Se considera al extremeño José de Espronceda el escritor romántico por excelencia y, aunque su producción es fundamentalmente poética, en De Gibraltar a Lisboa: un viaje histórico nos dejó una narración a medio camino entre el relato de viajes y el artículo autobiográfico, si bien entre la realización del viaje y la publicación del mismo, nos invitó a amar la mar y a convertirnos en piratas antes que en turistas: “…y ve el capitán pirata,/ cantando alegre en la popa,/ Asia a un lado, al otro Europa/ y allá a su frente, Estambul./ -Navega; velero mío/ sin temor/…”.
En lo relativo a los libros de viajes propiamente dichos, merecen reconocerse los Viajes de Fray Gerundio, que narra el periplo por Francia, los Países Bajos y Alemania por “pura instrucción y recreo” del historiador, periodista y escritor satírico Modesto Lafuente; las tres obras de su cuñado, el escritor y editor Francisco de Paula Mellado: Guía del viajero en España, España geográfica, histórica, estadística y pintoresca y Recuerdos de un viaje por España, libro en varios tomos, en el que describe el itinerario emprendido en mayo de 1846 por todas las provincias españolas y las posesiones de Ultramar, ampliamente documentado con criterio enciclopédico e intercalado de relatos ficcionales y enriquecido con grabados de Mauricio; los Recuerdos de Viaje por Francia y Alemania, de Ramón Mesonero Romanos, un intento del autor por mostrar la correspondencia y divergencia entre lo leído y la realidad vivida durante el viaje (Mesonero también escribió un interesante Manual de Madrid que tuvo una considerable difusión); el Itinerario, de Ángel Fernández de los Ríos, una obra a caballo entre la guía y el propio libro de viajes; los libros Del Ebro al Tíber y Del Manzanares al Darro, en los que el erudito Amós de Escalante describe sus viajes por Italia y Andalucía con una interesante mezcla de costumbrismo, investigación histórica y leyendas populares; el inacabado ensayo descriptivo, artístico y político Italia, del jurista, político y escritor sevillano Joaquín Francisco Pacheco, que fue presidente del Consejo de Ministros y embajador en Roma; la Miscelánea de literatura, viajes y novelas, de Eugenio de Ochoa, escritor, traductor, crítico literario y editor, quien vivió en Francia, Portugal e Inglaterra y, después de escribir el resultado de sus vivencias en París, Londres y Madrid, a petición de doña María Cristina realizó dos viajes con José, hijo de la reina afecto de tisis: el primero por Bélgica, Alemania, Polonia, Rusia y otros países, y el segundo, por el Próximo Oriente.
En los registros de la literatura romántica más o menos costumbrista también se puede incluir la producción viajera tanto del leonés Enrique Gil y Carrasco como del andaluz Ángel Saavedra, duque de Rivas, quien, tras subir hasta la cima del Vesubio en una de las excursiones nocturnas organizadas por aquel tiempo (1844), describe el volcán que convirtió a Pompeya en un cementerio como “un soberbio gigante aislado en medio de la llanura más hermosa y apacible del mundo”, de cuyas entrañas parecía oírse “un ronco hervor, semejante a la respiración de un coloso aherrojado”.
Algo más alejados de la corriente romántica quedarían los Recuerdos dejados por Emilio Castelar de sus viajes por Europa. Al inicio de Viaje a Italia se dirige «Al que lo leyere» y afirma lo siguiente: “No es en realidad un libro de viajes. (…) Cuando un pueblo, un monumento, un paisaje, han producido honda impresión en mi ánimo, he tomado la pluma y he puesto empeño en comunicar a mis lectores con toda fidelidad esta impresión. No sigo, pues, orden alguno ni itinerario regular en mi libro”.
Aparte del objetivo de relatar sus viajes, todos estos autores comparten un deseo común: el rechazo de la imagen deformada de la realidad que muchos escritores extranjeros transmitían de España.
El caso del hispano-británico Blanco White (José Mª Blanco Crespo) resulta bastante singular. Nacido en Sevilla, su obra fue escrita en su mayor parte en inglés. Afortunadamente exhumado en los últimos años de su injusto y largo entierro cultural, Blanco es el paradigma del valor de pensar por uno mismo, un personaje clave del pensamiento liberal español del XIX, activo combatiente contra el infame comercio de esclavos, rechazable moral, política y cristianamente («la esclavitud no civiliza en modo alguno a los africanos: destroza sus vidas y los barbariza»), fundador de El Español durante su exilio londinense, acérrimo defensor de la no intromisión de la Iglesia Católica en los asuntos de Estado (“los que tenéis raíces en el cielo/ nunca podéis dejar en paz el suelo”) y autor de las bellísimas Cartas de España (1822), esenciales para comprender los acontecimientos políticos, religiosos y culturales de finales del XVIII y principios del XIX y documento de incalculable valor etnográfico.
