Los libros de viaje están definidos por los siguientes rasgos: se asientan fundamentalmente en hechos (el texto se acerca más a lo factual que a lo ficcional), en ellos existe un predominio -pero no un dominio absoluto- de lo descriptivo (“pintar” con palabras lugares, gentes, ambientes, situaciones) sobre lo narrativo (relatar con palabras sucesos que los seres humanos llevan a cabo o se imaginan) y tienen un sentido marcadamente testimonial, adquiriendo lo objetivo un mayor protagonismo que lo subjetivo, aunque, a veces, puede suceder que se mantenga una fuerte carga subjetiva, sin merma de lo objetivo; a estos caracteres se pueden añadir la intertextualidad (el relato se nutre tanto de la experiencia real del viajero como de textos anteriores: “yo visto y yo leído”, balanceo entre el “dicen…” y el “esto lo vi yo con mis propios ojos”), su carácter fronterizo (el hilo narrativo cede terreno a la descripción, pero no llega a desaparecer) y el especial énfasis que se concede a todos los sentidos, no solamente a la vista, y a la manera de experimentar las sensaciones vividas.
En cualquier caso, como señala el profesor Kurt Spang, “el rasgo definitorio más destacado es que el viaje no solo es la base de estructuración del relato, sino a la vez el tema”. No obstante, para Tzvetan Teodorov, el relato de viaje es narración personal, no descripción objetiva, aunque también sea desplazamiento, mientras que Camilo José Cela considera que “mejor que a la novela correspondería al libro de viajes el lema stendhaliano del espejo que se pasea a lo largo del camino”. Según el último Premio Nobel español, el escritor de viaje debe reseñar lo que realmente falta en los archivos y bibliotecas: “el olor del corazón de las gentes, el color de los ojos del cielo, el sabor de las fuentes de las montañas y de los manantiales de los valles”. Para César Antonio Molina, “la imaginación nunca está de más y es un elemento misterioso fundamental también para este género”, añadiendo: “Incluso los grandes libros de viajes tienen más ficción, sin proponérselo, que muchas novelas…”. Por tanto, habría que concluir que el límite de la literatura de viajes es, por un lado, la ciencia y, por otro, la autobiografía. En este extremo es en el que situaba Paul Bowles las narraciones íntimas de la vida diaria de un escritor desplazado por un período relativamente prolongado de tiempo a un sitio alejado y más o menos extraño de su residencia habitual, como es el caso de los cinco meses pasados por Joseph R. Ackerley como secretario del marajá de Chhapartur y que dieron lugar a su Vacación hindú (Hindoo Holiday, 1932) o los diecisiete años de estancia de Karen Blixen en Kenia, recogidos en Memorias de África (1937).
Quedaría fuera de este género literario la guía de viaje o guía turística, surgida en el siglo XIX al tiempo que el llamado “turismo de masas” y los viajes organizados, en la que el relato creativo se reduce y da paso a la información, prevaleciendo los datos sobre el estilo narrativo. Si lo que mueve al relato es el deseo más o menos aventurero del autor, su encuentro con lo inesperado, la guía se concibe más como una herramienta de ayuda para recorrer un territorio que como una pieza literaria, perdiendo el autor cualquier tipo de protagonismo.
En realidad, las guías nunca pretendieron tener otro carácter que no fuera el objetivo ni otra finalidad que la informativa, ni tampoco persiguen ser literatura, como tampoco lo hacen los itinerarios o los manuales de viaje. En el momento mismo de su nacimiento, los escritores viajeros fueron conscientes de ello y marcaron de forma precisa los fines de uno y otro tipo de publicación. Así, Emilia Pardo Bazán afirmaba: “Yo no escribo guías; voy a donde me lleva mi capricho, a lo que excita mi fantasía, al señuelo de lo que distingue a una población entre las demás”.
