Peregrinos, misioneros, diplomáticos, comerciantes y aventureros cruzan fronteras, atraviesan puentes, surcan caminos y veredas, descubren parajes y ciudades, viven aventuras insólitas, conocen a gentes distintas, aprenden lenguas diferentes a las suyas, escuchan relatos fantásticos, sufren fatigas y enfermedades, experimentan nuevas vivencias religiosas, y, muchos de ellos, en su camino de regreso, se deciden a poner por escrito cuanto han visto y oído, cuanto han vivido, incitando a otros a realizar el viaje.
Otros viajeros menos intrépidos se conforman con peregrinar a los monasterios, iglesias y catedrales más próximos al lugar donde viven, atraídos por las historias milagrosas que de ellos se cuentan y por las reliquias y tesoros guardadas entre sus muros. También hay entre ellos quienes tratan de narrar su viaje, compartir sus descubrimientos y atraer a nuevos viajeros hacia los lugares visitados.
El hombre del Medievo ha entendido que el ser humano es un “ser viator”, ya que la existencia humana es un espacio a recorrer, un desplazamiento que se puede hacer de forma horizontal, pero también de forma vertical, ya que la finalidad última es poder elevarse hasta Dios. Por eso, quizás no sea aventurado decir que uno de los factores influyentes en la gestación de Europa es la interrelación personal y el intercambio de productos que ofrecían las rutas de peregrinación como consecuencia de la consideración de ese doble desplazamiento personal.
Oriente y Occidente
Aparte de las peregrinaciones, se sabe que desde mucho tiempo atrás Oriente y Occidente estuvieron unidos por una compleja red de caminos y caravanas, a la que luego se conoció como la Ruta de la Seda (investigaciones recientes han concluido que esta vía comercial probablemente siguió los mismos caminos que los pastores nómadas ya usaban varios siglos antes de nuestra era), que permitió el abrazo entre ambos mundos. De un sitio a otro viajaron personas, mercancías, ideas, obras de arte, pero también espadas, enfermedades y religiones.
Aparte de las peregrinaciones y de los desplazamientos de los comerciantes una feria a otra, de uno a otro mercado, el viaje en busca del saber, “de lo mismo y lo diverso”, tuvo en Adelardo de Bath (s. XII) uno de sus principales representantes. En su juventud viajó durante años por las dos orillas de Mediterráneo y el Oriente Próximo y tradujo del árabe al latín importantes obras de filosofía y matemáticas, aprendió el modo de enseñanza de los maestros árabes y llevó a cabo un sumario de todo lo que había aprendido de su ciencia.
El conocimiento geográfico fue el que motivó al ceutí Al Idrisí (s. XII) a recorrer una y otra vez el mundo mediterráneo y a cartografiarlo. Aparte de su Descripción de España, su Libro de Roger, dedicado al rey normando Roger II de Sicilia, a cuyo servicio trabajó durante años, es una auténtica compilación de sus estudios sistemáticos y supone un recreo para quienes quieran andar por la Tierra, un “divertimento para aquellos que desean viajar más allá del horizonte”.
Ansia de saber
Asimismo, fue el ansia de saber y conocimiento el que condujo al filósofo, poeta y gran maestro sufí, nacido en Murcia, Ibn Arabí (s. XII-XIII), a una vida viajera, que le llevó a recorrer miles de kilómetros, primero por su Al-Andalus natal y el norte de África (Túnez, Fez, Marakech…) y, más tarde, por todo el Oriente Medio (La Meca, Bagdad, Alepo, Mosul, El Cairo, Jerusalén…), para acabar en Damasco, donde finalmente se estableció hasta su muerte. Durante sus viajes no paró de escribir, dejando una obra inmensa y de gran calado tanto intelectual como espiritual.
El mensaje de su obra quizás pueda sintetizarse en estos versos: “Profeso la religión del Amor y cualquier dirección que tome su montura. El Amor es mi fe”. En cuanto a su idea del viaje, seguramente nos la puede aclarar este texto recogido de El esplendor de los frutos del viaje: “El origen de la existencia es el movimiento. Esto significa que la inmovilidad no puede darse en la existencia, pues, de ser esta inmóvil, regresaría a su origen, la nada. Por ello el viaje no tiene fin”. Y, es que, para Ibn Arabi, el movimiento, el viaje es inherente a todo lo vivo y es necesario seguir la huella que señala la “energía del corazón”.
En otro ámbito se enmarca un hecho singular de este período: la ascensión de Petrarca al monte Ventoux en los días finales de abril de 1335. Su relato inaugura una nueva forma de viaje, en contraposición a la errancia, a partir de la cual se abrió paso la noción de paseo. De acuerdo con sus impulsores, en el paseo se busca dentro de uno mismo el misterio que se encuentra mirando la naturaleza como paisaje, es decir, la casa común de los hombres. Este concepto tomaría cuerpo siglos más tarde en la obra de Jean Jacques Rousseau (“siento, luego existo”) y Friedrich Schiller, quien, en su poema titulado precisamente El Paseo, plantea este modo de desplazamiento como un mecanismo de vivenciar la naturaleza y, al mismo tiempo, un medio extraordinario de búsqueda personal (contemplación del paisaje como una transfiguración del mundo interior).
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