El suceso al que nos referimos fue el protagonizado por el cuevano Yuder Pachá (Diego Guevara, de nacimiento), quien, al frente de un ejército formado en su mayor parte por moriscos españoles al servicio del sultán de Marruecos Ahmed al-Manssur, conquistó todo el vasto territorio de la Curva del Níger. Muchos de estos soldados, conocidos por los nativos como los arma, permanecieron tras la conquista en dichos territorios y enriquecieron el idioma local con muchas expresiones del castellano que aún permanecen a día de hoy.
Mientras la mítica Tombuctú ha inspirado diferentes relatos de viaje desde entonces, la leyenda de Yuder Pachá ha servido de alimento a la novela histórica de nuestro tiempo. Como ejemplo, baste citar los excelentes trabajos llevados a cabo en los últimos años por otro cuevano, Antonio Llaguno: La conquista de Tombuctú: La gran aventura de Yuder Pachá y otros hispanos en el País de los Negros, Tombuctú: El reino de los renegados andaluces y la novela El eunuco de Tombuctú.
Otra serie de relatos fabulosos acerca del interior del continente africano que recorrieron las cortes europeas durante la Baja Edad Media y el Renacimiento es la que hace referencia al reino del Preste Juan y al río Nilo y sus fuentes. Desde el siglo XI existía en Europa la creencia de que, en algún lugar del Extremo Oriente, había un reino cristiano situado en lo que habrían sido las tierras de los Reyes Magos, y que estaría gobernado por un misterioso sacerdote conocido como el Preste Juan. Aunque en principio se situó en la India, a partir del siglo XIV su búsqueda geográfica, fundamentalmente por parte de los exploradores portugueses, se centró en la Alta Etiopía o Abisinia, cuyos emperadores se consideraban descendientes de la reina de Saba.
La ciudad sagrada
En 1520, el rey Manuel I envió una embajada de la que nos ha llegado el testimonio del franciscano Francisco Alvares (El Preste Juan de las Indias: verdadera información de las tierras del Preste Juan), quien viajó por toda Etiopía y llegó a visitar la ciudad sagrada de Lalibela, un auténtico centro de peregrinación que albergaba un monumental conjunto de iglesias labradas en la roca.
Un segundo relato a destacar es el que cuenta las aventuras del jesuita Pedro Páez, cuya figura ha sido rescatada del olvido por el periodista y escritor Javier Reverte en su reciente ensayo histórico-literario Dios, el diablo y la aventura. Páez fue enviado a Etiopía en 1589 con el encargo de convencer al emperador de que debía acatar la autoridad del Papa, pero en el viaje de Goa a Etiopía fue apresado por los turcos junto al veterano misionero Antonio de Montserrat. No obstante ser tratado como esclavo, a lo largo de siete años pudo recorrer la Península Arábiga, siendo el primer europeo en ver y describir territorios tan insólitos como el de Hadramaut.
En 1603 emprendió de nuevo viaje a Etiopía, tierra en la que ya permaneció el resto de su vida, aprendiendo sus costumbres, su historia y su lengua, viajando por todo el país, ganándose poco a poco y con prudencia el favor del emperador Susinios al que, finalmente, convirtió a la Iglesia de Roma. Su interés por la naturaleza le llevó a explorar la zona del lago Taga y descubrir en las montañas del sur del lago las fuentes del Nilo Azul, siglo y medio antes de que lo hiciera el descubridor “oficial” James Bruce.
Poco antes de su muerte, el madrileño dejó escrita su Historia de Etiopía (1622), libro que, como el propio autor explica, es fruto de su experiencia (“Principalmente hablaré de lo que he visto”), así como de lo que tradujo “fielmente” y de lo recogido de las “personas más fidedignas”. Sin embargo, el hecho de que el libro no fuera publicado íntegramente hasta 1945 dio pie a que otros aventureros y exploradores se atribuyeran tal mérito.
Pocos años después de Páez, otro jesuita, el portugués Jerónimo Lobo, también visitó el nacimiento del Nilo Azul, viviendo otras experiencias interesantes que narró de forma amena y realista en Relación histórica de Abisinia.
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