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El caminante y el paisaje en el Romanticismo (XXVII)

Además, los escritores románticos concedieron una gran importancia a la descripción del paisaje, hasta el punto que, mediada la centuria, el pensador Henri Frédéric Amiel proclamaría que “cualquier paisaje es un estado del alma” (el término “romántico”, empleado por Rousseau para describir un tipo de sentimiento, había sido utilizado por primera vez por Boswell para referirse al aspecto de un lugar, al paisaje). Por otra parte, si los relatos de viaje ilustrados contenían pocas referencias históricas, los escritos por los autores románticos tuvieron una referencia constante al pasado, buscando decididamente no solo al futuro viajero, sino también al “lector en casa”.

Uno de los fenómenos más importantes fue la obsesión por conocer el continente asiático, su acercamiento y estudio, lo que dio lugar a una verdadera moda europea que se tradujo en numerosísimos viajes, representaciones pictóricas y obras literarias. Sin embargo, el movimiento orientalista creó una serie de imágenes estereotipadas de un Oriente que parecía inventado “por y para Europa”, como bien ha señalado el escritor palestino Edward Saïd (Orientalismo).

En cuanto al “arte de caminar” es necesario tener en cuenta el ensayo Caminar o Dar un paseo, de William Hazlitt, uno de los más destacados representantes del romanticismo inglés. Para Hazlitt, caminar es una de las experiencias más placenteras de la vida por el sentimiento de comunión con la naturaleza, por la libertad que se respira y por la importancia de sentirse uno mismo, aunque, eso sí, es preferible hacerlo a solas: “Sé disfrutar de la compañía en un salón, pero al aire libre me basta la naturaleza. Nunca me encuentro menos solo que cuando estoy a solas”, para afirmar algunas páginas después: “El alma de una caminata es la libertad, la libertad perfecta de pensar, sentir y hacer exactamente lo que uno quiera. Caminamos principalmente para sentirnos libres de todos los impedimentos y de todos los inconvenientes; para dejarnos atrás a nosotros mismos, mucho más que para librarnos de otros”.

Y, tras la caminata, uno de los momentos más placenteros es el reposo en la posada y la lectura de un buen libro: “Denme el limpio cielo azul sobre la cabeza, el verde pasto bajo los pies, un camino sinuoso ante mí y tres horas de marcha hasta la cena… y entonces: ¡a pensar!”.

Hazlitt finaliza sus reflexiones sobre el caminar con esta confesión: “Me gustaría mucho pasar el resto de mi vida viajando por el extranjero, si en algún otro lugar pudiese pedir prestada otra vida, para pasarla después en casa”.

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