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A Séneca no le gustaban los viajes (VIII)

La primera obra geográfica de cierto relieve pertenece a Hecateo de Mileto, contemporáneo del rey Darío de Persia, de cuya obra solo quedan algunos fragmentos, pero el primer gran geógrafo es Herodoto, en cuyos textos puede encontrarse todo el conocimiento acumulado hasta ese momento, pero también sus experiencias como viajero por varias de las regiones que describe, especialmente las referidas a la Grecia insular y peninsular, las costas de Asia Menor, Oriente Próximo y Egipto.

De acuerdo con Herodoto, los habitantes de Focea, fueron los primeros griegos que llevaron a cabo navegaciones lejanas: “… fueron ellos quienes descubrieron el golfo Adriático, el mar Tirrénico, Iberia y Tartesos; no navegaban en barcos redondos, sino en penteconteras. Una vez llegados a Tartesos, lograron la amistad del rey de los tartesios, llamado Argantonio, quien reinó en Tartesos durante ochenta años y vivió un total de ciento veinte”. Focea había sido fundada en el Golfo de Esmirna por colonos de la Grecia peninsular hacia el siglo VIII a. C. y su puerto mantuvo un intenso comercio con la mayoría de las grandes ciudades a orillas del Mediterráneo.

Platón fue el primero en hacerse eco en sus Diálogos de una leyenda de la antigüedad en la que se menciona un reino mítico situado en una isla o península llamada Atlántida, más allá de las Columnas de Hércules. En ellos Critias, discípulo de Sócrates, cuenta una historia que oyó siendo un niño a su abuelo, que a su vez la había escuchado del político ateniense Solón, a quien se la habrían transmitido los sacerdotes egipcios de la ciudad de Sais, situada en el delta del Nilo. La historia, que Critias afirma ser verdadera, se remonta a nueve mil años atrás y le sirve para narrar cómo los atenienses detuvieron el avance de los atlantes y cómo, por el tiempo que se produjo la victoria de Atenas, desapareció en el mar Atlántida a causa de una violenta catástrofe: “Ya hemos dicho, que esta isla era en otro tiempo más grande que la Libia y el Asia; pero que hoy día, sumergida por los temblores de tierra, no es más que un escollo que impide la navegación y que no permite atravesar esta parte de los mares”.

Critias describe la fundación y orígenes de Atlántida bajo la advocación del dios Neptuno, así como su geografía y sus leyes. También explica algunos cultos relacionados con el toro, la confederación de pueblos gobernados por la asamblea de sus reyes, la organización del ejército y la abundancia de sus riquezas naturales (“todos estos divinos y admirables tesoros se producían en cantidad infinita en esta isla, que florecía entonces en algún punto a la luz del sol”), y menciona el nombre de Gadir entre los lugares conocidos. Finalmente, comenta su destrucción por obra de Júpiter como castigo por la soberbia de sus habitantes, que habían olvidado las tradiciones de sus mayores y las enseñanzas de sus dioses: “Los que saben penetrar las cosas, comprendieron que se habían hecho malos y que habían perdido los más preciosos de todos los bienes; y los que no eran capaces de ver lo que constituye verdaderamente la vida dichosa, creyeron que habían llegado á la cima de la virtud y de la felicidad, cuando estaban dominados por una loca pasión, la de aumentar sus riquezas y su poder”. Estrabón  y Posidonio (s. I a. C.) están convencidos de la veracidad del relato platónico, y Plutarco (s. II) da los nombres de los sacerdotes egipcios que habrían contado a Solón la historia de la Atlántida. Tres siglos después, Proclo hará referencia al viaje que hizo a Egipto Crantor, un filósofo de la Academia, sugiriendo que pudo ser testigo de la existencia de unas inscripciones en las que aparecía la historia que había referido Solón.

No obstante, no existen demasiados nombres propios en la colonización griega de la Península Ibérica. Una excepción es la figura singular de Coleo de Samos, el navegante que, según el testimonio del autor de Historias, llegó por primera vez hasta las tierras del sur de la Península Ibérica en el último tercio del siglo VII a. C. Seguramente se trata de una leyenda elaborada a partir de los relatos de hechos reales oídos por Herodoto a los habitantes de la isla de Samos. Esta es la historia de la aventura del mítico navegante en palabras de Herodoto: «… Poco después, sin embargo, una nave samia -cuyo patrón era Coleo-, que navegaba con rumbo a Egipto, se desvió de su ruta y arribó a la citada Platea. Entonces los samios, al enterarse por boca de Corobio de toda la historia, le dejaron provisiones para un año. Acto seguido, los samios partieron de la isla y se hicieron a la mar ansiosos por llegar a Egipto, pero se vieron desviados de su ruta por causa del viento de levante. Y como el aire no amainó, atravesaron las columnas de Heracles y, bajo el amparo divino, llegaron a Tartesos. Por aquel entonces ese emporio comercial estaba sin explotar, de manera que, a su regreso a la patria, los samios, con el producto de su flete, obtuvieron, que nosotros sepamos positivamente, muchos más beneficios que cualquier otro griego -después eso sí, del egineta Sóstrato, hijo de Laodamante; pues con este último no puede rivalizar nadie …”. Herodoto utiliza el contexto narrativo de la colonización de Cirene para narrar la aventura de Coleo y se vale del viejo procedimiento de recurrir a la gracia de los vientos y la fortuna de los dioses para hacer viajar a los héroes a países y regiones fantásticas, fórmula utilizada en el caso de Ulises, Perseo, Eneas, Tlepólemo, Menelao o Agamenón. Con su hazaña, Coleo entra de lleno en el mundo de los héroes y, al traspasar las columnas de Hércules, de alguna manera también se sitúa más allá de las limitaciones que han de soportar el resto de los mortales.

