Siguiendo el sabio consejo de Constantino Cavafis, “Si vas a emprender el viaje a Ítaca,/ pide que tu camino sea largo,/ rico en experiencias, en conocimiento”, pues lo importante es el propio camino (las mañanas de verano, los puertos nunca vistos, el aprendizaje de los sabios egipcios, las hermosas mercancías, los sensuales perfumes que puedes encontrar…) y no lo que Ítaca te pueda ofrecer al regreso, por muy abundantes que sean sus riquezas.
Sin embargo, viajar también es regresar. Regresar para contarlo, eso sí, después de que uno se haya sentido poeta, haya fantaseado vistiéndose de loco o se haya aventurado a volar, tal y como sugiere Gabriel García Márquez. En no pocos casos lo que verdaderamente se pretende es viajar hasta la frontera de uno mismo y en otros muchos, “bajar a los jardines secretos del yo” de los que hablaba el médico y poeta William C. Williams, para contemplar la naturaleza humana desnuda: desde la superficie de la piel hasta el fondo mismo del alma, en cuyo último recodo se encuentra el corazón, al decir de Ramón Gómez de la Serna. Y es a través del corazón como puede uno reconocerse en lo nuevo y en lo distinto, pues al fin y al cabo uno viaja caminando dentro de sí. Por eso, el viaje escrito es también el alma del viajero: “viajo para conocer mi geografía” escribió un temprano grafitero en las paredes de un manicomio francés a principios del siglo XX (Marcel Réja), en lo que parece ser la respuesta a Friedrich Nietzsche: “Viajero, ¿quién eres? (…). ¿Qué has ido a buscar en lo profundo?”.
En uno de los ensayos que componen la colección Diez estudios sobre literatura de viajes, coordinada por Manuel Lucena Giraldo y Juan Pimentel (CSIC), Axel Gasquet escribe: “El más profundo sentido del viaje, asociar aquello culturalmente disociado mediante el encuentro o frecuentación del extranjero, está inscrito en la naturaleza humana. Nuestra más firme convicción es que el viaje es la representación del destino del hombre: el viaje es muerte, renacimiento, aprendizaje, ceguera, lucidez, alegría, sufrimiento, expatriación e identidad. Después de que nuestros antepasados salieran de Kenya para dispersarse por los cinco continentes, esta es una de sus dimensiones antropológicas esenciales”. El despojamiento errático del viaje contemporáneo, concebido como la más acabada expresión de la libertad individual, lo expone de manera minimalista Nicolás de Bouvier: “Finalmente lo que constituye la osamenta de la existencia no es ni la familia, ni la carrera, ni lo que dirán o pensarán de uno los otros, sino algunos instantes de este tipi, animados por una levitación, aún más serena que la del amor, y que la vida nos propicia con una parsimonia a la medida de nuestro débil corazón”. Aunque haya adoptado diferentes formas y ropajes a lo largo del tiempo, la seducción del viaje, el poder mágico de lo extranjero siempre ha permanecido.
Así pues, casi todos los caminos literarios conducen al viaje, la gran metáfora de la vida. Uno puede encontrar un interesante material literario incluso cuando viaja tratando de huir de sí mismo, que es lo que le pasaba a Truman Capote cuando cambiaba sus desayunos en Tiffany’s por noches de trago largo en los garitos de Taormina, Capri, Roma, París, Tánger, la Costa Azul o Playa de Aro. Caso aparte es el de quien es capaz de navegar mares, subir cumbres, atravesar desiertos, cruzar ríos, recorrer ciudades, pueblos y aldeas perdidas, visitar museos y exposiciones artísticas, asistir a reuniones científicas y eventos literarios, y luego describir magistralmente cualquiera de estos episodios varado en la habitación de un hotel a la que te ha llevado el amor inesperado surgido el primer día de viaje, pero eso solo estaba al alcance de alguien con el humor, la capacidad fabuladora y la prosa de Felipe Mellizo.
En fin, la persona que viaja amplía su espacio, agranda o multiplica sus días y, de alguna manera, se siente un Ulises en la lucha contra el tiempo. Es mucho y bueno lo que puede dar de sí el placer de viajar, aun cuando no se termine nunca o se llegue a ninguna parte (José Saramago), se viaje con el único objetivo de regresar (Rainer M. Rilke) o solo se haga yoando en busca de uno mismo, que es lo que hizo Leopoldo Bloom cuando salió a navegar por las calles de Dublín aquel 16 de junio de 1904, que es ya todos los 16 de junio.
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