Mención aparte merece Domingo Badía, barcelonés de nacimiento y almeriense de adopción, quien a principios del siglo XIX recorrió una buena parte de África y Asia (Marruecos, Trípoli, Chipre, Egipto, Palestina, Siria y Turquía hasta llegar a La Meca) bajo la personalidad del príncipe Alí Bey el Abasí, de donde tomó su conocido seudónimo literario. El periplo fue realizado entre 1803 y 1807 por encargo y con la financiación de Manuel Godoy, a la sazón primer ministro del rey Carlos IV. El propio autor confiesa que se lanzó a los desiertos de África y Arabia “lleno de fuego y vigor” como “el navegante intrépido que se entrega a las olas de un mar agitado con el nervio siempre tenso y el espíritu listo para cualquier acaecimiento”. Además de otras finalidades políticas y religiosas, el viaje tuvo como objetivo “observar las costumbres, usos y naturaleza de las tierras que se hallasen al paso”, lo que hace Alí Bey con una elevada calidad literaria, más allá de los tópicos.
Según Juan Goytisolo, los Viajes de Alí Bey por África y Asia ocupan “un puesto privilegiado y a veces único en esta pléyade de aventureros, exploradores, misioneros y agentes coloniales que (…) adopta ese peculiar sistema de l’éducation par le voyage que tanta aceptación tuvo entre los escritores románticos”, por la variedad y soltura de la narración, el rigor y exactitud de las descripciones, el acopio de datos de todo tipo y el excelente tejido literario de algunos episodios y aventuras.
Hispanoamérica
No conviene olvidarse y dejar en el desván de la “memoria wikipediana” las obras de los narradores hispanoamericanos. Entre ellos hay que señalar en primer lugar al argentino Domingo Faustino Sarmiento, el maestro de escuela que llegó a ser presidente de su país y escribió una de las más importantes obras de la literatura hispanoamericana: Facundo.
Escritor apasionado y torrencial, Sarmiento muestra una prosa a veces castiza, pero siempre eficaz, en la que alternan sus “entusiasmos y depresiones, su solemnidad de profeta y su humorismo” (Anderson Imbert).
En el prólogo de sus Viajes por Europa, África y América habla de cómo ha preparado algunos de sus relatos: “no es extraño que la descripción de las escenas de que fui testigo se mezclase con harta frecuencia con lo que no vi, porque existía en mí mismo, por la manera de percibir”.
Sarmiento deja bien claro su deseo de construir un mundo nuevo y para ello aprovecha el espíritu de sus viajes para convertirlo en ideario de reforma política, expone el cambio que experimenta el viajero durante sus andanzas y al regresar a su lugar de origen y aborda la figura del “flaneur baudelaireano”: “El español no tiene palabras para indicar aquel farniente de los italianos, el flaneur de los franceses (…). El flaneur persigue también una cosa, que él mismo no sabe lo que es; busca, mira, examina, pasa adelante, va dulcemente, hace rodeos, marcha, y llega al fin… a veces, a orillas del Sena, al bulevar otras, o al Palais Royal con más frecuencia”. En determinados momentos, Sarmiento se ve a sí mismo como el caminante callejero sin objeto: “yo ando como un espíritu, como un elemento, como un cuerpo sin alma, en esta soledad de París”.
En la figura del peruano Pedro Paz Soldán (utilizó como seudónimo el nombre de Juan de Arona) todavía se constata el vestigio del viajero ilustrado. Las Memorias de un viajero peruano: apuntes y recuerdos de Europa y Oriente dan cuenta de su estancia en España y de su periplo por los países mediterráneos, Egipto, Siria y Turquía, viajes a los que califica de “enseñanzas inigualables”. Algo de ello hay también en el cubano Antonio Carlos Ferrer, autor de Paseo por Europa y América y Paseo por Madrid, mientras que se percibe un cierto aire picaresco en el Diario de un viaje a California, libro en el que el chileno Vicente Pérez Rosales cuenta sus aventuras por aquellas tierras, a las que le arrastró la fiebre del oro.
Merece la pena traer a colación el cuadro costumbrista del México inmediatamente posterior a la independencia dibujado en las cartas que forman Mi vida en México por la españolizada Frances Calderón de la Barca (había nacido en Escocia y su nombre de soltera era Frances Erskine Inglis), esposa del embajador plenipotenciario de España en aquel país, Ángel Calderón de la Barca. Por su parte, Guillermo Prieto elaboraría el relato de viajes más importante del Romanticismo mexicano, el extenso Viaje a los Estados Unidos. También son obra suya Viajes de orden supremo y Una excursión a Jalapa en 1875.
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