Un siglo después, Paul Bowles marcaba la diferencia entre el libro de viajes y la guía al señalar que el primero “es el relato de lo que le ocurrió (física y espiritualmente) a una persona en un determinado lugar, y nada más que eso; no contiene información acerca de los hoteles y carreteras, ni listas de frases útiles, estadísticas o sugerencias acerca de la clase de ropa que el visitante podría necesitar (…). El relato debe ceñirse lo más posible a la realidad, y me parece que la forma más sencilla de lograr esto es que (el escritor) se proponga ser exacto al describir sus propias reacciones (…), que ponga cierto empeño en presentar objetivamente su personalidad; esto facilita al lector una clave interpretativa para valorar por sí mismo la importancia relativa de cada detalle, como la escala al pie de un mapa”.
Y añade el autor de El cielo protector que en el camino recorrido el libro de viajes se había vuelto, por necesidad, más subjetivo, “más literario”, habiéndose desplazado el énfasis de los lugares en sí al efecto que estos tienen en la persona, aunque siempre subyace la pugna entre el escritor y el lugar: “El tema de los mejores libros de viajes es el conflicto entre el escritor y el lugar. No importa quién lleve la mejor parte, siempre que el combate sea narrado con fidelidad. Para lograr esto es necesario que el escritor esté bien dotado para describir situaciones, lo que tal vez explica por qué muchos de los libros de viajes que no han huido de mi memoria fueron producidos por escritores expertos en el arte de la novela. Uno recuerda la indignación de Evelyn Waugh en Etiopía; la impasibilidad de Graham Greene en África occidental; cómo Aldous Huxley se dejó deprimir por México, o cómo Gide descubrió su conciencia social en el Congo, mucho tiempo después de que otros relatos de viaje igualmente precisos se han hecho borrosos o se han desvanecido. Dada la habilidad novelística de estos escritores, es quizá perverso de mi parte preferir sus libros de viajes a sus novelas, pero los prefiero”.
El escritor Lorenzo Silva, en su reciente ensayo Viajes escritos y escritos viajeros, hace una interesante división de la literatura viática en cinco tipos, mostrando en cada uno de ellos las obras que considera como sus mayores exponentes. Así, el “viaje portentoso” analiza la epopeya del viajero ante los misterios que le puede deparar lo desconocido: La epopeya de Gilgamesh, Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift) y Las veinte mil leguas de viaje submarino (Julio Verne); el “viaje de la vida” se adentra en la experiencia vital del escritor en relación a su obra, como es el caso de La Odisea (Homero), El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (Cervantes) o el Emilio de J. J. Rousseau, en el que el viaje se plantea como vehículo a través del cual se forja el carácter de los individuos; el “viaje de descubrimiento” incluye títulos como la Descripción de Asia de Marco Polo, la Rihla de Ibn-Battuta o los Naufragios de Cabeza de Vaca, libros que, a su vez, han sido utilizados por otros autores para abrir no solo rutas viajeras y comerciales, sino también literarias; el “viaje a los infiernos”, es una categoría en la que caben El mito de Teseo, La Divina Comedia (Dante) o El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad), obras que dan cuenta de los avatares del alma humana en su relación con el mundo y la divinidad; finalmente, el “viaje redentor” es planteado como lectura para encontrar un mundo mejor (después de la penuria del viaje, se encuentra la recompensa), tal y como nos lo hacen ver, con distintas variantes, El Éxodo, El viaje de los Argonautas (Apolonio de Rodas) o América (Franz Kafka).
Por su parte, José Mª Guelbenzu habla de libros de viaje “anecdóticos” (los que cuentan lo que pasó en el viaje) y libros de viaje “reflexivos” (los que cuentan el porqué de lo que pasó en el viaje): “Los primeros sólo cuentan lo que está a la vista; los segundos, lo que hay detrás de lo que está a la vista”.
En resumen, el término literatura de viajes se utiliza comúnmente para designar una forma literaria (acaso, un género) cuyo tema central es un viaje, es decir, la publicación de las experiencias vividas y las observaciones realizadas por un viajero, cuya expresión literaria puede ser narrativa, periodística, ensayística y, en menor medida, poética.
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