Las fechas del 10 de agosto de 1519 y del 8 de septiembre de 1522 marcan el principio y el final de una de las aventuras más épicas de la historia de la humanidad: la primera vuelta al mundo, en palabras de Stefan Zweig “el viaje marítimo tal vez más terrible y lleno de privaciones que registra la eterna crónica del dolor humano y de la humana capacidad de sufrimiento que llamamos historia”.
Del muelle de las Mulas de Sevilla salieron ¿239? hombres distribuidos en cinco naves al mando de Fernando de Magallanes (Trinidad, San Antonio, Concepción, Santiago y Victoria), aunque la expedición en busca de un paso hacia el Pacífico que facilitara el viaje a la Especiería arrancó de Sanlúcar de Barrameda el 20 de septiembre; tres años después regresaron al puerto de Sanlúcar (6 de septiembre) y a la rada sevillana (dos días más tarde) 18 supervivientes en una única nao, la Victoria, comandada por Juan Sebastián Elcano, a los cuales se sumarían poco más tarde los 13 marineros que habían quedado retenidos por los portugueses en Cabo Verde, donde se vio obligado a echar el ancla Elcano a causa del mal estado de salud de la mayoría de sus hombres, afirmando que venían del Nuevo Mundo.
La mayor parte de la tripulación inicial había muerto a causa del hambre, de la enfermedad (escorbuto) y de la guerra con los portugueses o con los pueblos indígenas, como sucedió con el propio Magallanes, acribillado por las flechas de los nativos de Mactán (Filipinas).
Habían pasado 30 años del descubrimiento de América por Cristóbal Colón, “la más fecunda confusión que registra la historia” (Julio Rey Pastor), y casi una década desde que el extremeño Vasco Núñez de Balboa contemplara subido a un monte raso del istmo de Panamá, “antes que ninguno de los cristianos compañeros que al lado iban”, las aguas azules del mar tan ansiosamente buscado durante más de 20 años y que él mismo bautizaría como el Mar del Sur.
Desde que las distintas exploraciones terrestres que siguieron al Descubrimiento dejaran patente el magnífico error de Colón y pusieran de manifiesto que se había llegado a las Indias Occidentales, pero no a las Orientales, el empeño de la Corona española fue encontrar algún paso que hiciera factible la llegada a las islas del Moluco o Molucas, de las que se sabía que contenían especias en mayor cantidad que Java, Sumatra e Indonesia y a las que no habían llegado todavía los portugueses a través del océano Índico.
Así, durante los primeros años del siglo XVI se exploraron la desembocadura del Amazonas, las bocas del Orinoco, las Guayanas y los litorales de Venezuela, Colombia y Centroamérica (desde la región panameña del Darién a la mexicana de Tehuantepec) y un buen día, el 29 de septiembre de 1913, Núñez de Balboa y sus compañeros de expedición pudieron enarbolar el pendón de Castilla en las aguas del golfo de San Miguel.
Desde entonces se intensificaron todavía más los esfuerzos por encontrar un paso o estrecho que comunicara el Atlántico con el Pacífico y los monarcas españoles imponían a todos los barcos que se dirigían al Nuevo Mundo la obligación de escudriñar y levantar cartas geográficas de las costas del continente con este objetivo.
Los Reyes Católicos, primero, y el rey don Carlos, después, tenían gran impaciencia por llegar a las islas de la Especiería, el sueño de Colón, que supuestamente se encontraban dentro de la línea de demarcación de los territorios españoles marcados por las Bulas del Papa Alejandro VI (1493) y el Tratado de Tordesillas (1494), firmado entre España y Portugal, como asegura el interesante libro de Carlos Prieto, varias veces editado, El océano Pacífico. Navegantes españoles del siglo XVI.
Stefan Zweig, al comienzo de su Magallanes, el hombre y su gesta, da la razón íntima del viaje: “En el principio eran las especias…”. Y es que la empresa fue pagada por Carlos I y los comerciantes castellanos, deseosos de hacerse con especias, como la canela, el clavo, la pimienta y la nuez moscada, todas ellas muy codiciadas en Europa y que solo se podían adquirir pagando elevadísimos precios a los intermediarios que las traían de las regiones orientales.
No obstante, la razón económica quedaría minimizada, tras el viaje de vuelta, por la hazaña que supuso la primera circunnavegación de la historia y por haber demostrado de forma definitiva la redondez de la Tierra. Durante años Magallanes había planificado minuciosamente el viaje (“todo lo que un mortal es capaz de calcular y prever, lo tengo calculado y previsto”) y, tras la negativa del rey de Portugal Manuel I, consiguió en 1518 el apoyo decisivo de Carlos I de España para buscar una ruta que, surcando mares castellanos (según lo recogido en el Tratado de Tordesillas), llegara a la Especiería.
Entre todos los relatos que se han hecho del viaje, seguramente el de mayor valor es el Primer viaje alrededor del mundo, la crónica que Antonio Pigafetta hizo de la expedición iniciada por Fernando Magallanes y concluida por Juan Sebastián Elcano.
