Universo, hasta las puertas del caos”, mediante la narración de las vueltas que da en su cuarto, las conversaciones que tiene con su criado, sus reflexiones sobre la vida, la naturaleza, el arte, el amor, la literatura, etc., y la lucha entre la bestia que todos llevamos dentro y el alma, un viaje interior en la estela de los recorridos por Lao Tsé: “Sin salir de la puerta se conoce el mundo./ Sin mirar por la ventana se ven los caminos del cielo”.
Antes de Maistre y Cervantes hubo autores que prefirieron el voluntario retiro hogareño, no el impuesto por la cárcel, el arresto domiciliario o la cuarentena, al ajetreo viajero. Uno de ellos fue Horacio, quien en su poesía aborda las más delicadas descripciones de la naturaleza, elogiando la vida tranquila en el campo (beatus ille) y dedicando páginas bellísimas al trascurrir de las estaciones como metáfora del devenir humano, así como al disfrute del tiempo presente (carpe diem). Por su parte, Séneca afirmaba que “una de las primeras manifestaciones con que un alma bien ordenada revela serlo es su capacidad de poder fijarse en un lugar y de morar consigo misma”.
Después de Maistre se pueden encontrar algunos ejemplos de cómo desarrollar el máximo potencial creativo desde la quietud. Si Proust vivió y penetró en las entrañas del ser sin apenas salir de Paris, Pessoa lo hizo sin abandonar su Lisboa natal desde que, a los 17 años, regresó definitivamente de Durban: “¿Viajar? Para viajar basta con existir. Voy de día en día, como de estación en estación, en el tren de mi cuerpo, o de mi destino, asomado a las calles y a las plazas, a los gestos y a los rostros, siempre iguales y siempre diferentes como, al final, lo son todos los paisajes”.
Mac Orlan
De carácter bohemio y espíritu surrealista, Mac Orlan escribía con un tono irónico, pedagógico y provocador, expresando su convicción de que el gran viaje no es el que se realiza, sino el que se sueña, y de que la aventura solo está en la imaginación del que la busca. De ahí, que, en su Manual del perfecto aventurero, reivindique la figura del aventurero pasivo, que no necesita alejarse demasiado de su biblioteca: “Un aventurero pasivo solo se conservará bien si se alimenta abundantemente con la sustancia maravillosa de los libros”. El aventurero pasivo es un personaje que trata de agarrarse a su sillón “como un capitán de crucero a la baranda de su puente de mando”.
Uno de los más interesantes aventureros pasivos de la historia de la literatura fue Juan Carlos Onetti. El escritor uruguayo pasó los últimos años de su vida prácticamente encerrado en su piso de la avenida de América, de Madrid, casi sin salir de la cama, fumando, apurando tragos sin emborracharse, leyendo novelas policiacas, huyendo de la vanagloria que conlleva el éxito literario (“una vanidad amañada”), desvistiendo la solemnidad hasta quedarse en las rayas del pijama y ejerciendo un humor, a lo Buster Keaton, con el que contrapesaba las sombrías reflexiones de una escritura sin gota de cursilería: “A mí me basta y me sobra una habitación”. Su dormitorio era su mundo; su viaje, el tumbao.
Mientras tanto, esperamos que llegue el 12 de abril y, con él, “otro milagro de la primavera”. Este año, necesitamos, por el bien de todos, que el domingo de resurrección sea algo más que una metáfora: la aventura de cada uno de nosotros “hacia la luz y hacia la vida”.