Como ya antes lo habían sido los minoicos y los fenicios, cuyas aventuras marineras todavía resonaban en los oídos de la gente, los griegos y los romanos fueron pueblos viajeros y sus ciudadanos consideraban el viaje como fuente de pensamientos y sensaciones, como así parece recogerlo Plinio el Joven: “Por naturaleza los hombres gustan de ver cosas nuevas y de viajar”. Para los griegos y los romanos el viaje constituía una oportunidad, pero no dejaba de ser una incertidumbre. Por eso, no es de extrañar la costumbre de pedir protección a los dioses antes de la partida y de mostrarles agradecimiento tras el regreso.

Se viajaba por motivos laborales o educativos, por razones políticas o militares, por intereses comerciales o afán de aventura, por sacudir el aburrimiento o simple curiosidad de conocer los lugares históricos o admirables por su belleza: Alejandría, Tebas, Menfis, Éfeso, Esmirna, Rodas, Siracusa, Gadir, etc. También se viajaba por prestigio profesional, ya que se apreciaba mucho la experiencia de profesionales, como los médicos, que habían ejercido en tierras lejanas y tenían un vasto conocimiento de otras culturas. En este sentido, es digno de reseñar el caso de Dioscórides, viajero infatigable, médico de los ejércitos de Claudio y Nerón, cuya De Materia Medica contenía remedios terapéuticos procedentes de todos los rincones del Imperio romano y fue considerada una obra imprescindible en las universidades europeas hasta bien entrado el Mundo Moderno.

No obstante, en Séneca el viaje provoca una actitud ambivalente. Por un lado, los viajes largos, aunque sean realizados por placer y por voluntad propia, son negativos, ya que los considera propios de un alma inconstante que no se ha fijado un objetivo en la vida: viajar es conocer más paisajes, costumbres y pueblos, pero no lleva a la sabiduría. Así, en la Cartas morales a Lucilo, el filósofo cordobés escribe “por lo que siento, concibo buenas esperanzas, ya que no andas vagando y no te afanas en cambiar de lugar. Estas mutaciones son de alma enferma; yo creo que una de las primeras manifestaciones con que un alma bien ordenada revela serlo es su capacidad de poder fijarse en un lugar y de morar consigo misma (…), a los que pasan su vida corriendo por el mundo les viene a suceder que han encontrado muchas posadas, pero muy pocas amistades”. Incluso niega al viaje el valor terapéutico que muchos médicos le otorgaban, afirmando que “los viajes no curan el espíritu”: “Ni que cruces el Mar, tan vasto, ni que, como dice nuestro Virgilio se pierdan ya tierras y ciudades, los vicios te seguirán dondequiera que vayas”. Por otro lado, los viajes cortos, los paseos a caballo, a pie o en litera, sí pueden resultar beneficiosos, en tanto que confieren un descanso al cuerpo y al espíritu: “El cabalgar, el viajar y el mudar de lugar, recrean el ánimo”. En cambio, lo que él propone es un viaje a la sabiduría y la virtud a través de la filosofía. Paradójicamente, los versos cantados por el coro de su Medea parecen vaticinar el descubrimiento de América: “Años vendrán en el transcurso de los tiempos, en los cuales el océano extenderá el círculo del globo y ofrecerá a la osadía de los hombres una inmensa tierra ignota. Nuevos mundos la mar dilatadísima llevará a revelarnos y Thule ya no será la última”.

En cualquier caso, y a pesar de las opiniones de Séneca, la extensa red de calzadas con origen en el Foro romano contribuyó decisivamente a la vertebración del Imperio, pero también a la difusión de la cultura grecorromana y al interés por los viajes de personas pertenecientes a distintos estamentos sociales. El llamado Itinerario antonino (s. III) es la fuente escrita que mayor información aporta acerca de las principales rutas imperiales.

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