Pigafetta, uno de los pocos supervivientes que consiguió volver a España, nos dejó su testimonio: “Durante el viaje dibujé mapas y anoté en varios cuadernos las maravillas que veía y las calamidades que sufríamos. Os ofrezco hoy ese diario con el deseo de honrar al capitán Magallanes, de entreteneros, de ser útil y de lograr que mi nombre no caiga en el olvido”. Deliciosa confesión de quien se resiste a perder nombre, señas, todo, aun cuando para ello haya que hacer inseparable la verdad de la imaginación. Según contaba Gabriel García Márquez, Pigafetta escribió “una crónica rigurosa que, sin embargo, parece una aventura de la imaginación».
Tras la partida de Sanlúcar, la armada hizo una pequeña escala en las Islas Canarias y luego navegó por el Atlántico hasta tocar tierra en la bahía de Río de Janeiro poco antes de las Navidades; exploraron minuciosamente el estuario del Río de la Plata y la costa patagónica, llegando a la bahía de San Julián a finales de marzo de 1520, donde decidieron pasar el invierno austral, reparar las naves y esperar el buen tiempo para continuar la navegación. Fue durante esta estancia de cuatro largos meses cuando más se evidenció el carácter y gobierno autoritarios de Magallanes, produciéndose diversos amotinamientos que acabarían con la vida de varios de los capitanes de las naos y que causaron un profundo malestar en la tripulación.
En agosto, se levaron anclas y la expedición continuó hasta la bahía de Santa Cruz, donde fondearon a mediados de octubre, pero en el camino se perdió la nave Santiago. Durante un mes Magallanes y los nuevos capitanes inspeccionaron el laberinto de canales que se abrían nada más traspasar el cabo de las Vírgenes, pero, mientras tanto, la nao San Antonio que cargaba con la mayor parte de los víveres, desertó y trató de poner rumbo a España.
Tras cruzar las gélidas aguas antárticas del estrecho de Todos los Santos, que luego se llamaría de Magallanes, los tres barcos que quedaban de la flota pudieron salir al Mar del Sur, cuya calma hicieron que Magallanes lo rebautizara como Pacífico. Nadie lo había hecho antes, nadie hasta ese momento había sido capaz de encontrar con anterioridad el tan ansiado paso entre el Atlántico y el Pacífico, nadie había puesto sus pies en la “cara oculta” de la Tierra.
Desde allí, aguas arriba atravesaron el Pacífico en busca de las Molucas, que creían perteneciente a la jurisdicción española, tropezándose con la isla de Guam y las islas del archipiélago que ellos llamaron de San Lázaro (más tarde nombrado como Filipinas), donde encontraría la muerte Magallanes a finales de abril de 1522. Para entonces, muchos de sus hombres ya habían perdido la vida a causa de la deshidratación, el hambre o el escorbuto.
Tras el fallecimiento del capitán general y de Duarte Barbosa, su sucesor al mando de la flota, los miembros de la expedición decidieron quemar, debido a su mal estado, la nave Concepción, en la que, al salir de Sevilla, se había embarcado como maestre Juan Sebastián Elcano, distribuyéndose la menguada tripulación de un centenar de hombres en las otras dos naves que quedaban: la Trinidad, capitaneada por Gonzalo Gómez de Espinosa, y la Victoria, al frente de la cual se puso de capitán a Elcano. Tras arribar a las islas Molucas, objeto del viaje, y cargar con las especias, se trató de emprender el regreso a España.
Sin embargo, la Trinidad se encontraba en tan pésimo estado de navegación que hubo de regresar al puerto de Tidore para ser reparada. Fue entonces cuando se decidió dividir la expedición: tras la reparación, Gómez de Espinosa trataría de volver a España con la nave capitana por el este, viajando hasta Panamá, mientras que la Victoria debía intentar el viaje de regreso a España lo más rápidamente, navegando hacia el oeste y bordeando África por rutas conocidas del océano Índico, a pesar de tener que esquivar los puertos y flotas portuguesas, que dominaban dicho mar.
Por fin, tras múltiples peripecias y vicisitudes, los tripulantes de la Victoria pudieron llegar a la costa gaditana. Según deja dicho Pigafetta en su relato: “Gracias a la Providencia, el sábado 6 de septiembre de 1522 entramos en la bahía de San Lúcar (…). Desde que habíamos partido de la bahía de San Lúcar hasta que regresamos a ella recorrimos, según nuestra cuenta, más de catorce mil cuatrocientas sesenta leguas, y dimos la vuelta al mundo entero (…). El lunes 8 de septiembre largamos el ancla cerca del muelle de Sevilla, y descargamos toda nuestra artillería”. A diferencia de la Victoria, la Trinidad nunca conseguiría volver.
A pesar de que Pigafetta deja a Elcano en un segundo plano, el papel del guipuzcoano no es, en absoluto, menor: sacó a las naves de la maraña de las islas Filipinas, supo negociar con los indígenas del Moluco, sorteó tanto las tempestades de la mar como los ataques de las naves portuguesas durante todo el viaje de regreso a lo largo de la costa índica de África y fue capaz de llegar a Sevilla en la única embarcación que había quedado disponible cargado de especias, cuyo valor en el mercado ascendió a varios millones de maravedíes, que compensaron el gasto que había supuesto el viaje para la corona española.
El emperador Carlos otorgó a Elcano el título de caballero y un escudo de armas en el que sobre un globo terráqueo se podía leer la inscripción: PRIMUS CIRCUMDEDISTI ME (“El primero que me circundaste”). Es la misma que se puede leer en el monumento de Victorio Macho, elevado en su honor sobre la muralla de su Guetaria natal.
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