Muchas personas de cierto poder adquisitivo pasaban temporadas en las ciudades más representativas de los distintos países europeos (fundamentalmente Italia), mientras que otras acudían a balnearios, sitios de montaña (sobre todo, los Alpes y los Pirineos), playas y otras zonas de recreo y encuentro social. No obstante, también hubo quienes mostraron una actitud más aventurera y cambiaron las comodidades que ofrecía Occidente por el exotismo de los países africanos y asiáticos. Según Ramón de Mesonero Romanos, el deseo de viajar se convirtió en una las principales manías del siglo: “Siempre el pie en el estribo, el catalejo en la mano, deseando llegar al sitio adonde nos dirigimos; ansiando, una vez llegados, volver al que abandonamos”, mientras que el hecho de hacer luego la relación hablada o escrita del viaje se erigió en “la ignorada deidad a quien el hombre móvil dirige su misteriosa adoración”.
En cuanto a los escritores, había quienes preferían viajar a las regiones más próximas a su lugar de residencia, como en el caso del norteamericano Henry David Thoreau, cuya prosa, bajo la apariencia de una geografía de emociones pequeñas, tiene el aliento de las grandes proezas (“si eres un hombre libre, entonces estás listo para empezar a caminar”). Sin embargo, el mayor número de ellos lo hacían a lugares alejados, desplazándose por todo el mundo. En este contexto, España –y muy especialmente Andalucía– se transformó en uno de los destinos más atractivos, pasando de ser un país de viajeros a recibirlos, y convirtiéndose en uno de esos lugares en los que el visitante podía hallar todo el exotismo y la aventura que pudiera imaginar, dada la evocación del Oriente y la proximidad a los enigmas africanos que nuestro país suponía. Y allí donde no llegaba la España real surgía la inventada, en la que su presente y su pasado podían ser fuentes inagotables para las más variadas fantasías.
El siglo XIX fomentó tanto la literatura de viajes como la opción literaria de la narrativa con viajes, incluyendo la ciencia ficción. Y lo hizo mientras se iban sucediendo las diversas tendencias literarias: romanticismo, realismo-naturalismo y modernismo, hasta que en las décadas finales del XIX y primeras del XX (para muchos historiadores el siglo XIX llegaría hasta la Primera Guerra Mundial) se produjo una confluencia de todas estas formas, que lograron convivir con un cierto grado de autonomía.
Dadas las posibilidades de idealización que ofrecía el género viático, no es de extrañar que el Romanticismo cultivara la literatura de viajes con verdadero entusiasmo y que los artistas románticos fueran los primeros en incorporar abiertamente el paisaje en sus narraciones y en sus cuadros. Los escritores románticos, buenos bebedores en las fuentes de Rousseau y Goethe, sintieron la necesidad de libertad, el deseo de romper con la tradición clásica y de dar rienda suelta al yo (uso de la primera persona narrativa, “literatura de la experiencia”). De esta manera, el viaje adquiere con el Romanticismo un carácter intimista que ha llegado hasta el presente: lo que importa en el relato es qué siente el viajero, qué emociones le produce el lugar que contempla.
La “nostalgia del afuera” llevó a los escritores románticos a emprender viajes de recorridos más o menos largos, ya sea por trabajo, formación, descanso, diversión, búsqueda de nuevas experiencias (“viajar es vivir”) o para hallar fuentes históricas en las que inspirarse para interpretar la sociedad del futuro. Tras el viaje, dejan el recuerdo de sus vivencias personales en obras que reflejan claramente la exaltación de los sentimientos, la liberación de esa “fauna emotiva” que vive en nosotros: “Explotaré la mina de mi juventud hasta las últimas vetas de mineral y luego, ¡buenas noches! He vivido y me doy por satisfecho”, dirá en una de sus cartas viajeras Lord Byron. No obstante, conviene subrayar que, en la mayoría de las ocasiones, la escritura del relato está ya prevista en la mente del autor, convirtiéndose en condición primera del viaje y no en la consecuencia del mismo.
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